Hacia 1837 Asher B. Durand realizó unas excursiones con Thomas Cole, padre de la Escuela del río Hudson, en las que descubriría una nueva aproximación a la pintura. Los estudios del natural fruto de estos viajes se convertirían en la base de futuras composiciones como Un arroyo en el bosque, que destaca por su minuciosidad y realismo.

Un gran haya de corteza plateada, uno de los árboles preferidos de Durand, flanquea un arroyo atravesado por árboles caídos. Entre ellos una diminuta ardilla y un faisán pasan desapercibidos a primera vista. Las escenas en el interior del bosque, habituales en la obra del pintor, recrean un ambiente íntimo y recogido. El cielo tan sólo aparece allí donde lo permiten las ramas de los árboles y las montañas del horizonte. La ausencia de rastro humano y la grandiosidad con la que la naturaleza es representada responden a la visión de América como un espacio salvaje y virgen. En esta suerte de Paraíso sus habitantes están más próximos a la divinidad gracias a la conexión espiritual con su entorno.

CM

«Acabo de regresar de una expedición en busca de lo pintoresco—escribía Thomas Cole en su diario el 8 de julio de 1837— [...] para Mr. Durand todo el paisaje era completamente nuevo y estoy contento de haber sido quien ha dado a conocer esos paisajes ricos y variados del Schroon a un verdadero amante de la Naturaleza». Este recorrido por el lago Schroon, en los montes Adirondacks, junto a Thomas Cole, supuso la conversión del hasta entonces grabador Asher B. Durand a la pintura de paisaje. Si la contemplación del paisaje llevó a Cole a buscar un estilo elevado de paisaje dotado de una reflexión moral, el estudio de la naturaleza condujo a Durand a la transcripción de una naturaleza incontaminada por el hombre, intacta en su virginidad y diversidad, propia de lo pintoresco.

Un arroyo en el bosque, fechado en 1865, es un buen ejemplo del estilo paisajístico de Durand y de su personal puesta en escena del interior del bosque. Bajo la influencia de las obras de Claudio de Lorena y del pintor inglés John Constable, que había podido admirar durante su viaje a Europa en 1840, Durand codificó un tipo de paisaje de grandes árboles en primer plano, cuya monumentalidad se enfatiza por la utilización del formato vertical. Esos gigantes de los bosques americanos, que se salen del marco del cuadro, nos transmiten la fuerza de la naturaleza, a la vez que su forma de arco, que enmarca el claro del bosque por el que se filtra la luz, confiere a la composición un aspecto de interior de una catedral gótica. Estas composiciones tienen su equivalente literario en los poemas de William Cullen Bryant, como A Forest Hymn, en el que ya desde el primer verso se refiere al bosque como lugar de culto: «Los bosques fueron los primeros templos de Dios».

Aunque se trata de una obra de gran formato ejecutada en el estudio, la precisión con la que están pintados hasta los más mínimos detalles demuestra que en su ejecución representaron un importante papel los apuntes tomados del natural, tan esenciales en el proceso creativo del pintor. El estudio científico de la naturaleza, propio del paisaje pintoresco, se refleja en la minuciosidad con la que se representan las peculiaridades de la vegetación. Las hayas de corteza plateada, uno de los árboles favoritos de Durand, aparecen representadas como si de un retrato se tratara. «Cada clase de árbol —escribía Durand en una de sus “Cartas sobre la pintura de paisaje”— tiene sus rasgos individuales».

Ahora bien, Durand no pretendía hacer una mera representación minuciosa de la naturaleza sino que, influido por las ideas de su maestro Thomas Cole, quería dotar al paisaje de un sentido religioso y moral. Bajo esta óptica, los árboles caídos que acaparan la parte izquierda del cuadro pueden ser considerados una referencia al ciclo de la vida, al control de Dios sobre los esquemas de la naturaleza y, del mismo modo, la luz y las aguas tranquilas del riachuelo serían los atributos divinos de la tierra. Por otra parte, tanto el faisán que descansa apaciblemente entre los dos grandes árboles como la juguetona ardilla sobre las raíces del árbol caído nos confirman la ausencia de existencia humana en el bosque. Esta naturaleza salvaje y divina, en la que no hay ni una sola huella humana, está concebida bajo la consideración de América como nuevo Edén, en donde el paisaje es una manera de comunicarse con la Divinidad.

Paloma Alarcó

Siglo XIXs. XIX - P. norteamericana. Escuela del río HudsonPinturaÓleolienzo
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