El lago Greenwood
Jasper F. Cropsey, vinculado a la Escuela del río Hudson, comenzó su carrera como pintor en 1843, a raíz de su primera visita al lago Greenwood. Desde entonces realizó numerosas vistas de esta zona próxima a Nueva York. Sus obras se caracterizan por presentar la naturaleza de manera fidedigna y precisa, en ocasiones salpicada de elementos pintorescos. La posibilidad de conocer los paisajes americanos con tal detalle permitió que Cropsey se ganase el favor del público europeo durante sus estancias en el viejo continente.
Esta escena del lago Greenwood muestra el interés del artista en sus años de madurez por los efectos de los cambios lumínicos y atmosféricos en el paisaje. La vista, realizada desde un punto alto, está enmarcada por los árboles en primer plano, que están mudando sus colores debido a la llegada del otoño. Al fondo, las montañas que rodean el lago dan paso a los colores cálidos que se multiplican en el cielo. La grandiosidad de la naturaleza se acentúa al descubrir las minúsculas figuras humanas que observan el paisaje desde unas rocas en la parte inferior izquierda.
CM
El lago Greenwood, una obra tardía pintada por Cropsey a su regreso de una estancia de varios años en Londres, representa una imagen de la explosión de color que antecede a la venida del invierno, antes de que la imponente vegetación americana pierda todo su color. El formato panorámico, agrandado horizontalmente de forma intencionada, que comenzó a imponerse en la pintura americana hacia mediados del siglo XIX y que, como apunta Kenneth W. Maddox, Cropsey ya había utilizado en obras anteriores, como El lago Ontario, da un mayor protagonismo a los juegos de luz del cielo y su reflejo sobre el amplio horizonte, y evidencia la nueva valoración que concede el artista a la descripción de las cualidades atmosféricas de la dorada puesta de sol, bajo la influencia de la poética de la escuela luminista.
En la capital inglesa, Cropsey, que no dejó de pintar paisajes de las tierras americanas, finalizó en 1860 el paisaje más ambicioso de toda su carrera, Otoño en el río Hudson, que, al ser expuesto en la Exposición Internacional de Londres de 1862, causó un fuerte impacto y le consagró como «el pintor del otoño americano». El artista pretendía, según sus propias palabras, «transmitir una idea de la inmensidad y la magnitud del paisaje americano, la claridad y la belleza de su atmósfera y la riqueza y variedad del color de su vegetación durante el periodo del Indian Summer». Para Cropsey y sus contemporáneos americanos el esplendor otoñal de sus bosques —de cuya existencia dudaban los europeos— representaba una bendición especial de Dios sobre su nación. No debe extrañar por tanto que el artista, un ferviente creyente, que se convertiría con el tiempo en dirigente laico de la Iglesia reformista holandesa, viera en la apoteosis otoñal la glorificación de la vida en la tierra y la celebración de la benevolencia de Dios por permitir a los hombres disfrutar de esa estación gloriosa. Por otra parte, según una referencia religiosa sacada del libro de Isaías: «nos marchitamos como hojas todos nosotros», los brillantes colores del otoño son generalmente interpretados como una metáfora del paso del tiempo, del momento final de la vida en el que, a la vez que se deteriora su estado físico, el hombre alcanza una mayor «iluminación» espiritual.
Ahora bien, el carácter metafórico de Cropsey era mucho más limitado que el de Thomas Cole, su primer «maestro». Su pintura era más naturalista, más cercana a Asher B. Durand y a Frederic Edwin Church, y claramente marcada por la influencia de John Ruskin, a quien conoció en Inglaterra. En esta obra de la colección del Museo Thyssen-Bornemisza, Cropsey combina la amplia y efectista vista del lago con una meticulosa representación de los más pequeños detalles de la vegetación, que el pintor ha elaborado con sumo cuidado y máxima fidelidad a la naturaleza. Si hacemos un pequeño esfuerzo, en la zona inferior izquierda podemos distinguir dos diminutas figuras que desde un promontorio rocoso contemplan la multicolor puesta de sol sobre el lago. No podemos dejar de relacionar a estos dos personajes, empequeñecidos por el pintor para exagerar la grandiosidad de la naturaleza, con las Almas gemelas de Cole y Bryant, inmortalizadas por Durand mientras se maravillaban desde una roca de la inmensidad del paisaje.
Paloma Alarcó