Cabeza de muchacha
En 1886, en el momento en que se apartaba del Impresionismo para buscar un estilo simplificado, sintético, de inspiración primitivista, Gauguin conoció al ceramista Ernest Chaplet (1835-1909) y colaboró con él en su taller, aprendiendo la técnicas del oficio. Entre 1893 y 1895, durante su estancia en Francia tras su primera temporada en Tahití, Gauguin volvería a pasar por un período de intensa experimentación en el estudio de Chaplet. De aquella época data esta pieza, de la cual existe otra versión conocida como La tahitiana en el Musée d'Art Moderne de Ginebra.
El producto más característico de la dedicación de Gauguin a la cerámica es el recipiente en forma de cabeza humana, como sus célebres e inquietantes autorretratos como jarra o como tabaquera de los años 1889-1890. En este tipo de piezas se recogen, fundidos de manera sincrética, modelos de origen étnico muy diverso. En primer lugar, las vasijas antropomórficas tan frecuentes en todo el arte precolombino, por ejemplo en las culturas del antiguo Perú, como la Nazca o la Mochica. No hay que olvidar que Gauguin se sentía muy orgulloso de sus antepasados peruanos y solía evocar con nostalgia su infancia en aquel país. En segundo lugar, esta cabeza de muchacha recuerda también, con sus ojos cerrados y abultados, los cráneos humanos sobremodelados de distintos pueblos de Oceanía. En particular, el contorno irregular de la abertura sugiere una calavera rota, acaso en referencia a las prácticas de canibalismo. En todo caso, la pieza se presenta como una especie de cuenco ceremonial que encarna el espíritu de un ancestro o de una divinidad. Las cocas a ambos lados de la cabeza están adornadas con las figuras de un perro y un ratón. Aunque su sentido simbólico es oscuro, podemos recordar que estos dos animales aparecían en la tradición iconográfica del arte medieval como bestias familiares del diablo. Quizá Gauguin asociaba, una vez más, la figura femenina con una presencia sobrenatural tentadora, maligna.
Guillermo Solana