Las cuatro estaciones: primavera
Aunque apreciado por sus contemporáneos, Pierre-Antoine Quillard fue uno de los pintores franceses rococó que no tardó en caer en el olvido. Sólo se le pueden asignar con certeza un puñado de obras y poco se sabe de su vida. Según el Abécédario pittorico de Père Orlandi (1753), fue discípulo de Watteau. Se sabe que el abate de Fleury, que tenía grandes influencias, le concedió una asignación anual de 200 libras y que fue rechazado en dos ocasiones en el concurso para el Premio de Roma; en 1723, quedó en segundo lugar, después de Boucher, e igualmente al año siguiente, después de Carle Vanloo. En 1726 acompañó a Charles Merveilleux, suizo especialista en ciencias naturales, a Portugal, donde el rey Juan V lo nombró pintor de corte. En los escasos años que le quedaban de vida, Quillard pintó sobre todo fêtes galantes y retratos, pero también ejecutó algunas pinturas para techos y retablos; además ilustró algunos libros redactados en la Academia de la Historia que había fundado el rey.
Como sucede con casi todas las obras pintadas por Quillard, no se conoce ni la fecha ni la procedencia de Las cuatro estaciones. Es posible que las pintara antes de partir para Lisboa y que estuvieran originalmente colgadas en el palacete -seguramente en el comedor- de algún refinado amante del arte. Al igual que Los cuatro momentos del día y Las cuatro edades del hombre, el tema de las Estaciones gozó de gran popularidad en la literatura y la pintura contemporáneas de la primera mitad del siglo XVIII. En el siglo XVII estas pinturas estaban por lo general obligadas a incluir un simbolismo metafísico y sagrado que hacía referencia a la temporalidad de la existencia humana, como por ejemplo en la obra de Poussin. Sin embargo, en sus paisajes pastorales y en sus fêtes galantes, algunos artistas como Watteau, Lancret, Pater y Boucher celebraron la vida rural y lo «natural». De este modo, crearon lo que sin duda supone un contraste sumamente artificial para el habitante de la ciudad, alejado de la naturaleza y constreñido por las convenciones sociales.
Lo que confiere unidad a Las cuatro estaciones de Quillard no es sólo su formato ovalado y su gama cromática en marrones dorados y cálidos, sino especialmente la utilización de un mismo esquema compositivo. En Primavera, Verano y Otoño, el espectador se encuentra ante un paisaje teatral con personajes ataviados a la moda de la época. Por detrás de ellos se ven unos árboles y, como fondo, la ribera de un río densamente poblada. En los tres, la línea del horizonte se encuentra a la misma altura. El único que no cae dentro de este esquema es Invierno -una merienda en un elegante interior-. Sin embargo, la colocación y las actitudes de los personajes, también como si estuvieran en escena, coinciden con las de los otros cuadros y la repisa de la chimenea está a la misma altura que la línea de horizonte en los paisajes.
Es fácil descifrar las referencias a las distintas escenas: recolección de flores en Primavera, un refrescante baño en Verano, vendimia y degustación de vino en Otoño y la cálida reunión para merendar junto a la chimenea en Invierno. Todo este simbolismo clásico queda, no obstante, subordinado a un tema mediante el cual se traban todos los cuadros: el amor. En Primavera, los habitantes de la ciudad se han reunido en un jardín. Las distintas etapas de las relaciones amorosas se expresan a través de la música pero, sobre todo, a través del lenguaje de las flores, bien conocido por todas las clases sociales en el siglo XVIII. Un poema que acompaña a un grabado hecho a partir de la Primavera de Lancret reza: «¡Cuánto cuesta que florezcan los tiernos dones de la primavera! ¡Pero si los corta la mano que adoro, no habré perdido el tiempo!». El diálogo amoroso se acompaña de miradas, ademanes contenidos y movimientos. En primer plano, un galante caballero corteja a la dama que está junto a él y que se muestra reticente, tocando la guitarra. Detrás de él, un aldeano coge una flor de un rosal en tanto que una figura femenina, situada en línea diagonal a la derecha de la composición, va echando flores en una cesta. El centro lo ocupa una pareja: una dama acepta dos flores que le ofrece un jardinero, con lo que se hace eco de su declaración de amor.
