Por Noelia Romero
Una habitación propia invita al visitante a recorrer las salas de las colecciones del museo deteniéndose en una selección de obras que suscitan la reflexión sobre el papel de lo doméstico en el arte y las formas de habitar una casa como proceso de subjetivación desde una perspectiva de género. Antes de nada, es preciso mencionar los acontecimientos que dan título a este recorrido: las conferencias que en 1928 Virginia Woolf leyó en Newnham College y en el Girton College. De ambas surgió el libro A Room of One’s Own (Una habitación propia), estandarte de la reivindicación de los derechos de la mujer durante el siglo XX, así como análisis indispensable sobre la falta de espacios de creación y producción cultural de las mujeres a lo largo de la historia. La falta de vida privada —de una habitación propia, tanto en sentido literal como alegórico—, concluye Virginia Woolf, es la razón principal por la que no hay apenas pruebas fehacientes de producción intelectual femenina:
Al pensar en todas esas mujeres que habían trabajado año tras año y habían encontrado tantas dificultades para reunir dos mil libras, y tanto habían tenido que esforzarse para recaudar treinta mil, estallamos de indignación por la vergonzosa pobreza de nuestro sexo. ¿A qué se dedicaron nuestras madres para no poder dejarnos ninguna riqueza? ¿A empolvarse la nariz? ¿A mirar escaparates? ¿A exhibirse al sol en Montecarlo? Había varias fotografías en la repisa de la chimenea. La madre de Mary —si el retrato era de ella— quizá fue una holgazana en sus ratos libres (se casó con un ministro de la Iglesia y tuvo trece hijos), pero, en tal caso, su vida alegre y disipada había dejado muy pocas huellas de placer en sus facciones. Era una mujer de su casa: una señora mayor, con un chal de cuadros sujeto con un camafeo. (...) Ahora bien, si hubiera montado un negocio, si se hubiera dedicado a la fabricación de seda artificial (...) su hija y yo esa noche estaríamos tranquilamente sentadas hablando de arqueología, de botánica, de antropología, de física, de la naturaleza del átomo, de matemáticas, de astronomía, de relatividad o de geografía.
Un modo emancipador e inclusivo de encuadrar la pregunta «¿qué condiciones son necesarias para la creación de una obra de arte?» no solo apunta a las mermas y carencias relacionadas con el universo femenino tan exento de obras, sino que señala directamente a la necesidad de revisar también las zonas, las habitaciones y los espacios conquistados o apropiados por el hombre, para habitar en ellos de forma creativa. Los talleres, los estudios, los despachos, las cabañas y la naturaleza han sido, y son, continentes y contenido de la creación artística masculina, y merecen por sí mismos una investigación detallada. De igual forma, nos ofrecen un destacado punto de partida para reflejar su ausencia en el universo femenino, tan relegado al espacio de lo doméstico, a las zonas comunes y a los cuidados de la familia. La relevancia de estas habitaciones propias como motivos dignos de ser pintados a menudo sobrepasa su valor testimonial como espacios de trabajo, de producción artística e intelectual, para convertirse en reflejo de la mentalidad del artista, en una modalidad de autorretrato.
En cierto modo, somos lo que hacemos y dejamos nuestra marca donde lo hacemos. El lugar representado no solo acoge una acción o atestigua un oficio, sino que provee de condiciones de posibilidad para que esa subjetividad se exprese y se delimite en un marco concreto. Ahora bien, si la subjetividad masculina se desarrolla, como hemos apuntado, en el taller, en el despacho, en la naturaleza, o en un interior privado, la subjetividad femenina, por contrapartida, tiene lugar en habitaciones comunes, a través de los cuidados domésticos y la administración de los bienes familiares. Y, a su vez, en estancias más privadas e íntimas, donde ellas son retratadas en calidad de musas, encarnando el deseo masculino proyectado. En ninguna de estas temáticas se hace alarde ni de los deseos ni de los saberes propios de ellas, tampoco son la expresión de un yo productor. La gran mayoría, por lo general, son por tanto, captadas como objeto decorativo de uso erótico o familiar. Salvo en algunas excepciones, cuando es una artista femenina la que lo retrata.
