Botella, garrafa, jarro y limones
Paul Cézanne pasó los años finales de su vida retirado en su Provenza natal, pintando al aire libre los paisajes y los campesinos de los alrededores de Aix-en-Provence, así como numerosas naturalezas muertas en la soledad de su nuevo estudio situado en lo alto de los Lauves. Hacía mucho tiempo que la pintura había dejado de ser para él una mera representación del mundo para convertirse en un proceso analítico de investigación de las estructuras constitutivas de la realidad, y para ello nada era más adecuado que la naturaleza muerta.
Aunque desde sus primeros bodegones realistas de juventud, teñidos aún de un cierto romanticismo, el artista mantuvo un interés permanente por la representación plástica de los objetos inanimados, fue en las composiciones más experimentales de su madurez cuando alcanzó una mayor maestría y desenvoltura. Botella, garrafa, jarro y limones pertenece a ese conjunto de naturalezas muertas realizadas en los últimos años de su vida, en las que, como escribió el crítico británico Roger Fry, «logró la expresión de los sentimientos más exaltados y de las intuiciones más profundas de su naturaleza». Sobre una bandeja colocada encima de una mesa cubierta con un sencillo mantel a cuadros aparece un conjunto integrado por apenas unos escasos recipientes domésticos de formas y tamaños diferentes y dos limones (o quizás un pedazo de pan y un limón, como señala Terence Maloon). Entre ellos destaca, con entidad propia, una jarra de cerámica floreada —seguramente procedente de alguna de las fábricas de los alrededores de Aix— cuya corporeidad contrasta con la transparencia de los recipientes de cristal contiguos. También se percibe una cierta divergencia entre la perspectiva diagonal de la bandeja y de las líneas oblicuas del mantel y el juego de horizontales y verticales del plano de la pared del fondo que crea una red de direcciones opuestas y, al mismo tiempo, un efecto de unidad espacial, que acrecienta el énfasis en la bidimensionalidad del plano pictórico.
En 1904 Cézanne aconsejaba al joven pintor Émile Bernard que debía representar «la naturaleza a través del cilindro, la esfera, el cono, todo ello puesto en perspectiva», dejando claro que las formas geométricas eran instrumentos indispensables para abordar la experiencia de lo real. Siguiendo esta creencia, Cézanne configuró esta equilibrada composición a base de una serie de volúmenes de contornos bien definidos reducidos a sus formas geométricas básicas. Por otra parte, como hicieron los impresionistas, sustituyó los contrastes de luz y oscuridad por contrastes de colores fríos y colores cálidos.
Además, este bodegón es un significativo ejemplo de la maestría que alcanzó el pintor con la difícil técnica de la acuarela. Mientras que la densidad de las pinceladas constructivas se corresponde con los óleos del pintor, la transparencia de la pintura, que deja algunas zonas del papel a la vista, no sólo nos desvela la estructura interna de la composición, sino que logra representar efectos visuales de una armonía magistral. La organización espacial y el lenguaje radical con el que Cézanne aplica la técnica de la acuarela durante su periodo final se acerca según Fry «a un sistema abstracto de ritmos plásticos» y anticipa las naturalezas muertas cubistas de Picasso y Braque.
Paloma Alarcó