Por Ana Gómez y Clara Harguindey
El recorrido se conforma como un viaje a través de ciudades representadas, imaginadas y escritas. Este viaje pone en diálogo el libro Las ciudades invisibles (Italia, 1972) de Italo Calvino y algunas obras seleccionadas de la colección. Como viajeros curiosos, iniciamos una travesía, un encuentro o una huida por las ciudades visibles del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza creando un diálogo con las imaginadas por el escritor.
Las ciudades invisibles de Italo Calvino están construidas a partir de los relatos de viaje que Marco Polo relata al Gran Kan. El personaje de Marco Polo, que hilvana todo el discurso y la construcción del universo imaginario del relato, está inspirado en el célebre explorador veneciano, que aparece representado ante todo como un personaje cuya curiosidad y deseo de conocer «las razones por las que los hombres siguen habitando y soñando ciudades», le convierten prácticamente en un alter ego de las búsquedas del escritor.
A través de la descripción de las ciudades, de cada diálogo o reflexión, Calvino evoca una idea atemporal sobre los territorios y lugares que habitamos, y desarrolla una visión poética, pero también crítica, que cuestiona la ciudad contemporánea de una forma muy cercana a como lo hacen muchos artistas de todas las épocas con sus pinceladas sobre el lienzo.
Para Calvino, «Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son solo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos».
Igual que un pintor aboceta un paisaje, un territorio o la ciudad donde se conformaron sus recuerdos de infancia, el escritor crea sus ciudades invisibles también de forma fragmentaria y como respuesta a diferentes momentos y preguntas que se hace a lo largo de su vida. Las ciudades invisibles surgen en su imaginario a partir de una serie de carpetas dedicadas al concepto de ciudad que recogían ideas y apuntes y que, poco a poco, fue llenándose de páginas, conformándose como una entidad propia, con una poética común.
A lo largo del recorrido iremos trazando un mapa de encuentros entre las ciudades descritas por Calvino y algunas ciudades pintadas e imaginadas por los artistas de la colección, para hallar unas lógicas comunes entre ellas, unas conexiones no visibles que el espectador puede articular. Como en el texto de Calvino «el lector ha de entrar, dar vueltas, quizá perderse, pero también encontrar en cierto momento una salida, o tal vez varias, ofrecerle la posibilidad de dar con un camino para salir».Así en los últimos años llevé conmigo este libro de las ciudades. Durante un periodo se me ocurrían solo ciudades tristes, y en otro solo ciudades alegres; hubo un tiempo en que comparaba la ciudad con el cielo estrellado, en cambio en otro momento hablaba siempre de las basuras que se van extendiendo día a día fuera de las ciudades. Se había convertido en una suerte de diario que seguía mis humores y mis reflexiones; todo terminaba por transformarse en imágenes de ciudades: los libros que leía, las exposiciones de arte que visitaba, las discusiones con mis amigos.
Así como el Gran Kan hablaba con Marco Polo solo para seguir el hilo de sus razonamientos, situando sus respuestas en un discurso que ya ocurría en su cabeza, quien inicia este recorrido confrontará las imágenes de su memoria con las imágenes de las ciudades que encontrará a lo largo del viaje que proponemos. Desde aquí se aspira a visitar las ciudades de la colección del museo poniendo la vista en los márgenes, en las narrativas secundarias, en los conceptos periféricos. Queremos invitar a mirar estas ciudades de un modo crítico, a alejar conceptos normativamente cercanos y a aproximar ideas que a priori parecen lejanas o ajenas. No pretende ser un recorrido concluyente o exhaustivo («la evocación de una ciudad arcaica solo tiene sentido en la medida en que está pensado y escrito con la ciudad de hoy delante de los ojos»), sino que aspira a que ampliemos los discursos de la memoria, a que repensemos no «la ciudad» sino «nuestra ciudad», buscando posicionarnos de forma activa como agentes implicados en el mundo que habitamos, como seres pensantes que imaginan, inventan y crean futuro.
Obras del recorrido
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Gerard David
La Crucifixión
Sala 3
Italo Calvino describe Clarisa como una ciudad en eterna reconstrucción por el paso del tiempo, los avatares históricos y las repoblaciones: «Armada con los pedazos heterogéneos de la Clarisa inservible, tomaba forma una Clarisa de la sobrevivencia. […] Y donde a los tiempos de indigencia sucedían épocas más alegres: una Clarisa mariposa suntuosa brotaba de la Clarisa crisálida menesterosa; la nueva abundancia hacía rebosar la ciudad de materiales, edificios, objetos nuevos».
A través de este lienzo, el pintor de origen neerlandés Gerard David recrea una ciudad como fondo de la escena bíblica que representa en primer plano: la Crucifixión de Cristo. Los personajes que acompañan a Jesús en este último trance, muestran dolor a través de sus gestos y movimientos corporales y configuran un paréntesis compositivo enmarcado por la ciudad del fondo. Una recreación imaginaria de la ciudad medieval y, más en concreto, de Jerusalén, con su trazado amurallado, sus calles imbricadas y un ritmo vital que continúa a pesar del episodio que se nos narra en el primer plano. La imagen de la ciudad sigue el urbanismo habitual de la Edad Media, en el que destacan el gran templo de planta circular, coronado por una cúpula, y el castillo, en la zona más elevada de la urbe. Jerusalén fue el corazón del mundo cristiano medieval, por lo que se convirtió en una ciudad de referencia, modelo, lugar de peregrinaje, espacio para el encuentro y el desencuentro. En este caso Gerard David representa la ciudad con bastantes licencias artísticas. Conocedor de las descripciones transmitidas a través de las Crónicas de los cruzados y de los libros de viaje, el artista imagina una ciudad donde la estética constructiva de sus edificios recuerda las ciudades flamencas que habitó, con sus características fachadas escalonadas y elementos góticos, una Jerusalén que toma forma a través de sus ciudades vividas.
