El viaducto
Delvaux pinta este cuadro en marzo de 1963, época en la que de nuevo vuelve a interesarse por el tema de las estaciones y los trenes, que ya había tratado mucho antes. Hacia 1920, cuando estaba cursando estudios en la Academia, adquiere la costumbre de trabajar sobre este tema en la estación de Luxemburgo de Bruselas. Más adelante se inspira en la pequeña estación forestal de Boistfort, término municipal de Bruselas en el que reside. Es imposible evocar el universo de Delvaux sin hacer referencia a los trenes, pues éste es un tema recurrente en toda su obra. En él se nos revela como pintor de la realidad, de una realidad minuciosa. Delvaux no deja ningún detalle al azar y estudia a fondo cada elemento. Manda que le hagan maquetas de trenes y tranvías que ocupan un lugar privilegiado en su estudio, junto a un esqueleto, otro importante elemento de inspiración. De este modo puede copiarlos cuidadosamente e integrarlos en sus cuadros, según le convenga. El viaducto es una obra muy interesante, pues reúne en una misma composición, muy densa, todos los elementos que pueblan el mundo del artista: la lámpara colgada que adornaba las casas de su infancia, el ambiente fantástico e insólito de las estaciones al anochecer, el misterioso tren que pasa y cierra el horizonte con sus extrañas humaredas, el espejo que devuelve la imagen de otro mundo, de otra realidad. Y también la ausencia. Todo está paralizado, inanimado, a la espera de un acontecimiento que no acaba de producirse y el cuadro asusta y fascina al mismo tiempo, pues lo habita la poesía. En las casas se ve luz, pero se diría que ningún ser humano vive en ellas. Ninguna vida anima esta composición construida como una escena teatral. Tenemos un primer plano, con la presencia irreal de ese extraño espejo situado en una calle o bajo una marquesina, y el decorado del fondo: un tren que pasa como si flotase en el cielo de la noche. Este universo tan particular está construido de manera sencilla y real, pero los contrastes existentes entre los elementos reales y su ensamblaje es anacrónico; el artista crea lo irreal, el «sueño despierto», la poesía. A través de la imagen Delvaux revela el misterio, fuente de poesía y de extrañamiento, pues, aunque todos los elementos del cuadro son realistas, el conjunto de la imagen no lo es. El mundo onírico y el mundo natural se funden uno en otro, engendrando de este modo lo extraordinario. En su obra, ya no existen ni el tiempo ni las épocas. Toda lógica queda abolida en beneficio de la expresividad y del significado real de la obra: la evocación poética. Delvaux, el hombre, el artista, es un mundo de sensaciones, de impresiones, de huellas grabadas en lo más profundo del ser. Hunde sus raíces en la infancia, el recuerdo, la memoria. Todo existe, todo tiene nombre, todos lo conocen todo y pueden acercarse a todo, pero Delvaux, como un mago, trastorna el orden establecido, la jerarquía de los géneros, reúne lo que normalmente no va unido, acerca los contrarios, cambia el curso de la historia y se burla del tiempo y del espacio. Con los materiales tradicionales, crea lo que se ha dado en llamar «el mundo de Delvaux». Un universo propio que no será imitado, un universo consagrado a una diosa única: la Poesía. Una vez conquistado, este reino será inconmovible, penetrará en todas las obras a partir de 1935 y se seguirá desarrollando hasta las creaciones de los últimos años del artista.
Giséle Ollinger-Zinque