La desigualdad social de la pareja es la clave, no sólo de la imagen sino del ciclo entero. Simboliza un amor que trasciende las barreras sociales, que está liberado de las obligaciones formales y las convenciones sociales, que sólo obedece a los sentimientos, al sentiment. Sin embargo hay algo artificial en estas ansias de amor natural y en la adopción de estilos de vida sencillos. Porque el jardinero, al igual que los demás «aldeanos», van en realidad vestidos como los habitantes de las ciudades, que en el siglo XVIII se divertían disfrazándose de «aldeanos galantes» en las fiestas que daban en sus châteaux de plaisance o en sus folies (casas de recreo) al este de París. En Otoño, que desde el punto de vista temático y compositivo forma pareja con Primavera, se presenta una situación similar. Siguiendo la tradición de la pintura holandesa de género del siglo XVII, muestra una familia campesina que recibe la visita de un habitante de la ciudad, tocado con un airoso sombrero. Aquí tenemos el amor bajo otra forma «natural»: también se está tocando música, pero las formas de comunicación son menos refinadas que en Primavera. Dominan las miradas y los ademanes directos; en lugar de seducir con flores, se detectan los efectos del vino. Cuatro líneas que aparecen en un grabado realizado a partir del Otoño de Lancret alaban los goces del vino y del amor: «El néctar del otoño calienta tu audacia [...]. El amor vendimia sin testigos». En Verano, se ofrecen a los ojos del espectador los encantos del cuerpo femenino en todos sus aspectos. Quillard nos muestra el baño de unas mujeres en una perfecta escena de género. Sin embargo, al contemplarla, tenemos constantemente presente la referencia a algunos temas mitológicos clásicos, como el de Diana y Acteón o el de Pan y Siringa. Quillard obtuvo grandes éxitos con el tema del baño, como se puede comprobar en el catálogo del marqués de Arcambal. «Tilliard [sic]. Baño de mujeres; la escena muestra un paisaje agradable con hermosas superficies de agua; a la derecha se ven algunas bañistas, unas dentro del agua, otras en la orilla, y una de éstas desnudándose; el tema tiene gracia y presenta una pincelada ligera, un toque espiritual y un colorido bastante bonito». En Invierno, los habitantes de la ciudad se encuentran de nuevo en su propio ambiente. En el salón, se conversa, se toma el té con ademán delicado y se comentan los entretenimientos campestres, a los que hace referencia el cuadro de la sobrepuerta. Sólo la vela apagada sobre la repisa de la chimenea y la Parca sobre el hermoso reloj de bronce aluden a la fugacidad de la vida.
Las cuatro estaciones de Quillard son un ejemplo de la popularidad del gusto a la manera de Watteau del primer tercio del siglo XVIII y repiten claramente algunas obras famosas de esa época. El personaje de espaldas de Invierno procede al parecer de Los placeres del baile de Watteau, mientras que la figura que se baña en la parte derecha de Verano es una paráfrasis de la Diana saliendo del baño de Watteau y el aldeano que alza su copa en Otoño y el jardinero de Primavera citan los arabescos a la manera de Watteau. Pero aunque sus propios contemporáneos ya comparaban a Quillard con Watteau, y algunas obras se le adscribieron erróneamente a éste incluso en el siglo XX, nunca alcanzó el refinamiento artístico de Watteau. Sus personajes parecen muñecos inanimados y los seres humanos y la naturaleza no están tan íntimamente relacionados como lo están en las fètes galantes de Watteau, pues la naturaleza no es más que el escenario de una «historieta». En el cuadro Verano se denota el parecido con la obra de Pater, que pintó más de cincuenta versiones de las Bañistas. Por el contrario, el Invierno de Quillard recuerda Las cuatro estaciones que Lancret pintó para Leriget de La Faye.
Martin Schieder