Por José Ramón Fernández
Hablamos de artes escénicas para referirnos a todo aquello que se representa con una intención artística ante un público: el teatro, la danza, la música, el circo... Esa intención artística alcanza a las grandes figuras pero también, por qué no, a los artistas callejeros. Alguien se muestra ante el otro con la intención de transmitir o provocar una emoción. Las artes escénicas son un territorio para el encuentro.
Por una parte, la relación entre la obra y su público tiene lugar con la presencia de algunos de los artistas responsables de ella y puede verse modificada por los asistentes de forma determinante. Una novela, un poema, una pintura, una escultura, son manifestaciones artísticas que no se ven modificadas por quienes las disfrutan. Una función teatral, operística o de danza, así como cualquier ejecución pública de piezas musicales, se ve a menudo transformada por lo que hoy llamamos la «recepción».
Por otra parte, y esto es lo que queremos significar en este recorrido, las artes escénicas son un territorio complejo para el encuentro de artes diferentes, para el contagio de unas a otras. Un espectáculo vivo puede reunir disciplinas tan diferentes como la música, la danza, la literatura, las artes de la imagen... .
En una pieza teatral, coreográfica, circense... encontramos elementos pictóricos en la escenografía, en los figurines, en la luz, en los propios gestos de los intérpretes. Tanto es así que, a menudo, tareas como el diseño de la escenografía o el vestuario de los espectáculos han sido desempeñadas por pintores.
Es inevitable, si pensamos en esa cantidad de signos cercanos a la pintura, que entre las obras que pueblan una colección tan rica y llena de matices como la que reúne el Museo Thyssen se nos ofrezcan testimonios de ese encuentro entre artes escénicas y pintura.
Por supuesto, hay más posibilidades para este viaje, pero, como amantes de la pintura, todos hemos vivido más de una vez ese cansancio que nos impide disfrutar de las obras porque llevamos demasiado tiempo de pie o, sencillamente, porque nuestros ojos necesitan digerir lo que ven; y, para ello, conviene ser prudente para que demasiada información no acabe convirtiéndose en ruido. Por eso hemos escogido un número limitado de cuadros. Aun así, aprovechamos las líneas de esta introducción para sugerirles que visiten las salas de pintura medieval, renacentista y barroca y observen, por ejemplo, tres realidades de nuestro acervo cultural: la de la tradición griega, la de las pinturas relacionadas con los autos de Navidad y los cuadros de músicos.
En primer lugar, vale la pena que recordemos la cultura grecolatina como una de las bases en las que se fundamenta nuestra visión del mundo. En esa base fue un hecho principal el teatro y los tres grandes trágicos griegos, Esquilo, Sófocles y Eurípides. Entre las grandes obras de ese primer capítulo de nuestra cultura, brilla especialmente Medea, la princesa hechicera que se venga del desamor de Jasón matando a sus propios hijos. Una historia que tiene especial eco en nuestro país, a partir de la mítica versión de Miguel de Unamuno con la que Margarita Xirgu y Enrique Borrás inauguran el Teatro Romano de Mérida en 1933, dando el punto de partida a uno de los eventos culturales más conocidos de nuestro país: el Festival de Teatro Clásico de Mérida. La historia de Medea –que traiciona a su patria y a su familia para ayudar a Jasón y sus argonautas a robar el vellocino de oro, que luego es abandonada por este, y que se venga de ese abandono matando a sus propios hijos– forma parte de la tradición literaria y cultural de Occidente. El museo Thyssen ofrece dos miradas sobre esa historia: la pintura de Enrico de Roberti, Los argonautas abandonan la Cólquida, y Jean-François de Troy, Jasón y Medea en el templo de Júpiter.
En la Edad Media, tras casi mil años de casi completa desaparición, el teatro vuelve a respirar. Y lo hace en las iglesias, como acompañamiento a las grandes celebraciones. Los primeros textos dramáticos españoles son autos de Navidad, y en ellos se cuenta el nacimiento de Jesús, la anunciación a los pastores o la adoración de los Reyes. El texto español más antiguo es un auto de los Reyes Magos. Esa fuerza de los asuntos religiosos se puede apreciar en obras como la Adoración de los Magos de Luca di Tommè o la Adoración del Niño de Bartholomäus Bruyn el Viejo.
Al mismo tiempo, siempre existió un arte de la calle: contadores de historias, saltimbanquis, músicos... La fiesta, la calle. Nuestro Pierrot contento de Watteau podría iniciar también una visita por pinturas que hablan de amigos que se unen en una fiesta, de encuentros campestres, de músicos callejeros, de personas de cualquier origen que hallan la felicidad en la música. Los dejo fuera de nuestro recorrido, pero cito este ramillete de nombres: El tío Paquete, de Francisco de Goya; El conde Fulvio Grati, de Giuseppe Maria Crespi; Pescador tocando el violín, atribuido a Frans Hals; El violinista alegre, de Gerrit van Honthorst; Los jóvenes músicos, de Antoine Le Nain; Grupo de músicos, de Jacob van Loo; Comiendo ostras, de Jacob Lucasz. Ochtervelt; Concierto campestre, de Jean-Baptiste Pater; Fiesta campesina, de David Teniers; Autorretrato con laúd, de Jan Havicksz. Steen... incluso Shahn, Braque y Miró se apuntarían a esta fiesta de músicos alegres.
