Los hijos del pescador
Este lienzo, de tamaño más bien reducido, presenta tres aspectos particularmente interesantes: combina una playa tranquila con marea baja y un celaje nuboso muy variado, una abrupta costa y una o dos personas al solaz y, finalmente, en primer término, dos niños, evidentemente pobres, que son los únicos seres vivientes sobre la playa y que a todas luces esperan una respuesta que ha de venir del pintor o del espectador. Si imagináramos la posición de éste, lo situaríamos frente a los niños, aunque a la altura de la dama del acantilado, es decir por encima de la línea de horizonte. Por consiguiente, el pintor/espectador se sitúa en un punto desde el que abarca toda la escena; contempla el panorama en su conjunto y al mismo tiempo percibe cada detalle.
Si empezamos el análisis por el elemento más llamativo del cuadro, los niños descalzos y harapientos, se diría que están pidiendo limosna; la niña pelirroja se ha llevado una mano al pecho como en ademán de reverencia. La actitud implorante e inocente de estos niños sitúa la obra en la línea de las llamadas pinturas socialistas de Courbet, a las que hacía referencia en 1868. No hay que tomar el término demasiado al pie de la letra: lo que el artista pretende es llamar la atención de la clientela burguesa de sus paisajes de playa sobre el abandono en que se encuentran los más desfavorecidos socialmente. Otro cuadro que trata un tema semejante es La limosna de un mendigo en Ornans, pintado apenas un año después de la obra que aquí se comenta. En esta etapa de su carrera, renace en Courbet el interés que ya había manifestado por los personajes desidealizados, que pintaba tanto para expresar su sentimiento de la justicia como para provocar a los acomodados visitantes de las exposiciones del Salón de París, que temían el contacto con las gentes de clases más bajas, salvo que dicho contacto se produjera de forma aséptica y siguiendo unas pautas establecidas. Recientemente hemos sabido que Courbet visitó Madrid en 1868 para volverse a acercar a la «gente llana» y a la pintura de género popular, pero con este viaje en el fondo hacía realidad una idea que ya tenía en mente desde hacía mucho tiempo, pues la idea de pintar mendigos o gitanos al parecer se remonta a la década de 1850.
La combinación pictórica de un tema social con un paisaje es totalmente insólita. Sin embargo, de forma semejante a como lo hiciera su otrora amigo, el filósofo Pierre-Joseph Proudhon (muerto en 1865), Courbet pretende recalcar que la política ha de hacer frente a la vida diaria. Por consiguiente, desea fundir la pintura de género con la histórica; ésta es una de sus pretensiones estéticas fundamentales a partir de la Revolución de 1848. Su cuadro El regreso a casa, de c. 1852 (colección particular) es un ejemplo temprano de ello. Sin embargo, incluso en la obra de Courbet, un paisaje de mar con resonancias sociales constituye una interesantísima excepción. En cambio, cada vez aborda más los temas de la vida cotidiana. Aunque dos años antes había pasado algunas temporadas en las costas de Normandía, de moda por aquel entonces, en 1867 acepta la invitación de Fourquet, un químico parisino, y visita la aldea de Saint-Aubin (Calvados), cuya playa carece de toda pretensión. Se lleva a su hermana Zélie y a sus otras dos hermanas les escribe: «El paisaje no es demasiado bonito. La playa no tiene nada de particular [...] es muy sencilla. No hay árboles como en Trouville y Deauville». En la aldea era fácil estar en contacto con gentes humildes. Sin embargo, después de la Comuna de París (en la que Courbet participó activamente) Jean Bruno utilizó precisamente este cuadro con fines políticos.
Por otra parte, a finales de la década de 1860 estamos muy lejos de la audacia de Los picapedreros, de 1849 (hasta 1945 en Dresde, Galerie Neue Meister) o de la aterradora masa negra de gente del Entierro en Ornans (París, Musée d'Orsay) de 1850. Más bien nos hallamos ante una especie de Romanticismo tardío, como lo sugiere el cálido sol de la tarde que ilumina la mayor parte de la playa. No hay acusación, ni indicio alguno de conflicto social; el pintor se limita a iluminar con una tenue luz a unos infelices niños harapientos. Y hasta los realza mediante el triángulo ocre claro, casi blanco, de la porción de arena sobre la que se sitúan. En cambio, esta superficie queda limitada por las sombras que arrojan los oscuros acantilados de la izquierda (detrás de los cuales ha de situarse el sol) y las zonas pardas de la playa a la derecha. Como consecuencia de ello, toda la composición presenta cierta ambigüedad. De hecho, en sus paisajes de la década de 1860, entre los cuales Los hijos del pescador constituye un destacado ejemplo (existen escenas semejantes en los museos de Londres, Colonia y Stuttgart), Courbet suele incluir zonas apacibles que alternan con llamativas áreas de luz y de sombra. Además, insiste en la aplicación de materia, cuyo aspecto opaco contrasta con la transparencia de otras zonas; en este caso las voluminosas rocas del primer término se contrarrestan con las delicadas pinceladas de la arena, los charcos de agua, las algas, los arenales y el movido celaje. Sin embargo, la superficie de las rocas y de las hierbas también es transparente. Este procedimiento opera como un factor autónomo, independiente del material, y notablemente alejado de cualquier concepto realista. En este sentido, Los hijos del pescador constituye un preludio de los famosos cuadros de la Ola de 1869-1870, en los que el pintor alcanza su propósito de disolver la sustancia y la coherencia del tema. Y es que el Courbet de la última época es antirrealista par excellence. Esta es la razón por la que Monet y Cézanne lo apreciaban tanto. Para estos pintores, lo que importaba no era el objeto representado, sino la pincelada y la mancha; es decir, el juego autosuficiente de los colores. La continua alternancia por parte de Courbet entre la serenidad y la gravedad también tiene un significado metafórico: desde el punto de vista psicológico, pone de manifiesto una oscilación constante entre la vida interior y el mundo exterior. Por consiguiente, es importante el mensaje emocional del cuadro. Courbet deseaba sugerir cierta empatía con los pobres más que inducir a una toma de conciencia de las desigualdades sociales o incitar a una sublevación.
La visión del mundo que aquí nos propone Courbet es la de la supremacía de la naturaleza. Los niños aparecen en tonos grises y marrones sobre la playa, la dama que descansa en el acantilado (con su acompañante o sus enseres dispuestos a modo de bodegón) está como inmersa en el verde del entorno y las barcas de los pescadores se funden casi indisociablemente con las áreas oscuras de la playa, como si formaran parte de ésta. A partir de El estudio del pintor (París, Musée d'Orsay), Courbet acentúa el concepto de la naturaleza como substrato del que los seres humanos emergen a la vida. Las marinas desempeñan un papel particularmente importante dentro de este contexto, pues Courbet era un entusiasta incondicional de cualquier tipo de elemento acuoso (fuentes, corrientes, olas), símbolo para él de la génesis de la vida. Por consiguiente, para el pintor la naturaleza no es meramente un ámbito apacible o impenetrable, sino más bien un espacio lleno de vida, que ofrece repentinas sorpresas y presenta abrumadores cambios. Por una parte, Courbet reconoce que la eterna naturaleza es la única fuerza redentora y, por otra, pinta sus efectos efímeros más que cualquier otro artista anterior al Impresionismo.
Klaus Herding