Para suscitar esta reflexión nos apoyamos especialmente en una selección de obras de las colecciones que alberga el museo de pintura flamenca del siglo XVI, holandesa del XVII y francesa del XVIII —tan proclives a representar escenas de interior—, pero también en otras de los albores del arte moderno —pertenecientes al romanticismo, al impresionismo y al simbolismo—, así como de comienzos del siglo XX —en particular, el fauvismo y el realismo americano de entreguerras—. Todos estos movimientos artísticos, así como en suma la historia del arte concebida dentro del marco occidental, configuran, atestiguan y promueven la división de roles de género, detallando y perfilando los marcos de acción y subjetivación posibles asignados a cada sexo.
Veamos todo esto a través de las salas, en ejemplos concretos.
Obras del recorrido
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Jan de Beer
El nacimiento de la Virgen
Sala 10
La madre de la Virgen, Santa Ana, se halla en este cuarto orando después de haber dado a luz; a su lado otra mujer la consuela; una más prepara algún reconstituyente mientras la comadrona atiende a la recién nacida Virgen. La imagen, fechada hacia 1520, retrata una escena íntima y religiosa. El autor pretende humanizar el episodio y a sus figuras a través de un contexto cotidiano y doméstico en un acto tan patético como es un parto. Sin embargo, lo tiñe de un tono aséptico, repleto de hieratismo, desprovisto de afectos y carente de naturalidad, una estilización asumible en el contexto artístico alto renacentista. Extrapolándolo a nuestros días, resulta relevante la elección de este pasaje del Protoevangelio de Santiago. Si la historia, la literatura y en general los vestigios y muestras de nuestra cultura han sido mayoritariamente construidos por hombres, ¿qué relevancia adquiere el acto de dar a luz en la historia de nuestra civilización? ¿Existe un tratamiento de tal escena que no esté vinculado al concepto religioso de dar vida, anterior al siglo XX? Nos preguntamos en realidad si un parto es digno de ser visibilizado porque, como avanza Woolf, no somos capaces de medir o valorar algo que no ha quedado registrado en nuestra historia. Las labores históricamente asociadas a las mujeres, como los cuidados o las rutinas domésticas, son aquellas de las que Woolf nos dice que no hay huella reseñable a la que acudir. «No hay ninguna marca en la pared que permita medir la estatura exacta de las mujeres. No hay metros, minuciosamente divididos en milímetros, para medir las cualidades de una buena madre, la devoción de una hija, la fidelidad de una hermana o la capacidad de un ama de llaves». En vez de marcas, hay ausencia o huecos. Efectivamente, no hay criterios cuantificables y estandarizados que narren, analicen o dignifiquen esas actividades, por eso mismo, estos testimonios visuales que forman parte de la colección del museo requieren de nuestra relectura.
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Maerten van Heemskerck
Retrato de una dama hilando
Sala 10
Esta tabla constituye un claro ejemplo del ya citado proceso de subjetivación llevado a cabo a través de un quehacer doméstico. La escena, situada en un angosto interior del que no se adivina detalle alguno, se centra en las formas volumétricas de la indumentaria de la retratada y en los instrumentos necesarios para la labor que desempeña, representados en primer plano —una rueca y un cestillo de labor, además de unas tijeras y de una devanadera de madejas al fondo de la sala—. La muchacha nos mira fijamente en actitud satisfecha y afanosa, mientras sostiene el hilo en una mano y lo guía hasta la rueca. El huso y el acto de hilar insinúan su virtuosismo y sugieren el correcto encaje con las expectativas sociales de una mujer de su tiempo y estatus. Pues, de hecho, la tarea de hilar, además de símbolo de honestidad y castidad, es una referencia recurrente en el arte holandés, donde en algunos casos se incluye una segunda figura que intenta tentar a la dama y distraerla de sus responsabilidades, elogiando así su imperturbabilidad.
Este retrato irradia pulcritud y humildad a través de la indumentaria en colores planos, lisos y sobrios, virtudes que se ven también realzadas en la toca de lino blanco que oculta su cabello. Una parte del cuerpo que, por otra parte, solía dejarse ver solo en estancias privadas, en clara alusión erótica. La dedicación y entrega que evoca el cuadro, convierten la tarea de hilar en la verdadera protagonista, siendo la rueca el principal elemento narrativo. Hilar es en este caso la actividad que se identifica con la feminidad: se realiza en el interior del hogar y no se trata necesariamente del reflejo de una profesión, sino de una tarea propia del proceso de convertirse en mujer. Valida el género de la protagonista, reafirmando así que la adopción de roles corrobora la identidad de género, y no el momento del nacimiento. En palabras de Simone de Beauvoir, «no se nace mujer, se llega a serlo».
