Los acantilados de Le Pouldu
En 1887, el círculo parisiense del joven Émile Bernard estaba formado por tres pintores que habían pasado, como él, por el atelier Cormon: Vincent van Gogh, Toulouse-Lautrec y Louis Anquetin. En marzo de 1887, Van Gogh, que poseía una amplia colección de estampas japonesas, organizó una exposición de ellas en el Café Le Tambourin. Bajo la influencia directa de esa exposición, Bernard y Anquetin desarrollaron aquella primavera un nuevo estilo que se alejaba radicalmente tanto del Impresionismo como del Neoimpresionismo de Seurat y Signac (que Bernard había cultivado por breve tiempo). Ese nuevo estilo sería bautizado como «cloisonnisme» por su analogía con el aspecto del esmalte tabicado (cloisonné), porque en él el color se extendía en áreas planas, en compartimentos entre contornos cerrados.
En el verano de 1887, Bernard regresó a Bretaña, una región que había recorrido el año anterior y que le había fascinado. Se alojó en Saint-Briac y en Pont-Aven y visitó la aldea costera de Le Pouldu, a unos veinte kilómetros de Pont-Aven, en la desembocadura del río Quimper. Situada entre Lorient y Concarneau, Le Pouldu es la primera playa del Finistère. No es propiamente un puerto, pues el río es de difícil acceso, con corrientes a veces violentas y bancos de arena que cambian de una temporada a otra. Los farallones y las grandes dunas se levantan ante el océano con frecuencia embravecido. En la época en que Bernard conoció este lugar extraño y primitivo, sus habitantes vivían de recoger algas y toda clase de desperdicios arrojados por el mar a sus playas, que transportaban con una suerte de trineos tirados por caballos. Estos trabajos, así como el atuendo de las mujeres de Le Pouldu, tocadas con grandes cofias negras, fascinarían a Gauguin, quien pasaría en este lugar largas temporadas en 1889 y 1890.
A diferencia de lo que sucede en los acantilados pintados por Monet en la costa de Normandía, donde el océano impone siempre su presencia, luminosa o sombría, serena o agitada, Bernard vuelve la espalda al mar y mira hacia la tierra. El farallón, erigido ante nosotros como una muralla, cobra, con sus pliegues, con sus entrantes y salientes, un aspecto casi antropomórfico, como un cuerpo tendido, igual que en los escasos paisajes de Degas. En la pincelada ordenada y en la construcción de los volúmenes del terreno se aprecia la influencia de Cézanne y también la de Gauguin (aunque la relación personal entre Bernard y Gauguin era sólo incipiente en ese momento). A diferencia de otras obras de Bernard de la misma época, radicalmente planas y simplificadas de dibujo y color, este paisaje es más naturalista en su cromatismo, en el sutil modelado de la tierra y en la representación del espacio.
Guillermo Solana