Entrada de puerto en Volendam
hacia 1896
Óleo sobre lienzo.
38 x 55,5 cm
Colección Carmen Thyssen
Nº INV. (
CTB.1998.44
)
Sala G
Planta baja
Colección Carmen Thyssen y salas de exposiciones temporales
Entusiasta promotor del arte moderno en su país, Bélgica, Rysselberghe fundó en 1883, junto al escritor Octave Maus, el grupo de vanguardia Les XX (o Les Vingt), en cuyas exposiciones anuales participaron muchas de las grandes figuras del Postimpresionismo. Como pintor, su experiencia decisiva fue un viaje a París en 1886 en compañía de su amigo el poeta Émile Verhaeren, que le permitió admirar la Grande Jatte de Seurat. Entabló relación con Signac y en 1889 adoptó la técnica divisionista, que cultivaría hasta el final de la primera década del siglo XX. Rysselberghe destacó especialmente en el retrato, donde combinaba la ejecución neoimpresionista con las convenciones naturalistas del género, con ecos de Manet, Degas o Whistler. Sus composiciones de figuras, en interiores o en escenarios al aire libre, fueron un modelo ecléctico y refinado para la difusión del Puntillismo en la Europa de fin de siglo.
Pero la parte de la obra de Rysselberghe que hoy nos interesa más quizá sean sus paisajes, como esta delicada vista de un pequeño puerto holandés. Volendam es un antiguo pueblo de pescadores, a 18 kilómetros al noroeste de Amsterdam, bordeado por casitas de madera, cada una distinta de la otra (hoy día se ha convertido en una atracción turística muy masificada y rentable). Sin embargo, Rysselberghe evita los detalles anecdóticos o pintorescos (el pueblo mismo no aparece en la imagen) para construir, con las líneas esenciales, una composición sintética y casi abstracta. La elección del motivo y su interpretación es típica del Neoimpresionismo, pues Seurat, Signac o Cross hicieron de los puertos de la costa francesa el tema de sus mejores paisajes. Excluyendo el bullicio del aire libre de los impresionistas, los puertos de Seurat aparecían inmóviles, desiertos, sumidos en un silencio inquietante, precursor de la pintura metafísica. Algo del rigor de Seurat, aunque dulcificado, se deja sentir en la estructura del cuadro de Rysselberghe: un entramado de líneas horizontales y verticales, donde se inscriben las curvas dinámicas del terreno en primer término. El recurso a los veleros como jalones de la perspectiva, que imponen al cuadro un ritmo casi musical, aparecía también en las marinas de Signac (y mucho antes aún, por cierto, en Caspar David Friedrich). Pero a diferencia de Signac, que en esta época exaltaba la intensidad de sus azules, rojos, verdes, amarillos, Rysselberghe es un poeta del «matiz» más que del color, tal como propugnara Verlaine en un verso célebre. El pintor se sirve de una gama atenuada, con gradaciones sutiles de rosas, azules, verdes, malvas, que crean un diálogo entre la luz tamizada del cielo, el mar y la tierra, y envuelven todo en una atmósfera de suave melancolía.
Guillermo Solana
Pero la parte de la obra de Rysselberghe que hoy nos interesa más quizá sean sus paisajes, como esta delicada vista de un pequeño puerto holandés. Volendam es un antiguo pueblo de pescadores, a 18 kilómetros al noroeste de Amsterdam, bordeado por casitas de madera, cada una distinta de la otra (hoy día se ha convertido en una atracción turística muy masificada y rentable). Sin embargo, Rysselberghe evita los detalles anecdóticos o pintorescos (el pueblo mismo no aparece en la imagen) para construir, con las líneas esenciales, una composición sintética y casi abstracta. La elección del motivo y su interpretación es típica del Neoimpresionismo, pues Seurat, Signac o Cross hicieron de los puertos de la costa francesa el tema de sus mejores paisajes. Excluyendo el bullicio del aire libre de los impresionistas, los puertos de Seurat aparecían inmóviles, desiertos, sumidos en un silencio inquietante, precursor de la pintura metafísica. Algo del rigor de Seurat, aunque dulcificado, se deja sentir en la estructura del cuadro de Rysselberghe: un entramado de líneas horizontales y verticales, donde se inscriben las curvas dinámicas del terreno en primer término. El recurso a los veleros como jalones de la perspectiva, que imponen al cuadro un ritmo casi musical, aparecía también en las marinas de Signac (y mucho antes aún, por cierto, en Caspar David Friedrich). Pero a diferencia de Signac, que en esta época exaltaba la intensidad de sus azules, rojos, verdes, amarillos, Rysselberghe es un poeta del «matiz» más que del color, tal como propugnara Verlaine en un verso célebre. El pintor se sirve de una gama atenuada, con gradaciones sutiles de rosas, azules, verdes, malvas, que crean un diálogo entre la luz tamizada del cielo, el mar y la tierra, y envuelven todo en una atmósfera de suave melancolía.
Guillermo Solana