Por contrapartida, proponemos comparar esta tela con el Retrato de un hombre leyendo un documento de Gerard ter Borch, que veremos más adelante, en el que se representa el oficio no solo como característica propia del retratado, sino como trabajo remunerado, entendiéndose como el ejercicio libre de una profesión, fuera del hogar y con retribución económica, con el poder que ello conlleva.
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Pietro Longhi
Las cosquillas
Sala 16
Esta escena de Pietro Longhi se desmarca en cierto sentido de nuestro criterio selectivo por no retratar per se ninguna de las cuestiones relacionadas con la presencia masculina o ausencia femenina en el ámbito privado de la casa y sus múltiples formas de ser habitadas. Aun así, aporta un elemento novedoso dentro del universo de los afectos y nos sirve para comparar ese tratamiento del espacio afectivo de las habitaciones privadas con lienzos que veremos más adelante, como La toilette de François Boucher, o El duque de Orleans mostrando a su amante de Eugène Delacroix.
Pietro Longhi homenajea en tono lúdico el juego erótico que sucede entre unos jóvenes de la aristocracia veneciana mientras son observados por una sirvienta. La figura femenina que preside el cuadro mira directamente fuera de él y pide al espectador silencio con un gesto y una mirada cómplice. Con su mano derecha acaricia con una pluma a un joven dormido intentando sacarle de su letargo. Al tiempo, una tercera figura abraza a la primera y se suma a la diversión. La sirvienta, alejada de este trío afectuoso, les observa emulando al espectador y anulando así el efecto vouyeur que veremos en Boucher y Delacroix. Nos hace cómplices, a la vez que nos incluye como invitados a la escena.
La mujer que inicia el juego es nuestra protagonista, pues activa la escena. Aquí —ya estamos en el siglo XVIII— el objeto de deseo es el muchacho, que disfruta de las cosquillas, y el sujeto que domina es la joven, quien nos mira fijamente pidiéndonos que seamos discretos. Esta obra, muy del gusto burgués de la época rococó, nos resulta pertinente para nuestra lectura porque se adscribe dentro de la separación de los roles tradicionales, según la cual, la mujer ocupa el ámbito de los placeres sensoriales y el hombre el de los intelectuales (como veremos más adelante en obras como Rincón de una biblioteca de Van der Heyden, Retrato de un hombre leyendo un documento de Ter Borch, o El lector de Ferdinand Hodler). Para autoras como Rita Segato, el patriarcado surge de mitos como el pecado original —generalizados en muchas culturas— donde la mujer lo encarna, siendo presa de las pasiones, y el hombre se ve obligado a tomar el poder, en un triunfo de su voluntad y autodisciplina, por la vía cognoscitiva y moral. Aquí, de alguna manera, ella es quien invita a cometer algún pecado, enmascarado en la inocente forma de unas cosquillas.
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Jan Jansz. van der Heyden
Rincón de una biblioteca
No expuesta
Este lienzo muestra un detallado inventario de objetos de una típica habitación de estudio de comienzos del siglo XVIII. Es un espacio dedicado al conocimiento y al trabajo, donde se representa una librería protegida por una pesada cortina junto a numerosos elementos relacionados con la cartografía (atlas, mapas y globos terráqueos), como muestra del interés de la época por descubrir los límites geográficos y conquistar confines desconocidos.
Damos por hecho que es una estancia masculina, puesto que la generación de conocimiento así como todo ejercicio intelectual eran tareas reservadas a hombres de elevado estatus social. Además, en una de las sillas se apoya un bastón, elemento que restringe el uso de este espacio al hombre de la casa. Se incluyen también varios elementos de tipo oriental, como la lanza que reposa junto a los mapas enrollados y el tapete chino rojo de seda adornado con motivos florales, que debe entenderse como un guiño decorativo, prueba de la conquista de lugares remotos y la apropiación de materiales exóticos, en vez de como un elemento feminizante per se. Por último, el candelabro con la vela consumida nos revela la cantidad de horas dedicadas al estudio. Aunque es una sala vacía, la narratividad que aportan los objetos permite una lectura sobre el uso, sobre las acciones que allí se desarrollan y sobre los sujetos invitados a la escena. Hombres (posiblemente el propio artista), que gozaban de una cierta condición social con la capacidad, el poder y los recursos necesarios para ocupar un lugar en la producción del saber. Esta habitación está, digamos, apropiada, y es, en palabras de Woolf «un vástago del lujo, de la intimidad y del espacio». Es una habitación propia, en todos los sentidos.
