Puente en la marisma
El característico paisaje de humedales de la Frisia septentrional en el entorno de Ruttebüll, donde Nolde pasó los veranos de 1909 y 1910, es el objeto de Puente en la marisma, cuya composición está presidida por el escorzo del camino que arranca del primer plano, continúa por el puente y desciende y se pierde en los últimos términos. Las líneas convergentes que marcan este camino imponen un acceso en ascenso del paisaje representado. Este recurso anula cualquier resistencia visual en la experiencia del paisaje y se gana para el cuadro una significación de imagen iniciadora, que invita al seguimiento de un camino abierto y realzado para el espectador. Las barandas blancas del puente que da título al cuadro no sólo destacan cromáticamente, sino que se significan absolutamente en el sentido direccional de la lectura del paisaje.
La superficie del camino mojado, ese trapecio que ocupa la zona principal de la composición queda flanqueada por masas de hierba, las barandas y los juncales, haciendo énfasis en lo que es el suelo firme y el lugar de paso en medio de los humedales. Al otro lado del puente se distingue una mancha oscura, de trazo vertical, que puede identificarse con una figura humana, probablemente de espaldas, que ha recorrido el camino ante el que nos coloca el pintor. El horizonte presenta la campiña habitada, el pueblo al que se dirige el camino. Un cielo encapotado ha traído lluvias que no se han aquietado del todo, a juzgar por la agitación y el color de las nubes. El espectáculo del cielo, al condensar tanta energía en potencia, es motivo muy destacado en el cuadro; a su movimiento responde, como un reflejo, la superficie del camino, sacudida por manchas de color y trazos vibrantes. El momento en que ha escampado le ofrece al artista la ocasión de mostrar las fuerzas en acto y en potencia de la naturaleza del lugar. Con una pincelada muy suelta y expresiva sigue el curso de esa acción de la naturaleza: arrastra y superpone la pasta de color en las nubes, en la hierba, en el agua y en los juncos, como actuando con el viento y con las corrientes que recrea. Las múltiples direcciones del trazo buscan esa afinidad con lo incontrolado de la dinámica de los elementos. «Naturaleza en el arte significa la más enérgica, vitalizadora, floreciente fuerza de la naturaleza», escribiría el pintor.
Esta inflexión es de gran importancia en la pintura de paisaje de Nolde. Afecta al sentido de organicidad de una representación que prescinde de una acepción meramente reproductiva de la imagen del natural. Se trata, antes bien, de una pintura que integra en sus procedimientos el modelo de la actuación de la naturaleza. Nolde anotó en 1944: «La naturaleza puede ser una maravillosa ayuda para el artista, si él sabe guiarla. Pero, no es arte ni artista; esto sólo él lo es». Pensemos, por ejemplo, en la forma en la que peina las manchas de color y superpone y mezcla los pigmentos: realiza mezclas sobre el mismo lienzo, imitando con el pincel el impulso del viento o el arrastre del agua. Resultan de estas mezclas irisaciones, brillos, matices precisos y también tonos sucios, porque ha dejado un margen de actuación al azar intencional, a cuyo concepto se corresponde el deseo expresado por el pintor de «colaboración con la naturaleza». Fue durante su estancia de 1908 en las cercanías de Jena cuando empezó Nolde a experimentar con la acuarela y descubrió el interés de la incorporación del azar a la pintura con su técnica. Inmediatamente después adoptó el azar intencional en la pintura al óleo.
Javier Arnaldo