Una clientela dura
1881
Óleo sobre lienzo.
76 x 63,5 cm
Colección Carmen Thyssen
Nº INV. (
CTB.1987.23
)
No Expuesta
Planta segunda
Colección permanente
Planta primera
Colección permanente
Planta baja
Colección Carmen Thyssen y salas de exposiciones temporales
Planta -1
Sala de exposiciones temporales, salón de actos y taller EducaThyssen
John George Brown pasó a la historia como el pintor de «los hijos de los pobres, los desheredados, los vagabundos y los abandonados, los huérfanos», como el artista «que tan acertadamente supo captar lo que se podría llamar la vida de los duendecillos de Nueva York: esa vacilante humanidad fantasmal de nuestras calles y paseos». Como Brown declaraba a uno de sus primeros biógrafos, «quiero que dentro de cien años la gente sepa qué aspecto tenían los niños que yo pinto». El artista, que se crió en un ambiente pobre en Inglaterra, conocía las dificultades económicas vividas de niño, ya que había tenido que ayudar a mantener a su madre, hermanos y hermanas. Cuando prosperó económicamente, el artista reconoció con orgullo que en sus comienzos había sido un trabajador; además afirmaba que no pintaba chiquillos de la calle «sólo porque al público le gusta ese tipo de cuadros y me pagan por ellos, sino porque quiero a esos chicos, porque yo también fui un muchacho pobre como ellos».
En la época en la que Brown pintó Una clientela dura, en la ciudad de Nueva York se contaban por decenas de miles los niños sin hogar, de rostros «envejecidos prematuramente, maltratados y privados de todo lo que es propio de la infancia». Algunos eran resultado de una sociedad urbana en rápido crecimiento, alimentada con la llegada de oleadas de inmigrantes; otros eran niños abandonados por unos padres disolutos, otros eran huérfanos de la guerra civil y otros procedían de familias pobres del campo que emigraban a la ciudad. Entre los vendedores de la calle, que ofrecían cerillas, palillos, puros, periódicos, canciones y flores, había numerosas niñas. «Las niñas floristas son unas criaturitas espantosas», escribía un observador de la época, «pero su mercancía es bonita y se vende muy bien». Estas floristas no se limitaban a vender flores sino que su negocio a menudo «encubría un número indeterminado de actividades, desde ser cómplices de algún carterista hasta la prostitución infantil». En comparación con las expresivas fotografías contemporáneas de Jacob Riis o de Lewis Hine, o de los burlones niños de la calle de los lienzos de David Gilmour Blythe, los vagabundos de los cuadros de Brown tienen un aspecto sorprendentemente sano, limpio y alegre.
El título del cuadro de Brown resulta irónico. Los «árabes de la calle», como se conocía a los niños sin hogar de Nueva York, rodean a la vendedora de flores y lucen en el ojal uno de sus ramilletes, que costarían unos diez centavos. El crítico S. G. W. Benjamin describió el cuadro en 1882 en los siguientes términos: el grupo «representa a una niña florista rodeada por unos rapacillos rendidos pero sin chavo, que se esfuerzan por conseguir con zalamerías las rosas que no pueden comprar». Existe una relación evidente entre la muchacha y sus «clientes exigentes». La joven florista lleva un gorro de lana, un vestido de algodón roto en el codo, medias de punto de algodón y botas de cuero negro. Sólo el anillo de oro, que le queda grande por lo que lo lleva en el dedo corazón, hace dudar de que sea legítimamente suyo y sugiere las difíciles condiciones de la vida de la calle. La joven modelo aparece igualmente en el cuadro de Brown titulado Compre un ramillete, de c. 1881, que se conserva en el North Carolina Museum of Art, Raleigh. En éste aparece únicamente la florista, con el mismo gorrito de punto y las mismas medias aunque con distinto vestido, vendiendo ramos más grandes y tratando lastimeramente de conseguir algún cliente. Martha J. Hoppin ha observado que la niña lleva ropa usada aunque decente, pues a menudo los benefactores de los modelos que Brown reclutaba cuidadosamente de la calle los aseaban y relimpiaban antes de llevarlos al estudio del artista. Lo que más le costaba a Brown era conseguir que aquellos modelos de carita triste sonrieran, «porque pintar una sonrisa es una de las dificultades del retrato; me refiero a una sonrisa lograda, una sonrisa que haga sonreír al espectador».