Es interesante observar la sensación de aglomeración y continuidad en el trazado de una ciudad en la que no parece caber ni un edificio más, algo muy habitual en este tipo de entornos urbanos donde las repoblaciones y el crecimiento aumentaba disminuía en momentos concretos relacionados
con guerras, epidemias o nuevas conquistas y que, coincidiendo con la descripción de Clarisa, hacen que la ciudad se transforme: «Las poblaciones y las costumbres han cambiado varias veces; quedan el nombre, la ubicación y los objetos más difíciles de romper. Cada nueva Clarisa, compacta como un cuerpo viviente, con sus olores y su respiración exhibe como una joya lo que queda de las antiguas Clarisas fragmentarias y muertas».
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Canaletto (Giovanni Antonio Canal)
El Gran Canal desde San Vío, Venecia
Sala 17
Como en la ciudad de Esmeraldina, descrita por Calvino como «ciudad acuática, retícula de calles y canales, donde el zigzag y la subida y bajada de planos continuos hace que las vidas más rutinarias y tranquilas transcurran sin repetirse», en el entramado de travesías, puentes y canales se desarrolla gran parte de la trayectoria vital y artística de Antonio Canal, llamado Canaletto, pintor de origen veneciano que, como Calvino, «cada vez que describía o retrataba alguna ciudad decía algo de Venecia». Hijo de Bernardo Canal, un pintor de escenografías teatrales y admirador de la pintura de vistas urbanas y caprichos arquitectónicos, géneros habituales durante el siglo XVIII, Canaletto proyecta en sus vistas una Venecia que se permite ciertas libertades y licencias creativas, reinventándola y creando una ciudad imaginada. En Las ciudades invisibles, Calvino dice sobre sus ciudades que no se pueden medir con la razón o de una forma objetiva, sino que son los propios sentidos y deseos de sus habitantes los que se despiertan al pasear por ellas.
Esta vista de La ciudad del Gran Canal desde San Vío, junto al lienzo La plaza de San Marcos en Venecia, forman parte de las primeras vistas urbanas que pinta el artista. Canaletto retrata las aguas del canal pobladas de góndolas y otras embarcaciones, los edificios y la arquitectura representativa de la ciudad construida sobre la laguna: los palacios, las iglesias con sus cúpulas y ornamentos artísticos… Sin olvidarse de sus habitantes, como la mujer en la ventana del Palacio Barbarigo o el hombre que deshollina la chimenea, con los que da entrada a la anécdota.
[...]
La riqueza artística de una ciudad como Venecia también nos recuerda a la ciudad de Fílides, que Calvino enmarca dentro de la categoría de «Las ciudades y los ojos», lugares donde los sentidos se embriagan ante la belleza visual que presentan. «Al llegar a Fílides, te complaces en observar cuántos puentes distintos uno del otro atraviesan los canales: convexos, cubiertos, sobre pilastras, sobre barcas, colgantes, con parapetos calados; cuántas variedades de ventanas se asoman a las calles: en ajimez, moriscas, lanceoladas, ojivales, coronadas por lunetas o por rosetones; cuántas especies de pavimentos cubren el suelo: cantos rodados, lastrones, grava, baldosas blancas y azules. En cada uno de sus puntos la ciudad ofrece sorpresas a la vista». Es además Fílides «una ciudad que se sustrae a las miradas salvo si la atrapas por sorpresa».
Este deseo de recrear una ciudad ideal es algo que durante mucho tiempo ha acompañado y alimentado el mito de la ciudad de Venecia. Las vistas o vedute de la ciudad fueron muy reconocidas y admiradas por los viajeros ingleses que en el siglo xviii realizaron el Grand Tour por tierras italianas. Canaletto gozó de gran prestigio y tuvo una importante clientela que adquirió estos lienzos como recuerdos pintados de la ciudad. También Las ciudades invisibles son en parte reflejo de sueños y visiones idealizadas. Cuando describe Fedora, Calvino imagina una ciudad que se reinterpreta a sí misma, buscando su versión más utópica. De esta forma conviven la gran Fedora de piedra y las pequeñas Fedoras, conservadas dentro de esferas de vidrio, cada una de ellas en una de las habitaciones del palacio que preside la ciudad. «En todas las épocas alguien, mirando a Fedora tal como era, había imaginado el modo de convertirla en la ciudad ideal, pero mientras construía su modelo en miniatura, Fedora dejaba de ser la misma de antes, y aquello que hasta ayer había sido uno de sus posibles futuros era solo un juguete en una esfera de vidrio».
Nos despedimos de Venecia recordando las palabras de Marco Polo en las que muestra su temor a olvidar la ciudad a través de cuyo recuerdo imagina cada una de las ciudades que describe: «Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran. Quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de una vez, si hablo de ella. O quizás, hablando de otras ciudades, la he ido perdiendo poco a poco».