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Gerard ter Borch
Retrato de un hombre leyendo un documento
Sala 27
A lo largo de gran parte de la Historia del arte anterior al siglo XIX, cuando se retrata a una mujer en la actitud en la que Gerard ter Borch retrata a este hombre, suele sostener algo que la representa o la define —una rueca, como ya vimos, un santoral, una biblia, un rosario, o algún arreglo floral o decorativo, entre otras cosas— elementos que le atribuyen virtudes morales y rinden homenaje a su buen hacer, que describen un rol dentro de la costumbres imperantes. En el caso de esta obra el papel que enseña en sus manos habla de él, pero a diferencia de lo que sucede en los ejemplos femeninos, indica que tiene una ocupación fuera de los límites de la casa, que reporta, además, independencia económica, concediendo un valor a su individualidad sin necesidad de recabar en su dignidad moral. Aunque el pintor nos sitúe en una alcoba con la cama al fondo —Gerard ter Borch fue conocido por sus retratos intimistas y escenas domésticas— lo que predomina es el oficio que desempeña el hombre, que es en este caso lo que le confiere cierto estatus. Una vez más, es Woolf quien nos inspira en la elección de este cuadro: no se trata solo de las habitaciones que las mujeres no han conquistado, se trata también de los sueldos que no pudieron ganar, de las profesiones que no pudieron ejercer, «porque en primer lugar, no podían ganar dinero y, en segundo lugar, de haber podido, la ley les negaba el derecho a poseer el dinero que hubiesen ganado».
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Pieter Hendricksz. de Hooch
Interior con una mujer cosiendo y un niño
Sala 25
De Hooch representa aquí una escena cotidiana de la vida de una mujer en una casa, en una estancia de uso común, rica en detalles, que hace las veces de escenografía. Se trata de una intimidad silenciosa y tímida muy alejada de los retratos ostentosos de familias adineradas. Es, asimismo, un homenaje a las labores necesarias para la constitución de un hogar, la crianza, los cuidados, las tareas domésticas y la soledad que las acompaña. Aunque los estudios sobre el trabajo doméstico son posteriores a la fecha de realización de este cuadro, podemos afirmar que la ideología imperante en torno a la domesticidad sitúa a las mujeres como responsables «naturales» del cuidado, abriendo un proceso de resignificación de la maternidad en conflicto con las actividades denominadas como «productivas». De hecho, a principios del siglo XX, con la generalización del pago de un salario a cambio del trabajo realizado, el trabajo doméstico pasó a considerarse como improductivo. Este cuadro, como otros que se encuentran en las colecciones Thyssen, rompe de algún modo con el silencio histórico en materia de cuidados; esto es, con la falta de información sobre las costumbres y tareas que dieron cabida y posibilitaron la subsistencia de los componentes de la familia. De igual forma, ilustra la dicotomía entre trabajo digno de remuneración fuera de la casa y cuidados realizados en la intimidad del hogar. Esa vida privada dentro de cuatro paredes, que históricamente ha suscitado tan poco interés es la que conforma nuestro —aún vigente— uso de la intimidad; un fuero que sigue atribuyéndose al universo femenino, aunque en progresivo declive gracias a su recuperación y revisión.
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Nicolaes Maes
El tamborilero desobediente
Sala 25
Este cuadro evoca aquellos tiempos en los que el cuidado de los menores era una tarea asignada a las mujeres, madres naturales o no de estos, y su labor incluía la corrección de ciertos comportamientos, usando en muchos casos la fuerza. De manera sutil pero drástica, esta escena nos muestra el castigo de un niño pequeño y ruidoso que, por haber estado a punto de despertar a su hermana menor, se ha llevado una reprimenda y quién sabe si un azote con la vara que la madre sostiene en su mano izquierda. Por contrapartida, una de las baquetas del tambor descansa en el suelo derrotada. El niño se enjuga una lágrima, y su hermana descansa en la esquina de la estancia, donde apenas roza el sol que inunda la habitación. Ambas figuras, madre e hijo, rebosantes de gestualidad, son protagonistas de este agitado episodio, a diferencia de la callada atmósfera pintada por de De Hooch.
