La puerta de El Khemis, Mequinez, Marruecos
Théo Van Rysselberghe fue un gran viajero y pintó este paisaje de Mequinez durante su tercera estancia en Marruecos, del 4 de diciembre de 1887 al 5 de marzo de 1888. Fue allí acompañando al jurista y escritor belga Edmond Picard, desplazado en misión oficial ante el sultán Muley Hassan. Su cometido consistía en realizar algunos apuntes que sirvieran para ilustrar el libro de Picard, titulado El Moghreb Al Aksa. Une mission belge au Maroc. El libro, muy buscado y del que hoy existen escasísimos ejemplares, se publicó en 1889 en Bruselas, en la editorial Larcier, con un frontispicio de Odilon Redon y 27 litografías a toda página, en blanco y negro o rojo, de Van Rysselberghe. En él se pone de manifiesto todo el esplendor y el misterio de este lejano país. El artista, que se había iniciado en el realismo y luego había pasado por un impresionismo autóctono, acababa de descubrir a Seurat y el Neoimpresionismo francés, gracias a su amigo el poeta belga Emile Verhaeren. Juntos habían admirado Un domingo de verano en la Grande-Jatte en París en 1886 y en el Salon de los XX en Bruselas, en febrero de 1887. Cuando parte para Marruecos, Van Rysselberghe está todavía bajo los efectos de este descubrimiento.
Aunque en principio le desconcierta esta técnica en la que, siguiendo los principios científicos de Chevreul y Rood, se yuxtaponen pinceladas y colores puros que inmediatamente sintetiza el ojo, no tardará en adoptar esta revolución pictórica, adaptándola a su propia personalidad y a sus necesidades artísticas. Siempre fiel a un planteamiento realista de las cosas, y aunque tomando de Seurat el procedimiento técnico, que no la estilización hierática, Van Rysselberghe conserva su originalidad innata. Pero fragmentará la pincelada y variará su tamaño para conseguir una luminosidad mayor que cuando mezclaba los colores en la paleta. Gracias a las numerosas cartas que envía desde Marruecos, en particular a su amigo Verhaeren, sabemos que al artista le impresionó el país, su luz, sus colores y su ambiente tan particular. Todo ello queda reflejado en su pintura, de la que el propio artista comenta: «Me gustaría que se perciba que hace calor.» o «Hace un tiempo precioso, tan bueno y tan agradable que no te lo puedes ni imaginar. Tanto que no me atrevo a pintar. Mis colores me parecen sucios, pesados, opacos. ¿Cómo representar la fluidez, la transparencia, el sabor puro del aire? ¿Cómo reproducir estas tonalidades tan variadas y, al mismo tiempo, tan puras y cristalinas?. Pero lo intento. Tomo apuntes de color y en Bruselas desarrollaré algunos de estos temas que he esbozado y que me resultaría absolutamente imposible pintar aquí de manera relativamente definitiva: los efectos son fugaces, el tema es demasiado hermoso y anula cualquier esfuerzo por plasmarlo. Me limito a mirar, observar, escribir. Hago acopio de notas, acumulo miles de cosas que impregnan mi espíritu y, más adelante, lo iré reconstituyendo basándome en mis bocetos. Este viaje será para mí uno de los recuerdos más hermosos de mi vida».
No se sabe si el artista pintó este paisaje de Mequinez del natural o en el estudio, después de volver del viaje. Pero sí sabemos que se llevó en el equipaje seis lienzos en blanco, dos o tres de los cuales ya estaban «manchados» cuando llegó a Mequinez. Pero lo que importa no es el lugar donde los creó, sino el resultado. En las seis obras pintadas o inspiradas en Marruecos, que expone en Bruselas, en el Salon de los XX de 1889, Van Rysselberghe pone de manifiesto una gran originalidad. Su pincelada ligera y tremendamente vibrante no tiene nada que ver con el puntillismo sistemático de un Seurat. Es capaz de reproducir tanto el ambiente especial, la belleza del colorido y el juego de luces sobre los edificios como el estremecimiento del aire y el ligero movimiento de las nubes.
Giséle Ollinger-Zinque