Se puede consultar el texto completo en el pdf del recorrido.
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Hubert Robert
Interior del templo de Diana en Nîmes
Sala 24
¿Son las ciudades contenedores de memoria? ¿Asociamos recuerdos a nuestras ciudades y, de alguna manera, estos transforman nuestra experiencia en ellas? Estas son algunas de las preguntas sobre las que Italo Calvino articuló las cinco descripciones de sus ciudades y la memoria, una de las once categorías de ciudades que estructuran el libro. Las ciudades de Diomira, Isidora, Zaira, Zora y Maurilia configuran este pequeño universo de lugares donde los recuerdos y la memoria de lo acontecido crean mapas de relaciones y espacios por los que transitar. En las cinco, nuestra percepción se ve transformada por las experiencias y los hechos vividos y soñados. Pasear por sus avenidas provoca en el lector un sentimiento de nostalgia por la incertidumbre ante la pérdida de la memoria y el olvido de lo acontecido.
Hubert Robert, apodado «Robert des ruines», por su interés por el dibujo y la pintura de arquitecturas y restos arqueológicos, siente desde joven un creciente interés por la arqueología y los monumentos antiguos como parte de la filosofía de la Ilustración. En sus inicios comienza haciendo bocetos, tomando apuntes y aprendiendo durante los viajes que realiza a Italia, en los que tiene la oportunidad de conocer a grandes maestros de las vedute de la ciudad de Roma como Giovanni Paolo Panini, quien junto a Giovanni Battista Piranesi inspirarán gran parte de su obra.
En Interior del templo de Diana en Nîmes, nos encontramos ante los restos de un edificio devastado cuya cubierta abovedada se ha perdido en gran parte. Columnas, estatuas, pedestales, dinteles, restos de relieves y otros elementos arquitectónicos aparecen fragmentados y dispersos por el suelo y sirven de lugar de encuentro para una serie de personajes que estudian, dibujan, curiosean y admiran los restos conservados. Con ellos ocurre algo parecido a lo que sucede cuando el viajero se encuentra con la ciudad de Isidora que ha sido muchas veces soñada y es descrita por Calvino como el lugar «al que se llega a edad avanzada y donde los deseos de juventud se convierten en recuerdos».
En las ciudades de Calvino, el paseo y el viaje por sus calles y edificios produce, como en las pinturas de Hubert Robert, una sensación de pérdida y de espejismo ante una belleza a punto de ser olvidada. Algo que logra a través de la construcción de un imaginario articulado a partir de elementos clásicos junto a otros inventados, menos reales, y algunos, como ocurre en el caso de Calvino, incluso de componente fantástico. Cúpulas de plata, estatuas de bronce de seres fabulosos, palacios con escaleras de caracol con caracolas marinas incrustadas o teatros de cristal son algunos de los elementos urbanos que configuran algunas de estas ciudades.
Ante las obras de Hubert Robert se puede tener una experiencia parecida a la descrita por Calvino en el caso de Maurilia. Hay ciudades en las que buscamos revivir el pasado, la memoria de una civilización y los tiempos perdidos. Cuando el viajero visita la ciudad de Maurilia lo hace al mismo tiempo que observa viejas tarjetas postales que la representan como era, comparando la ciudad del pasado y la del presente. Una forma de conocer el paso del tiempo sobre los espacios vividos, pero que también, como en este caso, hace que nos planteemos si somos capaces de revivirlas ambas o si, como concluye Calvino, cada una de las ciudades, la presente y la pasada, son entidades distintas, lo que le lleva a cuestionar la relación entre ellas, así como la posibilidad de reinterpretar la una a partir de la otra.
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Camille Pissarro
Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia
No expuesta
Siendo parte de una adinerada familia de origen judío, el pintor francés Camille Pissarro decidió abandonar la isla antillana de Santo Tomás, en contra de la voluntad de su padre, para dedicarse a la pintura en París.
Tras algunas idas y venidas entre su ciudad natal y Venezuela, regresó definitivamente a París en 1855, y en 1859 expuso por primera vez en el Salon. Fue en ese año cuando conoció a Claude Monet, Auguste Renoir y Alfred Sisley. El pintor creía en la importancia de la cooperación entre artistas y su papel fue fundamental en la cohesión del grupo impresionista parisino. En 1870 dejó de participar en exposiciones oficiales debido a sus estrictos principios, que chocaban con sus ideas políticas anarquistas.
Desde 1866 (casi toda su vida) vivió fuera de París y es sabido que su obra se basa fundamentalmente en paisajes y escenas de campo y que practicó fervientemente la pintura al aire libre. No obstante, debido a su creciente pérdida de visión tuvo que regresar a la ciudad. Fue entonces cuando comenzó a pintar lo que veía a través de su ventana. Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia forma parte de una serie de quince pinturas que realizó retratando todo el campo de visión que abarcaba desde su habitación. Esta obra en concreto la reelaboró en diferentes momentos del día. Si bien corresponde a la luz de la primera hora de la tarde, también existe la versión diurna y nocturna.
La pintura pertenece al conjunto de obras de la última década del artista, cuando volvió al estilo impresionista tras un breve periodo de experimentación con el puntillismo, bajo la influencia de Seurat. No es casual que abandonase esta técnica, excesivamente rígida, en un momento en el que sus ideas anarquistas se radicalizaban.
