Frente a las escenas de ocio burgués de Monet, Sisley y Renoir, Camille Pissarro mostró predilección por los ambientes rurales. El pueblo de Pontoise, a 35 km de París, es uno de ellos. Allí vivió Pissarro entre 1872 y 1882, y pintó más de 300 paisajes, todos ellos localizados en un área muy reducida.

Cuando Campo de coles, Pontoise fue expuesto en la primera muestra impresionista en 1874, los comentaristas criticaron la vulgaridad de las coles del primer término. Ahora bien, más allá de la importancia concedida a este motivo, la verdadera protagonista es la bruma matinal que envuelve las formas y que Pissarro capta con una técnica que se debate entre el monocromismo de Corot y la pincelada abierta impresionista. Pissarro, además, recurre a una sólida construcción a base de horizontales y verticales que le acerca a la gran tradición clásica del paisaje francés. El resultado es una obra serena en la que el tiempo parece haberse detenido.

JAL

El año de 1873 fue uno de los más importantes en la historia de la pintura francesa. Además de crearse el grupo de artistas que, en la primavera de 1874, expondrían juntos en lo que iba a ser la primera de las ocho exposiciones «impresionistas», por aquel entonces surgió una colaboración que ciertamente habría de cambiar el curso de la historia del arte. Durante todo el año, Paul Cézanne, un joven pintor provenzal, trabajó en un proyecto pictórico colectivo con Camille Pissarro, el artista de más edad de los que posteriormente se denominarían impresionistas. A lo largo de ese año, cada uno de ellos se esforzó en crear un estilo personal de paisaje a través de una continua interacción crítica. A Pissarro, que era indiscutiblemente un maestro del paisajismo, la experiencia le ofrecía la posibilidad de aquilatar el avance conseguido trabajando con Monet -en 1870 y en Inglaterra en 1870-1871-, un artista que se contaba entre los más rotundamente personales de aquella época. Y de este modo el anciano que, por derecho, tendría que haber sido el «maestro» de Cézanne, trabajó con el más joven en igualdad de términos.

Por aquella época Cézanne estaba trabajando en una serie de cuadros de rugosa textura y denso colorido de temas rurales similares, que culminaron con la famosa La casa del ahorcado (París, Musée d'Orsay) que se mostró por primera vez al público en la exposición impresionista de 1874. Aunque ninguno de ellos coincide por su tema con el de la obra de Pissarro que aquí comentamos, muchos se enfrentan a los mismos problemas pictóricos, que son innumerables. Lo que hicieron los dos artistas fue elegir motivos casi absolutamente banales y con escasa posibilidad de «éxito» pictórico. Al perseguir semejante banalidad, el artista aguanta a solas lo más recio del proceso de seducción pictórica que normalmente comparte con un tema atractivo o sugerente.

Para ejecutar la obra de la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza, Pissarro caminó unos cinco minutos desde su casa a una zona de Pontoise conocida como «le Chou» («la Col»). Estamos probablemente en octubre o a principios de noviembre; el árbol frutal del primer término ha perdido las hojas pero muchos de los árboles de hoja caduca que se ven al fondo conservan todavía su follaje. El artista ha elegido un momento a última hora del día, cuando los rayos del sol poniente entran «en escena de frente por la derecha» proyectando sombras alargadas sobre el primer término e iluminando escasas zonas del cerro boscoso que constituye el «tema» principal del cuadro de Pissarro. Los campos de aluvión del Chou muestran un aspecto invernal, con repollos crecidos en primer término, alternando con otros productos como patatas, que ya se han arado. La luz que entra por la derecha ilumina un prado de pasto de invierno y el cielo tiene la tonalidad gris dorada de un atardecer invernal. Ha habido por lo tanto un inmenso reto pictórico a la hora de «dar vida» mediante el acto de representación a este paisaje soso y básicamente verde.

La escala y el propósito del paisaje se consiguen gracias a tres figuras. Una pequeña, de una campesina que lleva algo que acaba de recolectar y que mira de frente, obligando al espectador a adoptar un papel activo. La segunda, un campesino que se inclina en medio del campo, tal vez para arrancar nabos o, más probablemente, para recoger leña. La tercera, una mujer que no es más que una pincelada mínima de gris azulado en el bosque, justo detrás de la figura más grande, carga con unos haces de leña que ha recogido en el bosque para encender la lumbre por la noche. A diferencia de los campesinos de Millet, éstos se disimulan en las profundidades del paisaje, para que la narrativa humana no interfiera con la plácida contemplación de este atardecer otoñal en el campo.

Lo más interesante de este cuadro es su «lentitud». Las siluetas de las casas, de un tono gris violáceo, que asoman en lo alto del cerro no son las de las nuevas y acogedoras maisons de campagne pintadas por Monet, Renoir y Sisley aquel mismo año. Son las humildes moradas de los aldeanos que llevan más de mil años trabajando afanosamente estos campos. Lo único breve es la «hora del día» -el crepúsculo- y sabemos que dentro de un cuarto de hora caerá la noche, como lo lleva haciendo desde que los campesinos realizan tareas como éstas en campos como éste. No estamos ante un momento «pasajero» de la vida urbana burguesa, con sus trenes, barcos y ratos de ocio; es decir, no estamos ante un momento «impresionista». Se trata más bien de una hora del día lenta, recurrente, de la Francia profunda y, cuando contemplamos el cuadro, también nosotros reducimos nuestra velocidad.

La idea misma que subyace en esta obra y en muchas otras ejecutadas aquel invierno por Cézanne y Pissarro es que el pintor pretende plasmar la «verdad» fundamental de la apariencia y que el espectador, tanto si se trata del que acude a una exposición como del posible comprador, ha de afanarse por captar esa verdad. Nada resulta fácil -ni pintar ni contemplar- en este humilde mundo rural que evidentemente no puede atraer a la burguesía urbana para la que se han pintado las obras. E incidiendo sobre las dobles firmas de este y otros cuadros de 1873-1874, el pintor reconoce esta «dificultad», incluso casi la anuncia. Al no quedar contento con sus primeros esfuerzos, «confiesa» sus dudas trabajando una y otra vez sobre la obra hasta que, tras un nuevo asalto, señala su «conclusión» firmándola en la esquina opuesta. Suponemos que la firma en azul grisáceo, «C. Pissarro» sin fecha, que aparece en el ángulo inferior izquierdo es la primera. La segunda «1873 Pissarro», de un precioso color casi albaricoque, va precedida, no sólo por la primera inicial del artista, sino por la fecha; el color de esta firma se encuentra en este cuadro sólo en el cielo.

¿Qué incitó a Pissarro a actuar de este modo? Es posible que caminara hasta Auvers y viera a Cézanne trabajando (o que fuera al revés), y contemplara un celaje invernal parecido que «resultaba» mejor en un cuadro del joven artista. Tal vez Pissarro hubiera pasado por delante del tema una tarde y, al contemplarlo, pensara que no había conseguido plasmar el delicado y difícil efecto de la luz y por ello se pondría a trabajar de nuevo en el cielo. Nunca conoceremos exactamente su motivación; pero lo que sí sabemos, gracias a las dos firmas, es que mejoró la obra después de haberla «concluido», y con ello nos dejó la incógnita de qué fue lo que cambió y por qué lo hizo. Para los historiadores del Impresionismo sería enormemente interesante que algún museo importante reuniera estas obras con «doble fecha» que plantean dudas para que tuviéramos datos de primera mano sobre la batalla pictórica que Cézanne y Pissarro acometieron de buen grado en 1872-1874.

Richard R. Brettell
 

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