En el contexto de la época, no se atisba nada desdeñable en este comportamiento reprobatorio de la madre. De hecho, una actitud férrea en el cuidado de los hijos reafirmaba positivamente el papel de la mujer dentro de esas cuatro paredes, dado que lejos de ser presa de la debilidad que se le presuponía por ser mujer, descendiente de Eva, ensalzaba su autoridad.
Este lienzo permite además hacerse una pregunta sobre la maternidad al hilo del planteamiento inicial que sirve de guía por las salas: ¿Para qué iba a necesitar una mujer una habitación propia, un lugar para ella sola, si su desarrollo y autorrealización pasaba por el ejercicio del cuidado del otro? Dicho de otro modo ¿la mujer se constituye a sí misma en un ejercicio de autoafirmación o es su maternidad la que la ubica en su tarea vital? ¿Si prescindimos de la maternidad, qué roles se le atribuyen?
A lo largo de este recorrido podemos encontrar diferentes figuras femeninas en actitudes diversas, pero ¿de cuántas y de cuáles presuponemos que son madres? ¿Cuáles ostentan esa categoría? La maternidad no solo ha sido concebida a lo largo de la historia como un estado de gracia, o una decisión divina, sino que ha operado como dispositivo calificador de «clases» de mujeres, siendo «la madre» un ejemplar de eminente dignidad y valía, y cuya realización venía a anular o enmascarar de algún modo la propia búsqueda o realización de subjetividad misma, paralelamente a la descalificación profesional y patrimonial.
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François Boucher
La toilette
No expuesta
Nos encontramos por primera vez durante el recorrido con lo que podría considerarse una estancia destinada para el para uso privado de la mujer. La escena narra un momento distendido y ocioso, tan del gusto de Boucher. No en vano, el tema escogido es un momento del aseo femenino, un ritual privado y oculto a la mirada de los hombres (como el parto representado en El nacimiento de la Virgen de Jan de Beer que comentábamos antes) y que, sin embargo, resulta ser una elección casi obsesiva por parte de los artistas hombres. El baño como motivo no tiene relación directa con una bañera o con la desnudez explícita, mucho menos en el periodo rococó, aunque sí y de modo muy recurrente durante el impresionismo. La toilette hace alusión al ritual de higiene, acicalamiento y atorrecreación necesaria para encajar en la expectativa femenina de la época. Es un acto en el que la mujer se decora, se acomoda entre corsés, puntillas, cancanes, rasos, ligas, plumas y joyas. La mujer no solo se viste, se conforma. La mirada del pintor-hombre, aquí, contribuye a embellecer la representación que generalmente se le oculta, introduciendo así el tema del voyeur. Este acto de «empolvarse la nariz» como dice Woolf, es lo que los pintores señalan en sus cuadros como las habitaciones «propias» de las mujeres, espacios personales indicados para el enaltecimiento de su belleza. Una muestra más de esa entrega, o abandono según se mire, de la mujer al universo de lo meramente sensible, dentro de la dicotomía racional-sensible tan denostada por la modernidad posterior.
En contrapartida a esta imagen, nos resultaría fuera de lugar encontrarnos ante una toilette con modelos masculinos, preparándose un baño o vistiéndose, y catalogarlo como un momento de ensimismamiento o un espacio para su autoafirmación. Como la próxima obra se encargará de mostrar el tiempo dedicado a uno mismo, dentro del imaginario masculino, era un asunto más solemne.