A diferencia de los paisajes rurales, en los que el artista pinta integrado con el paisaje y mira (miramos) de cerca, aquí se enfrenta a la ciudad con la distancia de quien mira sin ser visto. De esta forma, Pissarro nos invita a observar y a construir con la mirada.
La ciudad de París está representada en escorzo; la diagonal que dibuja la calle, rota por las figuras verticales de árboles y farolas, se desdibuja como un espejismo en el punto de fuga. Las personas –de distintas clases sociales– son dibujadas de forma individual, no como una masa. Las amplias avenidas de París y los grandes cambios tras la renovación urbanística llevada a cabo por Haussmann son el escenario por el que transita la moderna sociedad parisina. Una ciudad donde la vida artística despierta y la sociedad burguesa se exhibe en todo su esplendor. Un París que décadas después, durante el periodo de entreguerras, tras las ocupaciones nazis y los avatares históricos, olvidará algunos de estos ámbitos llenos de modernidad y vida de principios de siglo, tal y como describe Walter Benjamin cuando habla de los pasajes parisinos, que han pasado de ser bulliciosos escenarios plagados de galerías comerciales y lugares de encuentro a ser «una especie de asilo del que uno se acuerda cuando llueve»2 .
Quizá Pissarro, al pintar la ciudad después de trabajar repetidamente el paisaje rural, se preguntó lo mismo que Marco Polo respecto a Zoe «¿Por qué la ciudad? ¿Qué línea separa el dentro del fuera, el estruendo de las ruedas del aullido de los lobos?».
El artista, fiel a sus ideas políticas, concebía el mundo rural como modelo de vida armónico. Asumiendo el papel de flâneur descrito por Baudelaire, paseante en busca de lo extraordinario y de los encuentros inesperados, toma distancia y muestra el modo de vida en la ciudad, invitándonos a mirar y a reflexionar sobre ella.
Paseando nuestra mirada por las avenidas parisinas retratadas por Pissarro, uno siente algo parecido a lo que describe Calvino cuando habla de la ciudad de Aglaura, en la que «a ciertas horas, en los recovecos de algunas calles, ves abrirse la sospecha de algo inconfundible, raro, acaso magnífico; quisieras decir qué es, pero todo lo que hasta ahora se ha dicho de Aglaura aprisiona las palabras y te obliga a repetir en lugar de decir».
2 Fragmento extraído de la obra de Walter Benjamin.
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Egon Schiele
Casas junto al río. La ciudad vieja
Sala 34
Schiele fue el máximo representante del expresionismo austriaco. Para él no podía existir «el arte nuevo», pues el arte era eterno y único. Sí creía, por el contrario, en la existencia de «artistas nuevos», y por ello formó junto a otros artistas jóvenes de su generación el Neukunstgruppe. En su manifiesto, redactado por él mismo, se defendía la individualidad del artista y el «yo» como único fundamento de la obra, por encima de cualquier referente externo. No es de extrañar, por lo tanto, que el grupo se disolviera de forma temprana.
Su obra se centró en la representación de los cuerpos, a través de autorretratos y temas relacionados con la sexualidad. Esto hizo que en 1912, cuando solo contaba 22 años, un agente de seguridad encontrara en su casa 125 retratos de desnudos y le enviara a prisión preventiva durante 24 días.
Además de los cuerpos, los paisajes urbanos también están presentes en su obra. Entre ellos figura Casas junto al río. La ciudad vieja, donde se representa Krumau, una pequeña población de Bohemia a orillas del río Moldava donde había nacido su madre.
Cansado de vivir en Viena, donde según sabemos por sus cartas, las personas le envidiaban y le hacían continuos reproches morales, Schiele decidió irse a vivir a esta conservadora ciudad. El idilio con el que fantaseaba no se llegó a producir, y poco después de su llegada fue expulsado debido a su modo de vida libre y libertino. En ese momento, Schiele se sentía horrorizado por el contexto bélico en el que vivía.
Se sabe que, al dibujar la ciudad, además de su personal visión carente de perspectiva, articulada de forma parecida a las vidrieras y miniaturas góticas, Schiele se tomó muchas licencias, incluyendo y eliminando algunos de sus elementos característicos. Este sentimiento contradictorio en torno a la ciudad nos recuerda la descripción que Calvino hace de Adelma cuando dice: «tal vez Adelma sea la ciudad a la que uno llega a morir y donde cada uno encuentra a las personas que ha conocido». Schiele habitaba una angustiosa realidad que le costaba comprender. Decía el artista que le había tocado vivir el momento más horrible que había atravesado la humanidad, y que en ese contexto ya solo quedaba aceptar el destino, viviendo o muriendo, y mirar al futuro, pues quien carecía de esperanza pertenecía ya al mundo de los muertos.
Al asomarnos a su obra percibimos esa angustia, ese desasosiego de la ciudad vacía, de la ciudad sin esperanza, de la ciudad moribunda que, ya desde su mismo nacimiento, contiene y anuncia el momento de su fin, al igual que el propio Calvino escribe de una de sus ciudades: «De mi discurso habrás sacado la conclusión de que la verdadera Berenice es una sucesión en el tiempo de ciudades diferentes, alternadamente justas e injustas. Pero lo que quería advertirte es otra cosa; que todas las Berenices futuras están ya presentes en este instante, envueltas la una dentro de la otra, comprimidas, apretadas, inextricables».
