Paisaje con ninfas y sátiros
Esta obra, que figura entre las más luminosas del mejor paisajista romano del siglo XVIII, traduce en cierto modo la visión arcádica, depurada y notablemente estereotipada de la campiña del Lacio, tal como la representó, aunque no exclusivamente, Andrea Locatelli.
Inevitablemente sometido a la influencia de los grandes modelos del siglo XVII, como (aunque no en este caso) Salvatore Rosa, en obras en las que prevalece el sentimiento de una naturaleza áspera, cuando no explícitamente hostil, de una meteorología dramática, Locatelli se inspira claramente en las actitudes elegíacas, optimistas, de los clasicistas Dughet y Lorena.
Es bien sabido que Locatelli practicó alternativamente la pintura de ruinas, de marinas (aunque ésta esporádicamente), costumbrista al estilo de Bamboccio y de paisaje propiamente dicha, haciendo gala de un ingenio reiterativo, cierto es, pero multiforme, y afianzándose, particularmente en el último género, como continuador de la excelente tradición del pintor de Amberes, Van Bloemen (apodado «Horizonte»), pero también como anticipador, más que como seguidor, de Pannini.
Andrea Locatelli, al que la crítica ha vuelto a descubrir en tiempos relativamente recientes, ocupa un lugar muy notable en el desarrollo del paisajismo europeo del segundo cuarto del siglo XVIII, en la corta parábola de una carrera de veinte años, anunciadora de un sólido patrimonio de obras, de las que poquísimas tienen especificación cronológica directa.
En un determinado grupo de obras suyas, el paradigma selectivo y áulico de la referencia a la naturaleza, a la que los clasicistas de la Emilia y los franceses del siglo XVIII confirieron una enfática solemnidad, recupera una puesta a punto propia y original, que consiste en que los protagonistas de sus composiciones dejan de ser la amplitud de los horizontes, la olímpica calma de las vistas o las acciones humanas «filmadas» a pequeña escala y a menudo al límite del mero pretexto. No, las verdaderas estrellas de Locatelli son las rotundas, exuberantes y frondosas copas, las cubiertas vegetales de los árboles, cuyos troncos, a menudo retorcidos, desplazan del proscenio a cualquier otro interlocutor. Se trata de un procedimiento desdeñoso, y tal vez no exento de manierismo, que obliga, como en el caso que comentamos, a intuir en pequeñas porciones la morfología del territorio, la sucesión de la llanura y los caprichos orográficos. Como si el sentido de lo pintoresco -por otra parte ampliamente presente en el repertorio locatelliano (véase su pintura de género)- desapareciera a favor de una Arcadia original, personalísima, algo estereotipada.
La función secundaria de las partes de figura, en este caso proporcionalmente insignificantes -aunque no suele ser el caso habitualmente (piénsese tan sólo en el Paisaje con Rebeca y Eliezer del Musée d`Art et d'Histoire de Ginebra o en el otro con Venus y Vulcano)-, alcanza en ocasiones notas tan excelentes que se ha deducido la presencia de colaboradores especializados. ¡Y menudos colaboradores, cuando la crítica ha identificado, entre otras, la mano de Subleyras, la de Batoni o la de Giaquinto!
No cabe duda de que sobre esta cuestión estamos muy lejos de haber dicho la última palabra. Y también de poder descartar la eventualidad de que Locatelli perteneciera legítimamente a la exquisita corriente figurativa. Así por ejemplo, si se admite que el propio Locatelli pueda ser responsable de la óptima y original factura (por decirlo de algún modo, postfettiana, postjordaensiana) de las rotundas protagonistas femeninas del Paisaje de la campiña con lavanderas junto a una fuente, de la colección del conde Savini, en Viterbo, una de las escasas obras que fechó el artista (en 1725), no quedaría más remedio que admitir que no son autógrafas la mayoría de las demás figurillas secundarias de tantas obras suyas, o que el romano dominaba muchos estilos.
Roberto Contini