Venecia, el Gran Canal
«Lamento no tener ya la juventud que me haría falta para crear una hermosa serie de vistas de este lugar, por cierto bastante difícil de representar, debido a los monumentos que exigen una gran maestría del dibujo y largas estancias en la ciudad, como antaño lo hiciera Ziem».
Cuando Boudin visita Venecia, ya no es ningún muchacho. La enfermedad lo ha debilitado, pero insiste en pintar del natural y, desde hace algunos años, pasa los inviernos en el sur de Francia para poder trabajar al aire libre. Boudin descubre Venecia en 1892 y regresa en 1893 y 1894, aunque en el transcurso de esas tres estancias sólo ejecuta cinco cuadros y seguramente dibujos.
En 1895, ya familiarizado con la luz del lugar, produce en dos meses setenta y cinco obras entre pinturas y bocetos. Halla cierta semejanza con la luz del norte y le sorprende comprobar lo mucho que los pintores han deformado la atmósfera veneciana. Confía sus reflexiones a su marchante, Durand-Ruel: «Los artistas que suelen pintar [Venecia] hasta cierto punto la han disfrazado y desfigurado, mostrándola como una ciudad bañada por los soles más ardientes y cálidos. Pero en realidad Venecia, como todas las ciudades luminosas, es de color gris y su atmósfera es suave y brumosa, y el cielo se engalana de nubes igual que el de nuestras regiones normandas y holandesas». Boudin se anticipa de este modo a las eventuales críticas de quienes, teniendo en la memoria los resplandecientes lienzos pintados por Ziem, pudieran acusarlo de no haber sabido interpretar el lugar. Para algunos pintores, Venecia, puerta de Oriente, se teñía de los colores del oro y del lubricán, mientras que Boudin, confiando sólo en sus ojos, observaba la naturaleza con mirada objetiva e inocente.
Las setenta y cinco obras que ejecuta en 1895 presentan básicamente la misma composición. El punto de vista es frontal, el tema ocupa el plano más alejado y ante los ojos del espectador se extienden las aguas del Gran Canal por el que navegan las góndolas. Boudin elige vistas conocidas: la Salud, el Palacio Ducal, la Giudecca. A veces se pierde por rincones de Venecia menos frecuentados. Media docena de obras presentan una variante de esta perspectiva: a la izquierda del cuadro, un edificio asienta la composición y un malecón en diagonal introduce una línea ascendente dinámica, mientras que en el centro del cuadro aparecen grandes veleros. La arquitectura veneciana cede pues su protagonismo a los barcos.
Tal es la composición de la obra de la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza.
Dos veleros constituyen su tema central y Venecia no es más que un telón de fondo. El óleo está ejecutado con pincelada ágil y ligera, algo abocetada. Las huellas del pincel son largas y horizontales y sugieren el tema más que perfilarlo. La góndola, situada cerca del malecón, está realizada con unas cuantas pinceladas y se desliza sin esfuerzo sobre el agua. El gondolero no es más que una silueta esbozada, pero el movimiento que le confiere el artista es suficiente para comprender su ademán y la posición de su cuerpo. Los tres personajes que van sentados son el soporte de unas manchas de color amarillas y rojas. Toda la agudeza de la mirada del artista y su sensibilidad quedan resumidas en estos detalles poco relevantes, testimonio de una búsqueda constante de lo real, de lo esencial, de lo instantáneo. El cielo recuerda los celajes normandos cargados de algodonosas nubes que dejan poco espacio para las tonalidades azul pálido. Los veleros podrían ser los que aparecen en los puertos de Deauville o de El Havre, aunque la góndola permite situar perfectamente la escena. Esta obra constituye una aplicación precisa del pensamiento de Boudin antes citado: Venecia, por su atmósfera húmeda y brumosa, puede evocar la Normandía que el artista conoce tan bien.
A pesar de su avanzada edad y de su enfermedad, Boudin seguirá en pleno uso de sus facultades hasta el final de su vida. A su amigo el pintor Braquaval le confiesa en mayo de 1896: «El viaje a Venecia habrá sido mi canto del cisne».
Anne-Marie Bergeret-Gourbin