Retrato de George Dyer en un espejo
En este doble retrato, George Dyer, el amante de Bacon durante años, está sentado en una silla giratoria frente a un espejo colocado sobre un extraño mueble con peana. La violencia y brutalidad de la imagen, con el cuerpo distorsionado y la cara retorcida por un espasmo, está agudizada por un halo de luz circular que proviene de un foco situado fuera del cuadro. En contraposición, la cara reflejada en el espejo, escindida en dos por una franja de espacio luminoso, no sufre las mismas distorsiones. Si pudiéramos unir las dos mitades, tendríamos un retrato bastante naturalista del modelo, con su perfil anguloso de nariz ganchuda y una expresión que combina deseo y muerte. Bacon, en la estela de los retratos dislocados de Picasso de los años centrales del siglo pasado, logra traducir los aspectos más sórdidos del ser humano.
Sólidamente enraizada en la tradición figurativa británica, la obra de Francis Bacon suele vincularse a la genéricamente denominada Escuela de Londres, un grupo heterogéneo de artistas —entre los que, además de Bacon, se encuentran Lucian Freud, Frank Auerbach, Leon Kossoff y Michael Andrews, todos ellos presentes en la colección del Museo— que comparten la exaltación de la individualidad, un interés común en la figura humana, un cierto expresionismo y el rechazo del naturalismo academicista.
En el doble Retrato de George Dyer en un espejo, de 1968, la única obra de Bacon en la colección Thyssen-Bornemisza, el modelo aparece aislado en medio de un espacio vacío. George Dyer (1934-1971), un ex criminal casi analfabeto, que fue el amante de Bacon durante varios años hasta que se suicidó con una sobredosis de drogas en 1971, está sentado en una silla giratoria frente a su propia imagen reflejada en un espejo colocado sobre un extraño mueble con peana, una mezcla de televisor o de aparato de rayos X. La violencia y brutalidad de la imagen, centrada en la distorsión de la figura principal con la cara retorcida por un espasmo, como si estuviera expuesta a una serie de fuerzas de las que no se puede desprender, está agudizada por un halo de luz circular que proviene de un foco situado fuera del cuadro. En contraposición, la cara reflejada en el espejo, escindida en dos por una franja de espacio luminoso, que parece un reflejo en el cristal, no sufre las distorsiones propias de los personajes de Bacon; de hecho, si pudiéramos unir las dos mitades, tendríamos un retrato bastante naturalista de la cara de Dyer, con su perfil anguloso de nariz ganchuda y una expresión que combina deseo y muerte.
Bacon supo dar al género del retrato una solución muy personal, eliminando cualquier individualidad física y enfatizando en cambio el destino único de cada hombre. El cuerpo, en su calidad de carne, supone el elemento esencial de sus retratos, y siempre esconde un doble sentido de representación y alienación. El pintor británico vuelve a los personajes del revés, mostrando sus vísceras, deformando sus caras, con una distorsión que les borra las facciones. Con una personal iconografía, creada de manera instintiva, intentaba atrapar, según sus palabras, «un instante de vida en toda su violencia y en toda su belleza», y logró traducir los aspectos más sórdidos y aterradores del ser humano, por lo que su pintura podría considerarse una interpretación algo convulsiva del existencialismo europeo. Por otra parte, las deformaciones carnales a las que somete Bacon a sus personajes se relacionan con la violencia de los retratos más dislocados de Picasso de los años centrales del siglo XX.
La técnica expresionista utilizada en esta obra es una combinación de óleo aplicado con pincel y trabajado con los dedos. Con las gruesas pinceladas blancas salpicadas brutalmente sobre la imagen, Bacon rompe intencionadamente con las convenciones técnicas y asume riesgos que pretenden producir efectos desconcertantes. Estas salpicaduras pueden ser una especie de alegoría incluida en el cuadro y que el pintor nos deja oculta, pero también nos hablan del componente de azar que Bacon no quiere dejar olvidado: «Mi ideal —decía— sería coger un puñado de pintura y lanzarla sobre la tela con la esperanza de que el retrato estuviera ahí». Francis Bacon logró atrapar ese «instante de la vida» y nadie como él consiguió traducir los aspectos más sórdidos y aterradores del ser humano. Con su talante existencialista, Bacon ha sido el pintor que mejor ha representado plásticamente la alienación del hombre contemporáneo, su vulnerabilidad.
Paloma Alarcó