Era este elemento positivo de la pintura de Brown, que hacía hincapié en la sonrisa de aquellos jóvenes emprendedores, a menudo limpiabotas, lo que atraía al público. Es posible que los acaudalados clientes de Brown vieran el vínculo que unía a estos hombrecitos que gozan de la generosidad de la florista en Una clientela dura como un reflejo de la relación masculina existente en su propia clase social. En el siglo XIX se consideraba que los vendedores callejeros, los de periódicos y los limpiabotas eran trabajadores independientes que vivían de los beneficios y no de un sueldo. Las distintas actividades de los vagabundos de los lienzos de Brown sugieren un mundo de ricos y pobres como el que describe Horatio Alger, que el artista conoció en carne propia.
Kenneth W. Maddox
En la época en la que Brown pintó Una clientela dura, en la ciudad de Nueva York se contaban por decenas de miles los niños sin hogar, de rostros «envejecidos prematuramente, maltratados y privados de todo lo que es propio de la infancia». Algunos eran resultado de una sociedad urbana en rápido crecimiento, alimentada con la llegada de oleadas de inmigrantes; otros eran niños abandonados por unos padres disolutos, otros eran huérfanos de la guerra civil y otros procedían de familias pobres del campo que emigraban a la ciudad. Entre los vendedores de la calle, que ofrecían cerillas, palillos, puros, periódicos, canciones y flores, había numerosas niñas. «Las niñas floristas son unas criaturitas espantosas», escribía un observador de la época, «pero su mercancía es bonita y se vende muy bien». Estas floristas no se limitaban a vender flores sino que su negocio a menudo «encubría un número indeterminado de actividades, desde ser cómplices de algún carterista hasta la prostitución infantil». En comparación con las expresivas fotografías contemporáneas de Jacob Riis o de Lewis Hine, o de los burlones niños de la calle de los lienzos de David Gilmour Blythe, los vagabundos de los cuadros de Brown tienen un aspecto sorprendentemente sano, limpio y alegre.
El título del cuadro de Brown resulta irónico. Los «árabes de la calle», como se conocía a los niños sin hogar de Nueva York, rodean a la vendedora de flores y lucen en el ojal uno de sus ramilletes, que costarían unos diez centavos. El crítico S. G. W. Benjamin describió el cuadro en 1882 en los siguientes términos: el grupo «representa a una niña florista rodeada por unos rapacillos rendidos pero sin chavo, que se esfuerzan por conseguir con zalamerías las rosas que no pueden comprar». Existe una relación evidente entre la muchacha y sus «clientes exigentes». La joven florista lleva un gorro de lana, un vestido de algodón roto en el codo, medias de punto de algodón y botas de cuero negro. Sólo el anillo de oro, que le queda grande por lo que lo lleva en el dedo corazón, hace dudar de que sea legítimamente suyo y sugiere las difíciles condiciones de la vida de la calle. La joven modelo aparece igualmente en el cuadro de Brown titulado Compre un ramillete, de c. 1881, que se conserva en el North Carolina Museum of Art, Raleigh. En éste aparece únicamente la florista, con el mismo gorrito de punto y las mismas medias aunque con distinto vestido, vendiendo ramos más grandes y tratando lastimeramente de conseguir algún cliente. Martha J. Hoppin ha observado que la niña lleva ropa usada aunque decente, pues a menudo los benefactores de los modelos que Brown reclutaba cuidadosamente de la calle los aseaban y relimpiaban antes de llevarlos al estudio del artista. Lo que más le costaba a Brown era conseguir que aquellos modelos de carita triste sonrieran, «porque pintar una sonrisa es una de las dificultades del retrato; me refiero a una sonrisa lograda, una sonrisa que haga sonreír al espectador».
Era este elemento positivo de la pintura de Brown, que hacía hincapié en la sonrisa de aquellos jóvenes emprendedores, a menudo limpiabotas, lo que atraía al público. Es posible que los acaudalados clientes de Brown vieran el vínculo que unía a estos hombrecitos que gozan de la generosidad de la florista en Una clientela dura como un reflejo de la relación masculina existente en su propia clase social. En el siglo XIX se consideraba que los vendedores callejeros, los de periódicos y los limpiabotas eran trabajadores independientes que vivían de los beneficios y no de un sueldo. Las distintas actividades de los vagabundos de los lienzos de Brown sugieren un mundo de ricos y pobres como el que describe Horatio Alger, que el artista conoció en carne propia.
Kenneth W. Maddox