El lago George
hacia 1860
Óleo sobre lienzo.
55,8 x 86,4 cm
Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid
Nº INV.
612
(1980.78
)
Sala 32
Planta primera
Colección permanente
El lago George, el más grande de la región de los Adirondacks, al nordeste del estado de Nueva York, denominado inicialmente por los jesuitas lago del Santo Sacramento, se convirtió con la llegada del ferrocarril en la década de 1850 en un paraje de interés turístico. Al margen de su belleza, se trataba de un lugar cargado de evocaciones históricas y nostálgicas, pues había sido el emplazamiento de varias campañas militares durante las guerras con los indios y los franceses (1755-1763), así como de la Revolución americana (1775-1781). Thomas Jefferson evocaría su transparencia y afirmaría que eran «sin comparación las aguas más bonitas que he visto nunca»; James Fenimore Cooper lo convertiría en escenario de El último mohicano (1826) y también sería uno de los temas pictóricos preferidos de los componentes de la Escuela del río Hudson. Junto a las cataratas del Niágara, las White Mountains y el propio Hudson, las plácidas aguas de lago George, rodeadas de montañas, constituían el perfecto motivo para representar la sublime naturaleza salvaje.
John Frederick Kensett, un artista perteneciente a la segunda generación de paisajistas americanos, no sólo viajó a este lago durante los veranos, sino que lo convirtió en uno de sus motivos artísticos favoritos. En esta pintura, Kensett se vale de su nuevo estilo luminista y representa la cálida y tranquila atmósfera y la claridad lumínica de este lugar incontaminado con la única presencia de una diminuta figura dentro de un bote en la lejanía y de unas cuantas aves acuáticas. Tal y como escribió en 1867 su contemporáneo el ensayista americano Henry T. Tuckerman, Kensett confeccionó esta obra «con la misma minuciosidad que uno de los antiguos pintores flamencos».
Paloma Alarcó
John Frederick Kensett, un artista perteneciente a la segunda generación de paisajistas americanos, no sólo viajó a este lago durante los veranos, sino que lo convirtió en uno de sus motivos artísticos favoritos. En esta pintura, Kensett se vale de su nuevo estilo luminista y representa la cálida y tranquila atmósfera y la claridad lumínica de este lugar incontaminado con la única presencia de una diminuta figura dentro de un bote en la lejanía y de unas cuantas aves acuáticas. Tal y como escribió en 1867 su contemporáneo el ensayista americano Henry T. Tuckerman, Kensett confeccionó esta obra «con la misma minuciosidad que uno de los antiguos pintores flamencos».
Paloma Alarcó