El parque de los Leones en Port-Marly
Camille Corot, a medio camino entre el Romanticismo y el Realismo, prefirió pintar una naturaleza que incitara a la poesía y a la ensoñación bucólica que a la representación realista, como era el caso de Courbet. Pionero de la pintura en plein-air, intentó durante toda su vida captar la esencia de la naturaleza, lo que le valió la admiración de los impresionistas, para quienes sería un constante referente.
Situada a unos veinte kilómetros de París, Port-Marly —donde años más tarde viviría Alfred Sisley— es una de las localidades que bordean el Sena, como Asnières, Argenteuil, Chatou, Louveciennes, Bougival y Saint-Germain-en-Laye, que muy pronto harían famosas los pintores impresionistas. El parque de los Leones en Port-Marly, una de sus composiciones más bellas de su periodo final, nos acerca al estilo paisajístico del pintor. Fue pintada del natural durante su estancia de diez días, en agosto de 1872, en el Château des Lions, desde 1853 propiedad de la familia Rodrigues-Henriques. Esta mansión fue heredada en 1857 por Georges Rodrigues-Henriques, un adinerado agente de cambio y bolsa, coleccionista de arte y aficionado a la pintura, que se convirtió en su madurez en un aplicado discípulo del Corot. En una pequeña exposición en el Museo Thyssen-Bornemisza dedicada a esta pintura de la Colección, Ronald Pickvance estudiaba la relación del pintor con la familia de su amigo y discípulo, a quien regaló la obra como agradecimiento por su hospitalidad, y la ponía en relación con otras obras suyas, en especial con Bacanal en la fuente: Recuerdo de Marly-le-Roi, también perteneciente a la familia Rodrigues-Henriques. Aunque los escenarios eran diferentes —uno es el parque de los Leones y otro el bosque de Marly-le-Roi— las dos obras son del mismo tamaño y fueron pintadas el mismo año, lo que le hacía suponer a Pickvance que Corot las proyectara como pendants.
En el cuadro del Museo Thyssen-Bornemisza, Corot representa una escena cotidiana en el parque situado junto al castillo en el que aparecen los hijos de su anfitrión, Valentine, con un bastón, y Henri, subido a un burro. Dos enormes abedules plateados dividen la composición en dos mitades y la densa maleza hace las veces de muralla protectora de los personajes, al tiempo que rodean el claro de la lejanía en el que se puede vislumbrar lo que podría ser el perfil de Saint- Germain-en-Laye. Está pintado en una gama de verdes, con ciertas notas de color rojo en la blusa del niño y en los tejados del fondo, y su ejecución, con pequeños toques de color que hacen vibrar los tonos del follaje, anuncia los primeros pasos del impresionismo.
Como en muchas de sus pinturas sous bois, Corot quiere resaltar la pequeñez del ser humano frente a la grandiosidad de la naturaleza. Como apunta Germain Bazin, esta obra podría rememorar las diminutas figuras que aparecen en las composiciones de Watteau, apenas esbozadas a través de un reflejo de luz. Estas sugerentes representaciones del interior del bosque, como el ejemplo que nos ocupa, de factura deshecha y luminosos colores, convierten a Corot en el verdadero iniciador del paisajismo moderno y merecedor del título de «gran patriarca del paisaje francés». Uno de sus más fervientes admiradores, el pintor Auguste Renoir, exclamaba en 1918: «Fue el gran genio de su siglo, el más insigne paisajista que jamás ha existido. Dicen que fue un poeta. ¡Qué error! Fue un naturalista. Lo he estudiado sin haber logrado alcanzar nunca su arte».
Paloma Alarcó