Naturaleza muerta
Fruto de uno de los momentos más felices del arte morandiano -el artista conquista precisamente en 1948 el Gran Premio de Pintura en la Bienal de Venecia-, esta Naturaleza muerta se sitúa como obra ampliamente representativa de su plena madurez.
Esta composición, compuesta por siete objetos -con la cuadrada «botella persa», amarilla, en primer plano- fue afrontada por el artista con particular interés, hasta el punto de que el catalogue raisonné recoge cinco variantes de esta obra, tres atribuidas a 1948 y dos a 1949. Sin embargo, ninguno de estos óleos está fechado y resulta muy difícil establecer con certeza el año de ejecución; aún más, a mi modo de ver sería más correcto reagruparlos todos en un solo conjunto homogéneo y coetáneo, del que esta pintura, en su día perteneciente a la importantísima colección de José Luis y Beatriz Plaza, y aquella otra, tal vez más cerrada y compacta, del Kunstmuseum de Winterthur, representan las obras más notables y celebradas.
El neto carácter morandiano de la pintura resulta evidente en primer lugar por la linealidad de la composición, en la que toda forma, incluso aquellas movidas y articuladas en su individualidad, contribuye a determinar la forma complexiva del conjunto; una masa rectangular definida según claras coordenadas espaciales. Otro elemento que se debe subrayar es la elección de los «modelos» que se cuentan entre los preferidos por el artista: en efecto, se pueden reconocer, en segundo plano, la gran jarra roja oscura, con el asa pintada de blanco y el alto jarrón de cristal con su largo cuello azul; mientras que en primer plano, además de la botella persa, como siempre dueña de la escena, resaltan la azul turquesa de cuello blanco-cal y la todavía más límpida botella redondeada puesta a la derecha, como tercer elemento del proscenio.
Finalmente se puede advertir la gama de colores, todos comprendidos entre los matices del beige-miel y las profundas resonancias del gris -los dos tonos predominantes en toda la búsqueda cromática morandiana- con las tres manchas vivas en primer plano.
La composición anticipa una instalación que volveremos a encontrar a menudo en 1954-1955 y casi parece representar un primer momento de estudio en el pormenorizado análisis que el artista dedica a la creación de una forma compuesta y concentrada, incluso en la singularidad y en el movimiento de cada uno de los elementos que la componen. Los modelos en segundo plano se acercan y se tocan casi hasta confundirse unos con otros (salvo aquel espacio vacío que se abre entre los dos jarrones altos y oscuros de la derecha, y que crea una nueva forma totalmente ilusoria, pero al mismo tiempo, nítida y presente visualmente). El segundo plano se ofrece, pues, a nuestra mirada como silencioso back stage sobre el que resaltan los tres objetos protagonistas, que se pueden leer también como formas recortadas e inmersas en una luz lacticinosa, pero envolvente y cálida, que las nutre y las hace emerger de lo indiferenciado.
Marilena Pasquali