Bartolomé Esteban Murillo
Bartolomé Esteban Murillo nació en Sevilla, donde fue bautizado el día 1 de enero de 1618. Era el último de los catorce hijos de Gaspar Esteban, cirujano, sangrador y barbero, pero siempre utilizó y firmó con el nombre de su abuela materna: Murillo. A la edad de nueve años se quedó huérfano, pasando al cuidado de su cuñado, también cirujano y barbero, y de su hermana. Poco conocemos de sus años juveniles y de su aprendizaje como pintor, salvo que, según el tratadista Palomino, se formó en el taller de Juan del Castillo, en Sevilla. Contrajo matrimonio en 1645 con Beatriz Cabrera y Villalobos, fecha a partir de la que comenzamos a tener noticias más precisas de su vida y su actividad.
Su primer gran encargo, realizado entre 1645-1646 fue la decoración del claustro del convento de San Francisco, cuyo éxito le introdujo en el mundo eclesiástico, convirtiéndose, tras la crisis de los años cincuenta, en el artista de más prestigio de la ciudad. En 1658 realizó un viaje a Madrid que le permitió conocer las colecciones reales, y en 1660, junto con Herrera el Mozo y otros artistas sevillanos, fundó la Academia de Pintura, institución dedicada a la enseñanza y formación de los jóvenes pintores, y que él mismo dirigió, primero con Herrera y después con Valdés Leal. Durante estos años ejecutó un buen número de pinturas para la catedral de Sevilla, así como obras religiosas y profanas para una diversa clientela privada. Entre los temas profanos se encuentran sus primeras escenas de género, y entre los religiosos escenas de la vida de Cristo, imágenes idealizadas de la Virgen con el Niño y la Inmaculada Concepción, y episodios de contenido visionario, como La visión de san Antonio de Padua. En 1663 se quedó viudo, ingresando dos años más tarde en la Hermandad de la Caridad, para la que ejecutó un programa de once lienzos. Los años siguientes fueron los más prolíficos de su carrera, llevando a cabo, entre 1665 y 1672, otros dos grandes e importantes encargos para iglesias sevillanas: el de Santa María la Blanca y el de la Iglesia de los Capuchinos, ambas en Sevilla. Desde 1670 y hasta su muerte, Murillo compuso sus obras más íntimas, con pocas figuras que ocupan espacios amplios, creando una especial sensación de tranquilidad, como en su Inmaculada Concepción del Museo Nacional del Prado. Contó con gran número de seguidores e imitadores, siendo en su época uno de los pintores más conocidos fuera de España.