Último retrato
«Mi idea sobre el retrato —exponía Lucian Freud— proviene de la insatisfacción que siento por los retratos que se parecen a la gente. Me gustaría que mis retratos fueran de personas y no como ellas», una confesión no exenta de cierta angustia filosófica al presuponer que, al retratar a alguien, el artista está, en cierta medida, sentenciándolo. En su juventud aprendió de Cedric Morris, su maestro en la East Anglian School of Painting and Drawing de Essex, que un retrato debería ser revelador hasta el punto de parecer indecente, y desde entonces ha seguido esta consigna. Su personal forma de representar el malestar del ser humano, su visión desoladora, que proyecta una capa de agitación sobre todos los personajes que retrata, llevó a Herbert Read a calificarle como el «Ingres del existencialismo». Con esta admirable y lúcida definición, el crítico británico le vinculaba tanto a la tradición de la cultura visual francesa como al credo sombrío de Jean-Paul Sartre, y describía el dilema existente entre la sutileza de su pintura y el mundo nauseabundo de su mirada.
Último retrato, de 1976-1977, el primer cuadro de Freud en entrar en la colección Thyssen-Bornemisza, representa la misma modelo del Retrato desnudo de la colección de la Tate. El carácter inacabado de la obra nos permite conocer el procedimiento del pintor. La composición ha sido ligeramente esbozada a lápiz sobre el lienzo blanco y la aplicación de la pintura ha sido iniciada por el rostro y la parte superior del cuerpo. Atrás quedaban aquellos primeros retratos de pincelada apretada, ejecutados con finos pinceles de pelo de marta, al estilo de los primitivos flamencos o de Durero. Ahora pinta de pie con gruesos pinceles de cerdas, con un mayor empaste y una mayor carnalidad.
«Para mí el tema del arte es la arcilla humana». Este verso del poeta angloamericano W. H. Auden parece escrito a medida para Lucian Freud, el creador que ha logrado desvelar, como ningún otro, la vulnerabilidad del cuerpo humano. «Quiero que la pintura actúe como si fuera carne», le manifestaba a Lawrence Gowing en 1982, un lema en consonancia con la carnalidad matérica de sus rostros y cuerpos, con su habilidad para pintar la textura de la piel y de convertir la capa pictórica en verdadera arcilla humana.
Paloma Alarcó