Gran interior. Paddington
Aunque difiere de él en la manera de hacerlo, Lucian Freud comparte con Francis Bacon su interés por la representación de la soledad de la existencia humana a través de un mismo motivo: el cuerpo humano. Ambos artistas, formados en el clima intelectual existencialista de la Europa de entreguerras, utilizaron su pintura para reflexionar —de forma bastante violenta— sobre la humanidad enajenada y atormentada. Sin embargo, mientras Bacon sometía a sus personajes a una metamorfosis formal que les llenaba de magulladuras, Freud siempre se mantuvo dentro de los cánones tradicionales de la figura humana. Los críticos John Russell y Robert Hughes coinciden en sus estudios en calificarle como el mayor y único pintor realista de la época contemporánea y Jean Clair lo elogia como uno de los grandes y declara: «Con la excepción hecha de Picasso y Bacon, nunca antes de Freud la realidad del cuerpo había sido tan duramente y tan amorosamente descrita, por la vía perversa de las deformaciones, en su belleza y en su fealdad, en su fuerza y en su vulnerabilidad, en su atracción como en su repulsión, en su búsqueda incesante y encarnizada de la individualización, en un estilo que se puede comparar a los grandes estilos del pasado».
En este perturbador Gran interior. Paddington, de 1968-1969, Freud nos representa una escena de encuadre cinematográfico y perspectiva ascendente que se desarrolla en el interior de su propio taller londinense de Gloucester Terrace. El cuerpo semidesnudo de su hija Ib (Isobel Boyt), con una expresión de infinita tristeza, yace en el suelo junto a una enorme planta que esta colocada frente a una ventana. Existe un pequeño lienzo del mismo periodo —titulado Pequeño interior. Autorretrato— en el que Freud se retrató con la paleta en la mano, comenzando a pintar este Gran interior por medio del reflejo de la escena en un espejo de su estudio.
Para pintar esta obra, Freud eligió tan meticulosamente como siempre la colocación de su caballete para contemplar la escena desde un ángulo forzado y poder captarla a vista de pájaro. Según menciona William Feaver, la planta de ramas retorcidas, que cobra aquí un especial protagonismo, le recordaba al pintor a un enorme Zimmerlinde que había en casa de su abuela. Está pintada con la factura minuciosa típica de su etapa anterior, y, al estar representada con una perspectiva diferente a la de la ventana, produce en el espectador una extraña sensación de desasosiego.
El cuerpo semidesnudo de la niña, tumbada sobre el suelo, que se cobija bajo la vegetación de la planta, tiene una postura que a primera vista puede parecer natural, pero al fijarnos más detenidamente comprobamos que está sometido a una torsión forzada: los hombros están colocados en paralelo sobre el suelo mientras las caderas y las rodillas dobladas se giran de medio lado. Hacia 1965, cuando su pintura se había vuelto más suelta y empastada, fue cuando Freud comenzó a realizar unos desnudos carentes de cualquier idealismo. Habitualmente representados en interiores, nos ofrecen una visión tanto física como psicológica del personaje, ya que su intención era que la expresión del personaje quedara fijada tanto en el cuerpo como en el rostro. La carne tiene una presencia tan radical en estos cuadros que incluso nos hace sentir incómodos al contemplarlos. Como expresa acertadamente John Russell: «Freud lleva la experiencia tan lejos que a veces nos preguntamos si tenemos derecho a estar ahí».
Como en todas sus obras, el colorido es sobrio y totalmente naturalista, pues para Freud el color sólo tiene un valor representativo, no emocional, y su gama ha permanecido intacta durante toda su producción. La emotividad viene dada en su obra por las formas y por el empaste, no por el color: «No quiero que ningún color destaque. Quiero que el color sea el color de la vida, de tal manera que sólo sea percibido como algo irregular si cambiara. No quiero que opere como el sentido moderno del color, como algo independiente».
Paloma Alarcó