«Mi obra es como mi modo de vivir: ni armoniosa, como la de los creadores clásicos, ni uniforme, como la de los revolucionarios tradicionales. Es subversiva, irregular y contradictoria, e inaceptable para los especialistas del arte, de los comportamientos y de la moral». Esta cita de Ernst, recogida por Werner Spies, demuestra su rechazo a las normas artísticas y nos habla de una obra cambiante que oscila entre la agresividad y la exaltación.
La azarosa vida de Max Ernst se convirtió durante la Segunda Guerra Mundial en argumento idóneo para una novela. En 1938, tras abandonar el grupo surrealista por solidaridad con Paul Éluard, se fue a vivir con Leonora Carrington a Saint-Martin d’Ardèche, donde reconstruyeron juntos una casa, llenándola de relieves y pinturas. Su tranquilo y creativo retiro fue interrumpido al comienzo de la guerra al ser encarcelado el artista por ser súbdito alemán. Tras varios intentos de fuga y su definitiva liberación, gracias a la intervención de Paul Éluard, volvió a Saint-Martin, donde se encontró solo, ya que Leonora, tras haber sufrido una fuerte depresión, había sido internada en un hospital psiquiátrico en España. Con una Europa en guerra y una Francia ocupada, Ernst, como otros artistas e intelectuales europeos, decidió emigrar a Estados Unidos. Después de resolver todo tipo de inconvenientes, llegó a Nueva York en julio de 1941, donde al poco tiempo contrajo matrimonio con la coleccionista Peggy Guggenheim.
Árbol solitario y árboles conyugales fue realizado antes de la partida del artista hacia América, en el momento en que se aprecia un cambio de rumbo en su obra. Las ciudades devastadas, que había pintado durante los años centrales de la década de los treinta, habían dado paso a unos paisajes fantasmagóricos poblados con figuras antropomórficas, entre los que destaca el apocalíptico lienzo Europa después de la lluvia, finalizado en Estados Unidos. Estos paisajes habrían sido realizados con la técnica de la decalcomanía, una práctica semiautomática que explotaba la distribución aleatoria de los colores como resultado de su aplicación al azar, primero sobre un vidrio u otra superficie lisa y presionando luego ese soporte sobre la tela. Había sido utilizada por Victor Hugo, gran precursor de los surrealistas, recuperada por Óscar Domínguez en sus gouaches de 1935 y aplicada por Max Ernst en sus pinturas al óleo, a finales de los años treinta.
Estos sobrecogedores Árboles, a modo de compactos cipreses de calidades porosas, que en ocasiones se asemejan al mármol o a ciertas formaciones volcánicas, o quizás a las estalagmitas que Ernst podía haber contemplado en Aven d’Orgnac, una gruta cercana a Saint-Martin d’Ardèche, están pintados con esta misma técnica. Entre esas formas petrificadas, de un complejo simbolismo, podemos dilucidar algunas imágenes, como un desnudo femenino acechado por un amenazante pájaro, una cabeza de caballo y varios perfiles de rostros. Ernst pone de manifiesto una doble visión, paradisíaca y apocalíptica, del mundo, y logra esa «belleza convulsiva» de la que hablaba Breton en sus escritos, y que nos remite a la pintura de Gustave Moreau o de Arnold Böcklin, pero también a las imágenes propias de la literatura romántica.
Christopher Green pone en relación esta pintura con la novela de Leonora Carrington Little Francis, escrita en 1937, especialmente con el pasaje en el que se narra la llegada del pequeño Francis (Leonora) y su tío Ubriaco (Ernst) a la localidad de Saint-Roc (Saint-Martin): «Se sentaron donde podían contemplar el río y las altas colinas calcáreas del otro lado. Las formas de las rocas componían cientos de criaturas diferentes. “Conocía a un hombre que se pasó toda la vida transformando el paisaje en un zoo”, dijo el tío Ubriaco pensativamente. “Trabajó durante años convirtiendo las rocas en leones y tigres, ministros, centauros, personajes históricos, etc. Era un hombre encantador, pero trabajaba demasiado duro. Creo que los cipreses son deliciosos, me recuerdan una peluca y, como suelen crecer en los cementerios, uno se imagina la cabeza muerta de una bella mujer debajo de ellos”».
Paloma Alarcó