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Lyonel Feininger
La dama de malva
Sala 37
Feininger pinta La dama de malva al inicio de la década de los veinte, cuando trabaja como profesor y dirige el taller de grabado de la Bauhaus, en la ciudad alemana de Weimar, institución a la que seguirá vinculado hasta su cierre en 1932. En esta escena –cercana en temática y cronología a la obra Arquitectura II (el hombre de Potin), también perteneciente a la colección y con la que pudo formar pareja–, Feininger proyecta sus recuerdos e imaginario asociado a sus años de estancia en París. En esta ocasión retrata a una mujer que pasea por las calles de la ciudad. Está representada desde un punto de vista bajo, lo que crea una sensación de escala mayor que casi le hace capaz de tocar los tejados y el cielo de la ciudad. Para la creación de esta obra, el artista retoma un dibujo, conocido como La Belle, realizado durante sus años parisinos, que ilustra el mismo motivo, una mujer de espaldas que anda y se gira ligeramente tomada desde un punto de vista bajo y enmarcada por los edificios de la ciudad que encuentra a su paso. Dieciséis años después, el sueño y recuerdo de este personaje se funden con sus nuevas búsquedas artísticas, basadas en los juegos más libres en lo relacionado con la representación espacial y la ruptura de la perspectiva, así como en la investigación de las formas y el uso del color. Feininger deja atrás la línea más orgánica de los trazos del primer dibujo y opta por una composición que explora la geometría y las formas fragmentadas y angulosas, en una división de planos que materializa las influencias estéticas del cubismo y el futurismo.
La escena tiene un aura de ensoñación, de momento recordado y encapsulado en la memoria. La ciudad de Zobeida, descrita por Calvino, también parece fruto de un sueño o de un recuerdo. En ella «hombres de naciones diversas tuvieron el mismo sueño, vieron una mujer que corría de noche por una ciudad desconocida, la vieron de espaldas, con el pelo largo, y estaba desnuda. Soñaron que la seguían». Desde que tuvo lugar aquel sueño, la ciudad se compone y construye día tras día por el propio deseo de revivir la experiencia. La ciudad de Zobeida, como los recuerdos parisinos de Feininger, dejan constancia de la pervivencia y fuerza de los recuerdos que conforman nuestras vivencias de las ciudades, así como de los espacios que habitamos.
Desde pequeño, Feininger se siente atraído por la gran ciudad, tanto en sus paseos de infancia por una Nueva York en continuo crecimiento y despliegue vertical como con el descubrimiento de ciudades como París y Berlín. Las calles, los edificios y los viandantes se convierten en temas habituales en la obra del artista. Sus ciudades vividas y soñadas se materializan en la creación de La ciudad en los confines del mundo, un proyecto a través del cual reinventó su idea de la ciudad a pequeña escala. Un universo imaginario edificado con fragmentos de madera tallada y pintada, poblado de casas, trenes, barcos, puentes y construcciones de juguete en el que trabajó durante décadas y que evolucionó desde formas más suaves y figurativas hasta pequeñas esculturas y personajes cada vez más expresionistas y visionarios, deudores de los sentimientos de pérdida y desolación ocasionados tras las guerras y la propia evolución personal del artista.
Si Feininger articula su «ciudad en los confines de mundo» como una forma de proyectar sus vivencias, sueños y preguntas acerca de su experiencia como habitante de la ciudad y de un mundo en descomposición, aquellos que soñaron y luego llegaron a Zobeida «decidieron construir una ciudad como en el sueño. En la disposición de las calles cada uno rehízo el recorrido de su persecución; en el punto donde habían perdido las huellas de la fugitiva, cada uno ordenó de otra manera que en el sueño, los espacios y los muros, de modo que no pudiera escaparse más», y entre esas calles esperaron una escena que muy posiblemente no volvería a ser soñada.
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George Grosz
Escena callejera (Kurfürstendamm)
No expuesta
Escena callejera (kurfürstendamm) de George Grosz nos muestra una mirada, un parpadeo a pie de calle de la ciudad de Berlín tras el caos de los años posteriores a la Gran Guerra. Los escaparates, los edificios y el mobiliario urbano, construidos con nuevos materiales como el acero, el hierro o el vidrio, propios de la ciudad moderna, sirven de marco a los personajes que habitan la escena. Nos acercamos a ellos de tú a tú, pero, como ocurre entre ellos, tampoco nosotros podemos establecer un diálogo o alguna forma de conexión con ellos. Cada uno de los personajes se mueve en una dirección distinta, ausentes, sumidos en sus pensamientos y circunstancias propias. Con las miradas bajas, atrapadas a ras del suelo, exploran la ciudad excavando con los ojos, como en la ciudad de Zemrude. Incluso da la sensación de que, si pudieran, cambiarían de ciudad, viviendo en una suerte de mudanza continua, para repetir las mismas acciones «abriendo alternadamente la boca en bostezos iguales», como en la ciudad de Eutropia, constituida por muchas ciudades con la misma configuración, repetidas de forma perpetua.
