Claro de sol
1923
Óleo sobre lienzo.
63,2 x 62,2 cm
Colección Carmen Thyssen
Nº INV. (
CTB.1999.33
)
Sala F
Planta baja
Colección Carmen Thyssen y salas de exposiciones temporales
Aunque su asimilación de las lecciones de Gauguin y su énfasis en la composición decorativa le distinguía de los impresionistas, con el tiempo Bonnard regresaría a ellos; en cierto sentido fue el último gran heredero del Impresionismo hasta bien entrado el siglo XX. La tendencia radical de Matisse y los fauves, primero, y el cubismo después, alejaron a Bonnard de las tendencias de vanguardia; su pintura se hizo más atmosférica y más naturalista. Se acentuaron sus afinidades con Monet y sobre todo con Renoir, con quien compartía el interés por el desnudo y la inclinación a disolver los bordes de las formas con una pincelada algodonosa. Desde la época de la Gran Guerra, Bonnard se convirtió, para los aficionados y críticos de gusto moderado, en una suerte de antídoto de la acelerada experimentación de las vanguardias.
La constante dedicación de Bonnard al paisaje se acentuó en la década de 1920. Buena parte de ellos fueron pintados en Normandía, en la casa que el pintor tenía cerca de Vernon, a orillas del Sena. Incluso cuando se instaló en Le Cannet, próximo a Cannes, siguió visitando cada año Normandía, cuya luz amaba especialmente. A diferencia de los impresionistas, Bonnard no pintaba sus paisajes ante el motivo; trabajaba de memoria con la ayuda de dibujos, y no tenía inconveniente en concluir en el Mediodía una tela iniciada en Normandía, mezclando sus impresiones del norte y el sur.
Este paisaje representa una vista del jardín de su casa de Normandía, «Ma Roulotte», un jardín que crecía sin orden, en una profusión silvestre. En primer término avanza un camino serpenteante y en él, un gato que nos indica, con un toque de humor, la escala de los grandes árboles. Al fondo, entre la espesura, se distingue el río, un afluente del Sena que el pintor solía recorrer en barca.
Picasso, que aborrecía la pintura de Bonnard, nos dejó una caracterización de ella que puede ser reveladora si la despojamos de su tono condenatorio. Bonnard, decía Picasso: «Nunca va más allá de su sensibilidad. No sabe elegir. Cuando pinta un cielo, por ejemplo, lo pinta primero azul, más o menos tal como es. Después lo mira un poco más de cerca y ve un poco de malva; entonces añade una pincelada o dos de malva, sin comprometerse. Y luego se dice a sí mismo que también hay un poco de rosa. Entonces, no hay ninguna razón para que no añada también rosa. El resultado es un «popurrí» de indecisión. Si está mucho rato mirando, acaba por añadir amarillo, en lugar de decidir de qué tono debería ser realmente el cielo. No se puede trabajar así. La pintura no es una cuestión de sensibilidad. Hay que usurpar el poder, ocupar el lugar de la naturaleza y no depender de las informaciones que te da». Picasso se refería también a la tendencia de Bonnard a «llenar toda la superficie de la tela, formando una extensión continua que tiembla imperceptiblemente, pincelada a pincelada, centímetro a centímetro, pero que está completamente desprovista de contraste. El negro jamás se opone al blanco, ni el círculo al cuadrado, ni el ángulo agudo a la curva. En esta superficie extremadamente orquestada, que se desarrolla orgánicamente, buscas en vano el golpe de címbalos inesperado de una violencia concertada».
La indecisión que Picasso censuraba en Bonnard no era sino una forma extrema de fidelidad a la sensación, con toda su gama de matices delicados y cambiantes. Con ese material impalpable, inconstante, creaba Bonnard un tapiz continuo, sin costuras. En este cuadro, cuyo tema esencial es la riqueza de la vegetación, el tejido de hojas y ramas queda sugerido por el propio tejido sutil de las pinceladas superpuestas y fundidas. Los toques difusos de blanco y amarillo señalan los reflejos de la deslumbrante luz solar y prestan a toda la escena un aire mágico.
Guillermo Solana
La constante dedicación de Bonnard al paisaje se acentuó en la década de 1920. Buena parte de ellos fueron pintados en Normandía, en la casa que el pintor tenía cerca de Vernon, a orillas del Sena. Incluso cuando se instaló en Le Cannet, próximo a Cannes, siguió visitando cada año Normandía, cuya luz amaba especialmente. A diferencia de los impresionistas, Bonnard no pintaba sus paisajes ante el motivo; trabajaba de memoria con la ayuda de dibujos, y no tenía inconveniente en concluir en el Mediodía una tela iniciada en Normandía, mezclando sus impresiones del norte y el sur.
Este paisaje representa una vista del jardín de su casa de Normandía, «Ma Roulotte», un jardín que crecía sin orden, en una profusión silvestre. En primer término avanza un camino serpenteante y en él, un gato que nos indica, con un toque de humor, la escala de los grandes árboles. Al fondo, entre la espesura, se distingue el río, un afluente del Sena que el pintor solía recorrer en barca.
Picasso, que aborrecía la pintura de Bonnard, nos dejó una caracterización de ella que puede ser reveladora si la despojamos de su tono condenatorio. Bonnard, decía Picasso: «Nunca va más allá de su sensibilidad. No sabe elegir. Cuando pinta un cielo, por ejemplo, lo pinta primero azul, más o menos tal como es. Después lo mira un poco más de cerca y ve un poco de malva; entonces añade una pincelada o dos de malva, sin comprometerse. Y luego se dice a sí mismo que también hay un poco de rosa. Entonces, no hay ninguna razón para que no añada también rosa. El resultado es un «popurrí» de indecisión. Si está mucho rato mirando, acaba por añadir amarillo, en lugar de decidir de qué tono debería ser realmente el cielo. No se puede trabajar así. La pintura no es una cuestión de sensibilidad. Hay que usurpar el poder, ocupar el lugar de la naturaleza y no depender de las informaciones que te da». Picasso se refería también a la tendencia de Bonnard a «llenar toda la superficie de la tela, formando una extensión continua que tiembla imperceptiblemente, pincelada a pincelada, centímetro a centímetro, pero que está completamente desprovista de contraste. El negro jamás se opone al blanco, ni el círculo al cuadrado, ni el ángulo agudo a la curva. En esta superficie extremadamente orquestada, que se desarrolla orgánicamente, buscas en vano el golpe de címbalos inesperado de una violencia concertada».
La indecisión que Picasso censuraba en Bonnard no era sino una forma extrema de fidelidad a la sensación, con toda su gama de matices delicados y cambiantes. Con ese material impalpable, inconstante, creaba Bonnard un tapiz continuo, sin costuras. En este cuadro, cuyo tema esencial es la riqueza de la vegetación, el tejido de hojas y ramas queda sugerido por el propio tejido sutil de las pinceladas superpuestas y fundidas. Los toques difusos de blanco y amarillo señalan los reflejos de la deslumbrante luz solar y prestan a toda la escena un aire mágico.
Guillermo Solana