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Por Elena Rodríguez y Begoña de la Riva


Durante la Edad Media y el Renacimiento el trabajo del orfebre ocupó un lugar fundamental en el desarrollo de la vida pública de las sociedades, lo que contrasta con la calificación de arte menor que tradicionalmente ha tenido frente a otras artes, como la pintura o la arquitectura.

En estos dos periodos se atribuyeron propiedades mágicas y medicinales a las gemas y a los minerales. Estas cualidades, que aparecen ya registradas en algunos textos antiguos como la Historia natural de Plinio el Viejo o en obras de Aristóteles, fueron recopiladas en tratados llamados «lapidarios» por autores medievales como san Isidoro, san Alberto Magno —inspirado en los textos de Avicena—, Marbodio o Alfonso X el Sabio. Algunos se referían a las virtudes mágicas y médicas de las piedras, y otros explicaban las correspondencias astrológicas o las connotaciones religiosas. Se convirtieron en manuales para el uso curativo de las piedras, y circularon entre boticarios, médicos, joyeros y aficionados de toda Europa.

Las joyas hacían también alusión a la condición social y económica de la persona que las llevaba. Eran símbolos de pertenencia a un grupo de tipo religioso, militar o familiar, o podían encerrar significados relacionados con las virtudes morales del personaje en cuestión.

El mundo cortesano sofisticado y culto del Renacimiento, dirigido por los gustos personales de los grandes mecenas, se erige como entorno ideal para el desarrollo de las artes. En el caso de la orfebrería, además, los materiales empleados eran los más preciosos al alcance del hombre. De hecho, en muchos de los inventarios de las grandes familias que atesoraban cuadros maravillosos, se incluían asimismo piezas de joyería que ostentaban un valor superior al de aquellas. Para explicar este estatus, no solo debemos considerar el valor económico de los materiales usados sino también, y no menos importante, el vivo interés que la sociedad humanista del Renacimiento desarrolló por la apariencia física y las hazañas de personalidades señaladas, así como el consiguiente deseo de perpetuar en la memoria ambos aspectos. La mayor corporeidad y dureza de los materiales empleados para realizar las medallas, por ejemplo, servía al interés de esta idea mucho más que la pintura, de naturaleza más perecedera. Las joyas podían por sí mismas evocar toda la gloria de un príncipe a través de la inmortalización de los episodios más relevantes de su reinado gracias a medallones conmemorativos que luego formarían parte del adorno de sus vestimentas, sombreros o peinados. En estas piezas de metales nobles se grababa en bajorrelieve el acontecimiento que luego se ornamentaba con piedras preciosas. Por su reducido tamaño, estas piezas podían además ser transportadas, lo que redundaba en beneficio de la propaganda ideológica de sus dueños, puesto que el mensaje que encerraban podía estar presente en cualquier circunstancia.
Esta íntima relación existente entre las joyas y la posición social o ideológica del grupo o personaje que las posee va a encontrar un caldo de cultivo muy poderoso entre las élites renacentistas. En una sociedad tan fuertemente jerarquizada como la del siglo XVI , las apariciones del monarca, ya fueran reales o a través de las imágenes artísticas, eran entendidas como representaciones del poder del Estado tanto frente a sus súbditos como frente a otras potencias. Cuando no era el monarca el que viajaba, sino sus embajadores y diplomáticos, era asimismo obligado que estos representantes del Estado deslumbraran por la profusión de sus joyas como símbolo de la riqueza de su país. Esta escenografía formaba parte de su deber, y en el caso de la pintura, cuanto más destreza tuviera el artista a la hora de representar con todo lujo de detalles las piezas como símbolo de autoridad y privilegios heredados, mejor considerado estaba. El caso del pintor alemán Hans Holbein el Joven es paradigmático en este sentido, pues no solo era admirado por su capacidad para reproducir fielmente la realidad, sino que además él mismo diseñó joyas para la casa Tudor.

Enrique VIII fue un apasionado de la joyería y un cliente habitual de orfebres. Los príncipes renacentistas eran espejo del perfecto caballero y por tanto sus hábitos eran copiados por el resto de la sociedad. Como consecuencia, la demanda de joyas en Gran Bretaña fue tan grande que muchos artesanos se trasladaron a las islas buscando trabajo; otros muchos, en cambio, llegaron huyendo de las persecuciones religiosas. Por otra parte, tras su ruptura con Roma, el tesoro del Rey se vio aumentado considerablemente al cerrar numerosos monasterios y confiscar los bienes eclesiásticos. Además, tras el cese de los matrimonios reales, las colecciones de joyas de las esposas pasaban a engrosar el arca real. Las dotes de las princesas contribuyeron a que los gustos locales en materia de joyería traspasaran fronteras, siendo copiados o reinterpretados en otros países. Lo mismo sucedía con las misiones diplomáticas, pues constituían otra manera de difundir las modas y modelos.

Como consecuencia de ese movimiento de objetos y artesanos resulta difícil en la actualidad establecer influencias estilísticas nacionales, exceptuando el predominio italiano —a su vez influenciado por el nuevo interés por los objetos de la Antigüedad clásica—, o el muy atractivo y exótico influjo de la decoración del arte islámico, muy del gusto del propio Hans Holbein.

 

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