George Grosz nos acerca con una mirada crítica y un agudo sentido de la observación al escenario de las relaciones humanas vacías y las desigualdades sociales de la Alemania de la República de Weimar. Grosz se caracteriza por ser un pintor de las ciudades y sus gentes, a las que aboceta, caricaturiza y cuestiona. De entre los personajes del cuadro podemos destacar a la mujer de clase burguesa, con su rostro pálido, sombrero y abrigo de piel; o al tipo en primer plano que fuma y lleva el bastón colgado mientras un mutilado de guerra, con una muleta y un rostro que evidencia las secuelas de la guerra, parece dirigirse al hombre sin obtener respuesta. Rostros y cuerpos retratados con tendencia a la caricatura muestran un estilo más objetivo y una mirada crítica cercana a la denuncia social, propia de la nueva tendencia pictórica conocida como Nueva Objetividad, en la que se embarca Grosz junto a otros artistas alemanes durante la década de los veinte, y que nos aleja de las visiones más incendiarias y apocalípticas de sus ciudades expresionistas creadas durante los años de guerra.
Italo Calvino también se pregunta acerca de la forma que tenemos de habitar y de relacionarnos con los otros en las ciudades contemporáneas. En las descripciones de sus ciudades, las personas que encontramos andan, miran, esperan, sueñan, desarrollan algunas acciones, pero apenas hablan o establecen contacto entre sí. En la ciudad de Cloe «las personas que pasan por las calles no se conocen. Al verse imaginan mil cosas las unas de las otras, los encuentros que podrían ocurrir entre ellas, las conversaciones, las sorpresas, las caricias, los mordiscos. Pero nadie saluda a nadie, las miradas se cruzan un segundo y después huyen, buscan otras miradas, no se detienen». Los habitantes de Cloe, como los retratados por Grosz, nos muestran la fragilidad de las relaciones humanas y se aproximan al concepto de «modernidad líquida» con el que Zygmunt Bauman define, a partir de la metáfora de la liquidez, la precariedad de los vínculos humanos en una sociedad marcada por el carácter transitorio y volátil de las relaciones en el mundo contemporáneo. Concluye Calvino, con respecto a los habitantes de Cloe: «si hombres y mujeres empezaran a vivir sus efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar una historia de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría».
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Ben Shahn
Parque de atracciones
No expuesta
Ben Shahn fue una de las principales figuras del realismo social americano. Dedicado tanto a la fotografía como a la pintura, en numerosas ocasiones combinaba ambas artes tomando sus fotografías como referencia para pintar sus cuadros. Parque de atracciones es un ejemplo de ello.
La imagen de un feriante dormido sobre la repisa de su puesto de tiro, dispuesta junto al retrato de una pareja que disfruta de la feria, genera el punto de partida para contar un relato distinto. Así, como en Ipazia, «los signos forman una lengua, pero no la que crees conocer». El feriante es transformado en visitante que duerme y sueña, convirtiendo a la pareja en ensoñación. «Es el humor de quien mira el que da su forma a la ciudad de Zemrude».
Shahn logra generar una atmósfera de irrealidad abstrayendo al máximo los elementos de la escena. Partiendo de unas fotografías que posiblemente serían el registro de un día festivo, lleno de excesos y ruido, el artista compone un espacio de soledad y de deseo. Como Despina, donde: «cada ciudad recibe su forma de desierto al que se opone, y así ven el camellero y el marinero a Despina, ciudad fronteriza entre dos desiertos».
El desierto del que habla esta obra es el de la soledad de un hombre que anhela una relación de pareja. Esta ambición por amar y ser amado nos recuerda a Anastasia: «La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. […] tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma, y crees que gozas de toda Anastasia cuando solo eres su esclavo».
Observamos entonces que lo que nuestros ojos ven al enfrentarse a esta obra es la realidad construida desde la mirada (que es el deseo) del artista. Y podemos entender su relato propio, que nos recuerda a las palabras de Marco Polo: «Sí, el imperio está enfermo y lo que es peor, trata de acostumbrarse a sus llagas. El fin de mis exploraciones es este: escrutando las huellas de felicidad que todavía se entrevén, mido su penuria. Si quieres saber cuánta oscuridad tienes a tu alrededor, has de agudizar la mirada para ver las débiles luces lejanas».
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Piet Mondrian
Nueva York, 3 (inacabado)
Sala 43
En 1940 Piet Mondrian se traslada a la ciudad de Nueva York. Atrás deja una Europa asolada por la guerra, el avance nazi en París y los bombardeos en Londres.
Las experimentaciones formales llevadas a cabo en Holanda con el grupo De Stijl –formado por artistas y arquitectos que crearon un nuevo lenguaje de representación artística, más universal, puro y sencillo– buscaban alejarse de mostrar la realidad tal cual la vemos y explorar los nuevos territorios de la abstracción geométrica a partir de lo aprendido de las obras cubistas. Estas experimentaciones, que unen el mundo de la pintura, la arquitectura y el diseño, configuran un universo semántico en el que la línea recta y los colores primarios se convierten en el medio para representar la armonía y el orden universal.
En Nueva York, Mondrian continua con la evolución de su lenguaje. Composiciones como New York City, 3 (inacabado) se articulan a partir de líneas rectas, verticales y horizontales, que se cruzan en forma de retícula entretejiéndose unas con otras, y nos muestran los nuevos diálogos e influencias que la ciudad aporta a su obra. Mondrian, atraído por el trazado urbano, la distribución de espacios, los rascacielos y la dinámica vida de Manhattan, desarrolla una serie de lienzos en los que la idea de proceso, el juego de tensiones formales entre línea, color y textura, así como el diálogo con la ciudad se dejan sentir en cada uno de sus cuadros.
