Santa sosteniendo un plato con rosas
La joven santa, representada con rotunda frontalidad en figura de tres cuartos, sobre un fondo de sabor mediterráneo en el que se ve un cielo con grandes nubes amarillentas, enmarcado entre una columna y unos cipreses, se libra del anonimato genérico gracias al atributo del plato con rosas que sostiene en la mano derecha, ofreciéndoselo casi al espectador. Este objeto puede relacionarse al menos con la santa y mártir Dorotea de Capadocia (aunque, de ser ésta, en realidad tendría que llevar manzanas además de rosas) y, si pasamos por alto la impropia riqueza del atuendo, con joyas que adornan el peinado y los hombros de la modelo, con la ermitaña Rosalía, que suele aparecer con el Niño Jesús entregándole una corona de rosas.
En cualquier caso, tal como lo han puesto de manifiesto los restauradores Ubaldo Sedano y Juan Alberto Soler Miret, la actual representación iconográfica es fruto de una modificación en el transcurso de la ejecución, puesto que el lienzo ha revelado algunos arrepentimientos que inducen a pensar que originalmente el tema del cuadro debió de ser bien distinto. A simple vista (con luz rasante), todavía se advierte la presencia, en la mano izquierda, de la palma del martirio, oculta tras un repinte del manto rojo y de la base en sombra de la columna. Por consiguiente parece justificado suponer que en el platito se hallara inicialmente el atributo característico de santa Lucía, es decir los ojos, que ésta presenta sobre una bandeja. Tal vez la exigencia de suprimir tan macabra simbología indujera posteriormente al artista a convertir los ojos en las menudas rositas que hoy vemos.
Evidentemente impregnada del estilo de la última época de Francesco Solimena, principal protagonista del escenario napolitano postgiordanesco, es decir entre 1680 y aproximadamente hacia 1750 (¿cómo no recordar la figura alegórica de la Paz de la decoración del Palacio Real del Pardo en Madrid, con Himeneo, Hércules y las Virtudes Conyugales?), la obra se ha atribuido a uno de los múltiples discípulos de este artista, Jacopo Cestaro, activo en las décadas centrales del siglo XVIII.
No obstante, al autor de estas líneas no le convence plenamente la opción de Cestaro entre el polifónico elenco de seguidores de Solimena; y ello en particular por la inexpresividad iconográfica, propia de una representación en serie, que le ha tocado en suerte al rostro de la muchacha y que hace que ésta no soporte la comparación con las apasionadas heroínas del mejor Cestaro (Cleopatra, Roma, antiguamente en la Colección Sestieri; Cleopatra, Nápoles, Capodimonte), aunque tal vez pueda estar más directamente relacionada con la supuesta producción juvenil del artista, hacia 1735-1740, correspondiente a la serie de lienzos enviados a la iglesia de la Inmaculada de Fuscaldo.
Este infantilismo intemporal, siguiendo al pie de la letra las normas de una Gramática Imperial plenamente setencientista, se vislumbra igualmente en otros pasajes de la obra de Cestaro (me refiero en particular a la muchedumbre que aparece en primer término en la Presentación de la Virgen en el templo y, en su conjunto, a la Circuncisión, ambas pertenecientes al ciclo de Fuscaldo), pero no sé hasta qué punto estos cuadros pueden sugerir una supuesta homologación con la Santa que aquí se comenta.
No obstante, aun considerando válida la hipótesis de la paternidad originalmente atribuida a la obra (sin pretender empeñarse a toda costa en una afirmación alternativa), merece la pena tener en cuenta, de entre el ejército de simpatizantes de Solimena, al menos los nombres de Lorenzo de Caro y de Giuseppe Bonito. En el San Pedro de Alcántara confesando a santa Teresa (Nápoles, San Felipe y Santiago) del primero, el rostro del santo, aunque de piel más trémula y mortificada, ofrece al menos un paradigma de rotundidad inexpresiva no exento de afinidades formales -en cualquier caso una carnación «del natural» frente a una mera oleografía- con la refinada máscara de la santa que aquí se expone.
Mucho más convincente resulta la coincidencia estilística que presentan algunos elementos de la obra de Giuseppe Bonito; así, tal vez la lozana campesina que posa para la Alegoría del otoño de la colección Santangelo de Nápoles, cuya mirada tiene una estereotipada fijeza, casi idéntica a la de nuestra mártir, cuyos labios apretados aluden a los distintos modos de dar o de darse.
Roberto Contini