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William Michael Harnett
Objetos para un rato de ocio
Sala 32
En esta naturaleza muerta, a diferencia de otras obras escogidas, nos detenemos a observar ciertos objetos. No muestra una habitación, sino una acción materializada y narrada por las cosas que se nos muestran. Son el rastro que ha dejado una presencia masculina, cuyo poder legitima ese tiempo de placer intelectual, ensimismado y en soledad. ¿Cuáles habrían sido los enseres escogidos para retratar a una mujer en ese contexto, de haberse sabido merecedoras de ello? Seguro que no nos vendrían a la mente una jarra y una botella de cerveza, junto a un periódico, un libro y una pipa humeante y una galleta mordisqueada. Posiblemente —como ya hemos visto en el cuadro anterior—, se trataría de artículos de aseo personal y cosmética, o de objetos para la oración; elementos que conforman y ayudan a fijar los roles de género que aún en nuestros días identificamos y perpetuamos. De hecho, a juzgar por esta naturaleza muerta y la obra ya mencionada de Boucher, en su tiempo libre los hombres leían, bebían y fumaban, y las mujeres se dedicaban a salvaguardar el ideal de belleza, casi como si de su monopolio tratara.
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Eugène Delacroix
El duque de Orleans mostrando a su amante
Sala 29
Este lienzo alude a un episodio recogido en la Historia de los duques de Borgoña, de M. Barante. En él se narra como el duque de Orleans muestra a su amante desnuda —Mariette d’Enghien— al que es su marido, su antiguo chambelán Aubert le Flamenc. La enseña desnuda pero le oculta el rostro, invitando a adivinar la identidad del cuerpo a quien es nada menos que su esposo, pero este es incapaz de reconocerlo como el de su compañera.
Este es quizás el lienzo de la colección que mejor refleja la relación entre el cuerpo femenino y su mercantilización. La mujer que ambos hombres se disputan se sitúa en el centro del cuadro de espaldas entre los dos hombres, mientras uno la admira y el otro descubre su figura desnuda. La representación del cuerpo desnudo funciona aquí como objeto mercantil, señalando así una tarea más dentro de las asignadas a la mujer: la de satisfacer deseos de otros. El gesto que oculta el rostro con una sábana, motivo que forma parte de la trama del texto de Barante, adquiere en nuestra reflexión un nuevo significado: el de la condición anónima de la mujer. El espectador atisba a ver su perfil en una actitud vergonzosa y tímida, pero su rostro se oculta para que, de algún modo, su identidad quede suspendida en la adivinanza, y al no ser acertada, se ratifique su anonimato. La sábana opera como una pared que anula la posibilidad de identificar a la persona, de retratarla, y se nos presenta por tanto como un cuerpo destinado al disfrute de otro.
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Berthe Morisot
El espejo psiqué
Sala 33
Virginia Woolf, en la conferencia que nos sirve de guía por estas salas, afirmó que «Las mujeres han servido durante siglos como espejos dotados del mágico y delicado poder de reflejar la figura del hombre duplicando su tamaño natural». Ahora, ante esta obra de Berthe Morisot vemos a una joven en una estancia privada y frente a un espejo, en una actitud diametralmente opuesta a la de Boucher en La toilette. La mirada de la modelo, así como su reflejo, no pretenden complacer a nadie más que a ella misma. Hay un cierto ensimismamiento en el acto de admirarse ante el espejo que nos remite a Narciso y señala ya elementos de subjetivación que distan de los retratos tradicionales que pretendían mostrar cualidades venerables al espectador. La muchacha está representada de perfil, absorta en sus pensamientos. La artista la capta en un momento de reconocimiento y afirmación del propio cuerpo en una actitud que contrasta con la de posar para un pintor hombre. En esta escena ella posa para sí misma, aunque sin abandonar el papel de «objeto bello» en el que reside la clave del éxito del retrato femenino en la sociedad patriarcal, una sociedad que tradicionalmente ha personificado a la Vanidad como una mujer que se mira al espejo.
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Ferdinand Hodler
El lector
No expuesta
Este lienzo del pintor simbolista suizo Ferdinand Hodler nos remite al espacio de la lectura, lugar que ha calado en nuestra cultura como espacio interior y de actividad individual. Hay en el acto de leer un principio irreproducible, absolutamente íntimo, que la pintura se empeña en captar y solo atisba a adivinar a través de las figuras de los lectores. Leer, como ya apuntaba Guillermo Solana en su catálogo de la exposición Heroínas (2011), es construir una habitación propia, es un modo de cultivar la identidad y, en el caso de las mujeres lectoras, tan sumamente retratadas en la historia de la pintura occidental, es una búsqueda por vivir su vida a través de otras vidas, al menos en el caso de la novela. La pose del lector o la lectora no es solo afín a la pintura por su actitud estática, sino que contiene algo teatral, como si quisiéramos leer a través de los trazos lo que lee la persona representada.