En estas obras neoyorquinas es característica la introducción de cintas adhesivas de colores como nuevo material, de carácter experimental y reversible, que le permitían modificar la composición hasta que conseguía el resultado deseado, creando todo un juego de posibilidades. En el caso de algunas de estas obras, como New York City, 3 la obra queda en esa suspensión propia del proceso creativo y se considera inacabada.
Al mirar estos lienzos de Mondrian, no es difícil imaginar las calles, las manzanas y los edificios vistos desde arriba, una ciudad grande y ordenada como Nueva York a partir de los caminos generados por las líneas de color. Una cartografía inspirada por las fotografías aéreas de la ciudad y sus elementos urbanos. Italo Calvino también se inspiró en las grandes ciudades contemporáneas como Nueva York, fascinado por los intercambios y las relaciones que sus habitantes establecen, así como por los mapas imaginarios y los itinerarios posibles que estos entornos urbanos son capaces de generar.
En la ciudad de Esmeraldina, las calles se entrecruzan y sus recorridos crean numerosas combinaciones y rutas posibles. Calvino plantea que «el mapa de esta ciudad debería comprender, señalados en tintas de diversos colores, todos estos trazados, sólidos y líquidos, evidentes y ocultos», aquellos caminos que sus habitantes transitan cada día para evitar el aburrimiento, creando nuevos trayectos para conectar dos puntos de la ciudad: el deambular de los gatos recorriendo las azoteas, el paseo de los amantes clandestinos, incluso «los caminos de las golondrinas, que cortan el aire sobre los techos, caen a lo largo de parábolas invisibles con las alas quietas, se desvían para tragar un mosquito, y luego vuelven a subir en espiral rozando un pináculo, dominando desde cada punto de sus senderos de aire todos los puntos de la ciudad». De modo similar a la Nueva York que imagina Mondrian, la ciudad de Eudoxia se ordena «en figuras simétricas que repiten sus motivos a lo largo de líneas rectas y circulares, entretejido de hebras de colores esplendorosos, cuyas tramas alternadas puedes seguir a lo largo de toda la urdimbre. Si te detienes a observarlo con atención, te convences de que a cada lugar del tapiz le corresponde un lugar de la ciudad y que todas las cosas contenidas en la ciudad están comprendidas en el dibujo».
Mapas que representan ciudades; lienzos que capturan el ir y venir de la vida urbana y sus espacios; combinaciones que tejen redes de conexiones y diálogos posibles dentro de las problemáticas de la ciudad expandida… De todo ello nos habla Calvino cuando describe la ciudad de Ersilia donde, para crear las relaciones que establecen los habitantes con la vida de la ciudad, se tienden hilos entre las esquinas, las ventanas y los ángulos de las casas, y «cuando los hilos son tantos que ya no se puede pasar entre ellos, los habitantes se van: se desmontan las casas; quedan solo los hilos y los soportes de los hilos».
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Ilyá Chashnik
Composición suprematista
Sala 43
En las primeras décadas del siglo XX la Rusia imperial (que después sería la Unión Soviética) vivió una profunda transformación social y brotaron numerosos movimientos de vanguardia en el arte. En ese momento, Ilyá Chashnik, interesado en la obra y la poética de Marc Chagall asistió a la Escuela de Arte de Vítebsk. Fue allí donde coincidió con Malévich, quien de ahí en adelante se convertiría en su maestro. Chashnik cambió radicalmente el estilo de su obra siendo fiel al suprematismo y formando parte, junto a otros estudiantes, del grupo Unovis (Los heraldos del nuevo arte).
Para el suprematismo, la continua representación de la realidad, la ilustración de las costumbres y el virtuosismo de la representación figurativa no tenían ningún valor. Consideraba el suprematismo que la sensibilidad, atrapada en un entramado de símbolos que aludían a lo objetivo y numerable, había sido exterminada. La sensibilidad, como la ciudad de Zora, «obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor, languideció, se deshizo y desapareció. La Tierra la ha olvidado». Para los suprematistas, cuya ambición real no era la de reproducir con exactitud los elementos objetivos de la realidad, sino la de plasmar la sensibilidad, el arte se encontraba hasta ese momento atrapado bajo «la dictadura de un método de representación». Como reza su manifiesto, pensaban que, hasta el suprematismo, el arte estaba anclado en «la imagen de la realidad preferida, la objetividad real y la sensibilidad moral».
Lejos de esta objetividad, el suprematismo desea huir de los referentes y enfrentarnos a la sensibilidad pura. Así, en esta obra, de la que existen varias versiones, Chashnik construye una suerte de figuras geométricas que conforman una especie de ciudad sutil, abstracta, aérea e ingrávida. Como Lalage, «crece en ligereza» y aunque no debamos buscar en ella algo figurativo, podemos soñar esta composición esa ciudad donde se elevan «a lo lejos las agujas de una ciudad de pináculos afilados, hechos de modo que la luna en su viaje pudiera posarse, ya en uno, ya en otro, o mecerse colgada por los cables de las grúas». Pero en ella no encontraremos objetividades a las que agarrarnos, hallaremos solo sensibilidad, que podría ser como esa ciudad de la que habla Marco Polo: «el que va a Baucis no consigue verla y ha llegado». Los suprematistas habitarían Baucis, y no la naturaleza ni su representación, sino un desierto vacío de referentes y alusiones a la realidad y contemplarían fascinados «su propia ausencia», evitando crear nuevas objetividades o conceptos prácticos, huyendo de construir «ciudades demasiado verosímiles para ser verdaderas».
