En el gallinero
En 1879, gracias a la intervención de Pissarro, Gauguin fue invitado a participar en la cuarta exposición impresionista con un busto en mármol, aunque la pieza no llegó a ser incluida en el catálogo. Pero sería al año siguiente, en la quinta exposición del grupo, cuando haría su entrada, con ocho pinturas, en el círculo de los impresionistas. Gauguin comenzaba a dejar de ser un mero aficionado para convertirse en pintor, en el sentido estricto de la palabra.
De esa época data este pequeño estudio, de una espontaneidad y una frescura sorprendentes, que nos revela algo sobre la formación del artista. La escena del gallinero -unas gallinas negras y un pato, sobre el fondo del heno- se inscribe ante todo en el interés de su maestro Pissarro por los temas campesinos y nos remite a precedentes más antiguos, como el famoso cuadro de Greuze, La novia de pueblo, 1761, tan exaltado por Diderot, donde la gallina y sus polluelos se presentaban en primer término como una alegoría de la familia humana. Las gallinas reaparecerán más adelante en la pintura de Gauguin en varias obras realizadas en Martinica y en Tahití, como un signo de la vida primitiva, donde los seres humanos viven en compañía de sus animales.
En todo caso, aparte de las resonancias simbólicas que se puedan descifrar en la elección del motivo, Gauguin hace de él un brillante ejercicio de pura pintura. Y es Manet, en este aspecto, el maestro cuya influencia se deja sentir más en este pequeño estudio. En su sobria armonía cromática, y especialmente en el vivo contraste entre el negro de las aves y el ocre amarillo de la paja, pues Manet había enseñado a tratar el negro como color. Tampoco sería en absoluto indigna de Manet la pincelada desenvuelta con que Gauguin trata el plumaje y las briznas de heno.
Guillermo Solana