En este cuadro, aunque sí sabemos que lo que el personaje lee es un periódico, desconocemos el contenido de la lectura, pero indudablemente identificamos cierta afección en él. Este retrato masculino es todo un homenaje a esa teatralización, a la somatización de la lectura. La expresividad de la pincelada nos sitúa ante una monumental carga, la del paso del tiempo, encarnada en sus arrugas y en sus canas, y nos dirige hacia el periódico que reposa en la mesa, hacia el que se enfoca su mirada, oculta al espectador a su vez por la mano del lector, que parece aislarse de lo que le rodea. El tema central es así el enaltecimiento del «yo» entendido como exaltación de la subjetividad, y no una encarnación de derechos y deberes morales que venían a justificar la pertinencia de un retrato por el estatus social, como en anteriores ejemplos de este recorrido. Por el contrario, el modelo se conmueve, somatiza la lectura.
La literatura, sea biográfica o no, conlleva cierta autorreferencialidad, se aposenta en el concepto mismo de sujeto, alguien que tiene algo que decir y la necesidad de dejarlo fijado. Lo mismo sucede con las representaciones visuales de los rincones de trabajo. Casi todo artista que pretendió serlo en los últimos cuatro siglos en algún momento pintó su taller como correlato de su subjetividad en una suerte de autorretrato. Hay un componente narrativo en mostrarse a través de una habitación propia, pues lo propio —la propiedad— sella el carácter, afianza la dignidad, atestigua y delimita el lugar de un sujeto en el mundo. En definitiva, la propiedad determina el proceso de subjetivación. La ausencia de ella, como es el caso que nos ocupa, nos sitúa en un limbo vulnerable e indeciso donde las palabras no quedan fijadas y las pinceladas no secan, donde se adivina el anonimato.
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Henri Manguin
Las estampas
Sala H
Esta obra comparte con muchas de las otras seleccionadas el escenario de una habitación privada habitada por dos mujeres, que en este caso contemplan unas estampas en una suerte de juego de miradas desdobladas. Las figuras, una desnuda y otra vestida de manera sobria, representan a la misma persona, Jeanne, la mujer del pintor. En actitud didáctica o adoctrinadora, sugerida por el oscuro traje que contrasta con los coloridos fondos, la mujer vestida parece instruir a la que está desnuda mientras la observa y apoya sobre su regazo las láminas coloreadas. A su vez, la Jeanne desnuda observa directamente las estampas en un escorzo, dejando al descubierto su espalda. La elección de la postura, así como su protagonismo dentro de la escena, es un homenaje manifiesto a El baño turco de Ingres, ejemplo paradigmático de voyeurismo.
Ambas versiones de Jeanne, ensimismadas y concentradas en su tarea, parecen complementarse, ilustrando las diversas facetas que para el pintor tenía su esposa. La mujer desnuda se deja interpelar por la obra que contempla, fija su atención y mirada en ella mientras nos muestra su desnudez desinteresada. La mujer vestida «enseña» mientras la desnuda «se enseña». Podría pensarse que Manguin duplica aquí a la modelo en una suerte de homenaje a las diferentes facetas de su mujer, a saber, la intelectual y la sensitiva. Pero resulta más plausible que dicho desdoblamiento no entrañe una lectura más allá del formalismo plástico, y que al pintarla desnuda, el pintor asimile una vez más la silueta femenina con un objeto bello en una especie de arabesco —como las estampas mismas que sostiene en la mano— que contrastan con la profusa decoración y colorismo de la estancia.
Con todo ello no dejamos de concebir la escena (como ya pasaba con Boucher) como un ejemplo de estampa pictórica en sí misma que aglutina la convención masculina sobre la identidad de la mujer en una suerte de proyección de sus deseos. Como resume Woolf: «En realidad, si la mujer no tuviera existencia salvo en la ficción que han escrito los hombres, uno se la imaginaría muy heterogénea, heroica y mezquina, esplendida y sórdida, infinitamente hermosa y extremadamente horrible, tan grande como el hombre, más grande según algunos. Pero esa mujer es la ficción».
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Georgia O'Keeffe
Calle de Nueva York con luna
No expuesta
Ya hemos recorrido más de cuatrocientos años de historia por estas salas, y en los cuadros comentados ha predominado la actitud voyeurista masculina proclive al embellecimiento del imaginario femenino. También un uso narrativo de las estancias comunes en las que los cuidados domésticos y familiares ponen de manifiesto el virtuosismo de la mujer en calidad de esposa y madre de familia.