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Wols
La ciudad
No expuesta
Decía Sartre de Wolfgang Schulze, artista conocido como Wols, que intentaba «mirar el mundo con ojos desafectos».
El artista abandonó Berlín en 1933, con la llegada del nazismo. Al estallar la Segunda Guerra Mundial fue internado en un campo de concentración y posteriormente debió huir del avance de las tropas alemanas. Su vida, que duró treinta y ocho años, fluyó entre Alemania, Francia y España, viviendo siempre en los márgenes de la sociedad, una sociedad abatida por la destrucción y los totalitarismos.
Su obra define la tendencia conocida como «tachismo» integrada en el movimiento informalista propio de la época. Moralmente abatidos, desconcertados y desencantados frente a las utopías colectivas, los artistas de la generación de Wols creyeron en el individualismo como último refugio. La subjetividad, expresada en formas abstractas e inmediatas mediante el uso de distintos materiales, fue el modo de representar y analizar la realidad.
Wols combinó en su obra la abstracción con la figuración, tendencia conocida como «arte otro». Este juego de lenguajes forma parte de su visión del mundo, que navega entre la filosofía taoísta y sus aspiraciones de armonía con la naturaleza y el existencialismo, entre la improvisación y la premeditación, entre la belleza y lo fatal, entre lo construido y lo roto.
La ciudad, desdibujada y dibujada de forma azarosa e impulsiva, frenética, está pintada con diferentes técnicas (gouache, tinta china y acuarela). Las manchas, las líneas, hacen que el conjunto parezca una telaraña, como la ciudad de Octavia, «abajo no hay nada en cientos y cientos de metros: pasa alguna nube, se entrevé más abajo el fondo del despeñadero».
La ciudad enmarañada de Wols parece ligera y asfixiante, vacía de vida humana, parece tener vida propia, y haber absorbido a sus habitantes.
Ese sentido laberíntico y pintado desde las entrañas podría recordarnos a Argia: «Si los habitantes pueden dar vueltas por la ciudad ensanchando las galerías de los gusanos y las fisuras por las que se insinúan las raíces, no lo sabemos: la humedad demuele los cuerpos y les deja pocas fuerzas; conviene que se queden quietos y tendidos, tan oscuro está».
Esta ciudad habla del duelo, de lo devastado, del abismo. De la Europa de Wols, donde ya no tiene sentido definirse como feliz o infeliz. Como se dice de Zenobia, «no tiene sentido dividir las ciudades en estas dos clases, sino en otras dos: las que a través de los años y las mutaciones siguen dando su forma a los deseos y aquellas en las que los deseos, o logran borrar la ciudad, o son borrados por ella».
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Richard Estes
Cabinas telefónicas
Sala 51
Bajo el hiperrealismo de la obra de Estes se esconde una ciudad compleja y confusa. Una visión imaginaria, un engaño que nos parece real. La obra parte de la combinación de distintas fotografías tomadas por el artista a unas cabinas de Nueva York. Así, al dirigir nuestra mirada a la composición, encontramos cristales que son espejos, encontramos espejos que no lo son, algunos reflejos reconocibles y otros que nos confunden; signos que nuestra mente se empeña en interpretar. Estes analiza en profundidad la ciudad, las superficies reflectantes, las transparencias, las deformaciones y los reflejos distorsionados que acompañan al viandante en su camino. Explora con la cámara fotográfica y desde una mirada crítica la nitidez objetiva de estas imágenes y estos mensajes cristalinos, captándolos con mayor precisión que el ojo humano, al igual que en la ciudad de Tamara, tomada por una «apretada envoltura de signos» y en la que es prácticamente imposible descubrir qué contiene o esconde bajo ellos. Y así, obnubilados por las superficies desfiguradas de las cabinas y a la vez por el fuerte efecto fotorrealista, creemos estar ante una verdad, pero no lo estamos. Estamos ante un discurso de lo real donde «el ojo no ve cosas, sino figuras de cosas que significan otras cosas», donde «la mirada recorre las calles como páginas escritas, la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara –o en este caso, Nueva York– no haces sino retener los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes». Y reconocemos los edificios que se erigen tras nosotros (los grandes almacenes Macy’s y Woolworth) y vemos cruzar un taxi amarillo y a esas personas que nos dan la espalda, y no sabemos ni sabremos de qué hablan pero, si nos esforzamos, podemos intuirlo. Imaginamos que les escuchamos y oímos el sonido de la ciudad porque, aunque nunca hayamos paseado por las calles neoyorquinas, «cada hombre lleva en su mente una ciudad hecha solo de diferencias»; Nueva York es para los occidentales una ciudad invisible, imaginada mil veces, de mil formas distintas.
A través del realismo, esta obra no quiere darnos respuestas, sino hacernos preguntas. Nos desconcierta, nos invita a comprender aquellos signos incomprensibles. Ya que «no hay lenguaje sin engaño», cada uno de nosotros debe hallar y esquivar la trampa, la gran mentira de la ciudad, y proyectar sobre ella nuestras verdades; debemos esforzarnos por alzar nuestra mirada crítica sobre esta ciudad hecha de signos, hasta que logremos encontrar nuestra silueta en el reflejo distorsionado de las cabinas.