La calle de la iglesia, Villefranche-sur-Mer
Se suele dividir la carrera de Le Sidaner en una primera etapa realista que se extiende hasta 1893, seguida de una fase ligada al Simbolismo (1894-1899) y un periodo intimista en los primeros años del siglo XX, hasta la Gran Guerra. En la década posterior a la contienda, el pintor crearía la parte más brillante de su obra de madurez. A lo largo de los años veinte, Le Sidaner plasmaría las sugerencias poéticas de los más diversos rincones de Francia; desde su propio jardín en Gerberoy hasta el parque de Versalles, desde los escenarios de Bretaña a los del sur de Francia. El maestro de los colores en sordina se alejaba entonces de los resplandores vagos y difusos que habían caracterizado la mayor parte de su obra. Poco a poco la luz se volvía menos incierta en su obra, y las gamas de color más vivas, más intensas.
Situado en el corazón de la Costa azul, entre Mónaco, Niza y Cannes, Villefranche-sur-Mer es un pueblo de unos siete mil habitantes, famoso por su espléndida rada. Su núcleo medieval, la ciudadela Saint Elme, del siglo XVI, que domina la vista sobre la bahía, las calles estrechas y empinadas, las pintorescas fachadas que recorren todos los matices del ocre sedujeron ya a Le Sidaner cuando visitó por primera vez Villefranche-sur-Mer en 1910. Pero no sería hasta la década siguiente, entre 1924 y 1928, cuando el pintor se instaló algunas temporadas en el Hôtel Welcome, en el corazón del viejo puerto, para recrear la magia del lugar. Una de las calles más pintorescas de Villefranche es esta rue de l'Église, al final de la cual se encuentra la iglesia de Saint Michel, de estilo barroco italiano, que alberga un Cristo tallado en madera y uno de los órganos más antiguos de la región, así como la tumba del corsario sardo Scarampo di Cairo. El cuadro irradia intimidad, con las ventanas y balcones adornados con macetas que dan a la angosta calle. El espacio descrito tiene mucho de decorado, de escenario teatral, con las pausadas escaleras, el ritmo de las bandas paralelas de las casas y los balcones que conducen la mirada del espectador hacia el fondo, hasta la fachada de la iglesia iluminada por el sol y el azul del cielo, en contraste con las tonalidades cálidas que dominan en el cuadro. La ascensión de esa figura embozada e inclinada sugiere un itinerario espiritual desde la oscuridad a la luz.
Guillermo Solana