Situarnos ahora ante la imagen de una calle puede resultar extraño. En 1925 una pintora se atreve a retratar la calle. Lo traemos a colación como ejemplo manifiesto del intento de apropiación de una vida no solo privada, sino también pública, común a todos los habitantes de la ciudad, hombres y mujeres, más allá de una casa o una habitación interior. Este lienzo representa el desafío de las mujeres por formar parte de la vida pública a partir de principios del siglo XX, por tener presencia activa también en el espacio público, como ya han analizado numerosas autoras feministas como Deborah L. Parson.
Que una mujer retratara una ciudad en aquella época era un acto osado. La propia Georgia O’Keeffe lidió con intensas críticas por querer plasmar en su obra la imponente ciudad de Nueva York. Su marido, Alfred Stieglitz se opuso a la inclusión de este cuadro en la exposición individual de la artista en las Anderson Galleries, en 1925, por apelar a un espacio y un motivo supuestamente masculino. En cambio, la instó a incluir óleos de flores a escala ampliada, considerados más adecuados y femeninos. Un año después, O’Keeffe consiguió que formara parte de la muestra en The Intimate Gallery y lo vendió el primer día por mil doscientos dólares. «A partir de entonces, me dejaron pintar Nueva York», indicaba la artista.
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Edward Hopper
Habitación de hotel
Sala 45
Como epílogo a esta selección de obras, nos situamos ante una silueta femenina y solitaria en una habitación de hotel, pintada en 1931 por Edward Hopper. Dos años antes de la realización de este cuadro, Virginia Woolf leyó en la Newnham College la conferencia que ha servido de inspiración para este recorrido. Este dato demuestra que la escena cultural de la época ya acogía una reflexión y un cuestionamiento sobre el papel de la mujer en el ámbito público y privado. Además, los hoteles y los espacios de ocupación efímera, como aeropuertos, restaurantes o estaciones, comenzaban a considerarse escenarios interesantes desde la óptica de los artistas, en los que Hopper encontró los lugares ideales para retratar el espíritu de una generación en constante pérdida de vínculos afectivos.
La imagen de esta mujer sentada al borde de la cama transmite una inquietante sensación de soledad, una constante, por otro lado, en la obra del pintor americano, que además está desprovista de cualquier accesorio convencional ligado al imaginario femenino citado en otras obras. En ropa interior, sostiene en sus manos un horario de trenes. De su rostro únicamente se adivina el perfil, sin gesto identificable, rasgo que afianza la necesidad del artista de hablarnos del anonimato. La ausencia de elementos decorativos ratifica esa percepción de espacio impersonal y vacío, y la verticalidad de las líneas con la que se delimita el cuarto nos abruma, dejándonos ante una forma encajada e inerte, de la que se desprende una narratividad imprecisa.
Casi todos los espacios domésticos citados en este recorrido están teñidos de cierta impersonalidad, pero ello adquiere una mayor solemnidad en el caso de una habitación de hotel, donde las estancias se configuran para acoger escasos instantes de la vida. No han sido pocas las muestras artísticas posteriores que han fijado la mirada en lugares de paso en los que dejamos algo de nosotros. Sobre esas huellas que dejamos, y en diálogo con este lienzo, es destacable la obra que Sophie Calle llevó a cabo en los años ochenta recopilando en una suerte de pruebas incriminatorias una serie fotográfica de catorce habitaciones en un hotel de Venecia (L’Hôtel). Ella, una mujer, se convertía en voyeur y detective de la intimidad allí entramada. Además de las fotografías, la artista dejó constancia escrita, como si de un reporte policial se tratara, de los hechos que pueden leerse a través de las huellas y los objetos encontrados. Es quizás un homenaje o respuesta a la obra de Hopper, pero a diferencia de éste, Calle acompañó su obra de documentación exhaustiva, en un intento por escapar del anonimato y la imprecisión. Tal vez podríamos leer en la obra de Calle el impulso de una mujer artista de apropiarse de la narratividad, de ser ella sujeto de la trama; esto es, de ser la que da sentido a esas habitaciones, apropiándose de su potencial historia.