Figuras en la playa de Trouville
«El señor Boudin [...] incluso ha inventado un género de marinas típicamente suyo y que consiste en pintar, además de la playa, toda una serie de personajes exóticos de la alta sociedad que acuden en verano a nuestras ciudades termales». Esta frase, que un crítico de arte escribió en 1869, pone de manifiesto que a Boudin se le reconoce como el creador de un determinado género y que alcanza cierto éxito plasmando en sus lienzos a la sociedad de alto copete de las playas de Trouville y Deauville.
El artista empieza a pintar las playas de Trouville hacia 1860 e irá desarrollando el tema por etapas a lo largo de toda su carrera. Para muchos aficionados al arte, Boudin sigue siendo el pintor de las playas. Sin embargo, de los aproximadamente 4.500 cuadros suyos catalogados hasta la fecha, sólo el 8% plasma «las playas con miriñaques». La fase de trabajo más fructífera sobre este tema se sitúa entre 1860 y 1871. En aquella época pinta el ochenta por ciento de las playas sobre tabla y los formatos que utiliza más frecuentemente son el 5, el 6, el 8 o el 10 de «marina», y muy raramente grandes formatos. El cuadro de la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza pertenece a esta categoría predominante: es aproximadamente un formato 8 de «marina» sobre tabla. Boudin concedía gran importancia a la calidad de este soporte. En 1894 escribe: «Creo que voy a volver a la caoba, la única madera estable además del roble viejo. Lo malo es que pesa mucho. Y además presenta otro inconveniente: ennegrece incluso a través de la imprimación si ésta no es densa y de varias capas». Boudin retoma los temas de playas a mediados de la década de 1870 y hacia 1880-1886.
En 1868, se le reconoce, pues, como pintor de playas, y esta especialidad le reporta cierto desahogo económico, aunque también suscita críticas y envidias. Se le reprocha que hace una pintura comercial. Boudin reivindica su trabajo explicando: «¿Acaso no tienen derecho estos burgueses que se pasean por el espigón durante la puesta de sol a verse plasmados en el lienzo, a que se les lleve a la luz. En confianza, a menudo esta gente que sale de sus oficinas y de sus gabinetes necesita reponerse de su duro trabajo». Los campesinos tienen sus pintores, los burgueses también se merecen tener el suyo.
En 1869, Boudin presenta al Salon de París dos cuadros de playa. Aquel mismo año, el cuarenta por ciento de las obras que vende a los marchantes y registra en su libro de cuentas, tienen por tema las playas de Trouville y Deauville. De nuevo en 1869, las cuentas de Boudin registran para el conjunto del año un claro progreso: 4.420 francos frente a una media desde 1866 comprendida entre 2.500 y 3.500 francos.
Antes de la década de 1860, Boudin solía veranear en Honfleur. A partir de 1863, cambia de emplazamiento y elige Trouville como lugar de veraneo. Se encuentra entonces a pie de obra para pintar sus playas. Cuando empieza a dedicarse a este tema, suele componer la vista de la playa con un ángulo muy abierto, utilizando los elementos del paisaje para enmarcar la escena: las residencias de la costa, el hotel de Roches Noires, las casetas, los caballos que arrastran las cabinas. Las obras, a menudo anecdóticas, constituyen un testimonio de su época. Poco a poco, el tema se transforma y la composición «clásica» de sus obras empieza a presentar una división del espacio en franjas horizontales paralelas a la orilla y al lienzo. La playa de la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza es buen ejemplo de ello. El cielo ocupa dos tercios de la composición. Se ve denso y cargado de colores, iluminado por el sol poniente. La mayoría de las figuras están de espaldas al espectador (presentación bastante novedosa en pintura), dispuestas en una franja uniforme. Para evitar la monotonía, algunos veraneantes (sin rostro) nos miran y una mujer, sentada algo apartada del grupo, marca el primer término de la composición. Boudin complementa hábilmente este conjunto de personajes que se cierra sobre sí mismo con una escena anecdótica compuesta por un caballo y algunos pescadores tirando de una barca.
El pintor reparte con maestría por la superficie del lienzo toques cromáticos más vivos que se equilibran para realzar los negros y los ocres: bermellón, amarillo, azul y destellos de blanco. El cielo, compuesto con empastes de acentuada luminosidad, es en realidad el verdadero protagonista de esta obra. Los veraneantes instalados en la playa denotan cierta rigidez, pero la belleza del celaje y el fulgor argénteo de la barca que los pescadores arrastran hasta la playa confieren a esta obra una poesía y un resplandor intemporales.
Anne-Marie Bergeret-Gourbin