Verano en los Catskills
James Hart se distingue entre los demás pintores de la Escuela del río Hudson por sus exactas y serenas transcripciones de la naturaleza y por evitar los paisajes panorámicos más teatralmente sublimes de muchos de sus colegas. «Deseo fervientemente reproducir en mis paisajes el sentimiento que provocan las escenas originales», manifestó. «Si la obra fuera perfecta, el espectador tendría la misma sensación que si estuviese contemplando la escena en plena naturaleza». Como escribió un crítico contemporáneo refiriéndose a los cuadros de Hart, «maleza, trepadoras, rocas [...] y los maravillosos debris del bosque prístino aparecen ante nuestros ojos, plasmados con la notable exactitud de forma y color que caracteriza a este artista: y sin embargo con una técnica tan magistral que la más insignificante brizna de hierba mantiene su valor relativo dentro de la gran masa compositiva».
Un gran afloramiento de venerables rocas, con la superficie cubierta de líquenes, ocupa la izquierda del primer plano de Verano en los Catskills. Un prado florecido separa los viejos peñascos de los cerros cultivados, que aparecen en la lejanía. Aquí viene a colación el comentario del crítico de arte John Ruskin, que escribió: «Una piedra, cuando la vemos de cerca, parece una montaña en miniatura». En su opinión, «la obra del Gran Espíritu de la naturaleza es tan profunda e insondable en lo más elemental como en lo más sublime» y se manifiesta tanto en «la piedra desmoronada como en la elevación de los pilares del cielo, y en el asentamiento de los cimientos de la tierra».
Las rocas cubiertas de musgo y liquen del cuadro de Hart son algo más que el contrapunto de lo lejanos cerros. Representan el paso del tiempo; forman parte de la historia de América. El artista veía en el microcosmos de la roca la realización del grandioso plan de un creador. Como le advierte Asher B. Durand en sus Letters to a Landscape Painter, sólo mediante la reverente observación de las formas de la naturaleza consigue el arte reproducir «las profundas y elevadas emociones que provoca la contemplación de las obras visibles de Dios».
Pero la unión entre Dios, la naturaleza y el ser humano, como se representa en Verano en los Catskills de Hart no tardaría en verse alterada. Un comentarista de The Crayon, prestigiosa revista de arte del siglo XIX, escribió en 1859, en un artículo titulado «Relation between Geology and Landscape Painting», redactado por las mismas fechas en que se acababa de publicar El origen de las especies: «Cada piedra lleva grabados en su superficie signos tan fáciles de interpretar que hasta un ciego sería capaz de leerlos. Los multicolores líquenes confieren gracia y simetría a los grandes peñascos que proceden de los mares polares, donde descansaban sobre algún iceberg de cristal. El artista percibe y disfruta de su contemplación, y cuando da el último toque al boceto y deja a un lado el lápiz, su mente evoca aquella época lejana en la que la fauna y la flora reinaban sobre el mundo, pues el espíritu no había dado vida todavía al ser humano».
El artista es un geólogo, concluye el comentarista, y cuando se encuentra con diferentes estratos, se pregunta «¿a qué se debe esta diversidad?». El artista, por lo tanto, «debe estudiar geología, pues él, mejor que nadie, es capaz de imitar la obra de la naturaleza». Pero el cuadro de un artista, nos recuerda igualmente el autor, no es una simple imitación de la naturaleza, sino «la representación de principios morales y de sentimientos». El modesto lienzo de Hart, con su peñasco errante meticulosamente reproducido, se hace evidentemente eco de los grandes debates geológicos sobre el tema de la Creación y de la evolución que en el siglo XIX dividieron e inquietaron a los americanos, que trataban de establecer la relación entre Dios y la naturaleza y entre Dios y la ciencia.
Kenneth W. Maddox