Édouard Manet
Enmarcado dentro de la corriente realista, Édouard Manet fue una figura central dentro de la renovación de la pintura francesa y occidental de finales del siglo XIX. A pesar de no haber pertenecido al movimiento impresionista, la técnica y la temática de sus obras se convirtieron en referentes imprescindibles para la generación de pintores jóvenes que se decantaron por esta corriente, entre los que se encontraron Claude Monet, Paul Cézanne y Camille Pissarro. Hijo de un alto funcionario del Ministerio de Justicia, decidió hacerse pintor tras dos intentos fallidos de entrar en la Escuela Naval. De 1850 a 1856 asistió al taller de Thomas Couture, donde coincidió con su amigo de la infancia Antonin Proust, que más tarde sería ministro de Cultura. Guiado por su admiración por los grandes maestros de la pintura, copió en el Musée du Louvre las obras de los pintores renacentistas italianos y viajó por Bélgica, Holanda y Alemania. Más tarde, su veneración por la obra de Diego Velázquez, Bartolomé Esteban Murillo y Francisco de Zurbarán le llevó a pintar temas inspirados en España, a donde viajó en 1865.
La pintura de Manet evolucionó desde su inicial estilo tenebrista, de inspiración española, a una más luminosa, centrada por primera vez en la vida urbana moderna. Esta temática, desarrollada sin duda bajo la influencia de su amigo Charles Baudelaire, y su atrevida técnica ligera y brillante, provocaron su rechazo sistemático de los Salones oficiales, al tiempo que se acrecentó su fama entre los jóvenes pintores impresionistas, quienes intentaron sin éxito que se les uniera en sus exposiciones.
Su Almuerzo en la hierba (París, Musée d’Orsay), incluido en el primer Salon des Refusés de 1863, causó un importante revuelo, tanto por el tema como por la técnica empleada, sólo comparable al escándalo provocado poco después por su Olympia (París, Musée d’Orsay), en el Salon de 1865. El mayor éxito de su carrera lo alcanzó con Un bar en el Folies-Bergère (Londres, Courtauld Institute), expuesto en el Salon de 1882.
Hacia el final de su vida pintó numerosos retratos de mujeres, tanto al óleo como en pastel, así como un gran número de bodegones y jardines. Su técnica, que se volvió todavía más suelta y espontánea, abrió un nuevo camino a la pintura moderna. Como escribió Henri Matisse varios años después de su muerte, Manet, al ser «el primer pintor en lograr la traducción inmediata de las sensaciones, liberó el instinto del pintor».