Mención aparte, claro, merece una pintura muy especial ubicada en la segunda planta del museo: el retrato del bufón El caballero Cristóbal, de Hans Wertinger. El retrato de un bufón del duque de Baviera nos descubre la importancia de su estatus en la corte de aquel tiempo. La fecha del cuadro nos lleva precisamente a esa resurrección del teatro, que languideció en los primeros siglos de nuestra era y volvió a respirar con fuerza cuando concluía la Edad Media. Durante esos siglos, fueron los payasos, los bufones, los cómicos ambulantes quienes siguieron dando aliento a esa disciplina artística que parecía haber muerto para siempre.
En definitiva, hemos elegido veinte cuadros de esta magnífica colección para proponer un paseo por las artes escénicas que provoque la curiosidad, que provoque que usted quiera saber más sobre el teatro, la música, la danza, el circo... y para que vuelva a encontrarse con estos pintores maravillosos que seguramente ya le han proporcionado algunos momentos de felicidad. Una última nota: presentamos los cuadros por orden cronológico. Por supuesto, el paseo tiene mil caminos y ese es solo el más evidente. Buen viaje.
Obras del recorrido
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Jean Antoine Watteau
Pierrot contento
No expuesta
Estamos en 1712, en los últimos años del reinado de Luis XIV, el Rey Sol. La nobleza francesa, alegre y despreocupada, entretenía sus noches en lo que se conoció como «fiestas galantes». Juegos, disfraces, música... Si desea usted imaginar aquellos momentos dulces, le recomendamos un paseo por unos jardines hechos a la moda de aquella época en Madrid algunos años después: los jardines de la finca El Capricho, pertenecientes a los duques de Osuna y hoy abiertos al público. El jardín anglochino era en sí un juego: rincones aparentemente silvestres, algún lago, un laberinto, una casa encantada, autómatas... Justo en esos años, en la época en que la nobleza francesa se entretenía con aquellas veladas, es cuando JeanAntoine Watteau comenzó a pintar.
Lo que nos muestra este pequeño cuadro es una de esas noches, de esas fiestas galantes. Cinco personas en el frescor de la noche. Una mujer toca la guitarra y dos de los hombres van disfrazados como personajes de la Commedia dell’arte, Mezzettino y Pierrot.
Watteau se había formado con el escenógrafo Claude Guillot y allí, en los teatros, encontró uno de los motivos que más identificamos con su pintura. Los personajes de la Commedia dell’arte o, más concretamente, de la comedia italiana, es decir, la evolución que había experimentado en París aquella forma de teatro popular.
La Commedia dell’arte ya funcionaba desde el siglo XVI y no era otra cosa que una evolución de los cómicos de aquella Roma del siglo i en la que se forjaron, gracias a Plauto y Terencio, muchos personajes que han construido miles de comedias y que llegan a nuestros días. El criado travieso que no puede resistir la tentación de hacer trastadas sin mirar las consecuencias, es decir, Arlequín, Mezzettino, Escapín, son parientes lejanos de Bart Simpson, como el viejo Pantaleone lo es del avaro de Molière o de Mr. Burns. La Comedia revivió a aquellos personajes, y las plazas de los pueblos se llenaron de cómicos que improvisaban sus piezas teatrales a partir de un pequeño cañamazo1 , de un esquema. Una pareja de enamorados, un viejo celoso, enredos y engaños, acrobacias, sorpresas, criados divertidos que todo lo enredan... Diversión.
Este teatro popular se extendió por toda Europa. Cervantes menciona su recuerdo de los primeros cómicos y de Lope de Rueda, que lo introdujo en nuestro país. En Francia, las compañías que hacían Commedia dell’arte tomaron el nombre de Comédie Italienne y gozaron de una extraordinaria popularidad durante el siglo XVII. Sus formas se hicieron más refinadas y dejaron de usar las máscaras. Eran el teatro popular, no oficial, y tenían un gran éxito. La fuerte competencia que supuso para las compañías oficiales llevó a que fueran prohibidos. Es curioso que cuando Watteau pintó este cuadro sus personajes no podían verse en los escenarios. Poco después, se levantó esa prohibición, se les permitió representar a autores franceses y se convirtieron en los favoritos del gran dramaturgo Pierre de Marivaux. Si Marivaux unió la suerte de sus comedias a estos personajes, también encontramos sus ecos en Moliére, en los «graciosos» de las comedias españolas o, más tarde, en los personajes de las comedias de Beaumarchais, El barbero de Sevilla y Las bodas de Fígaro. Los personajes de la Comédie Italienne eran, pues, la moda en aquel París. Y Watteau los llevó a la pintura. No solo los pintó: los llevó a la pintura, para convertirlos en motivo, en mito. Scaramouche, Arlequín, Mezzettino, Pantaleone, Aurelia, Diamantina... ¿Y Pierrot?
Pierrot es una evolución del personaje Pedrolino, el criado honesto y un poco inocente, que contrasta con Arlequín. Así, han caminado juntos durante cinco siglos, el bondadoso de la cara blanca y el travieso del traje de colores y la máscara negra; el payaso carablanca y el augusto. Pierrot, bondadoso y melancólico, fue convertido por Watteau en un icono para el arte. Nos extendemos más en esta presentación porque nos vamos a volver a encontrar con este amigo a lo largo de este recorrido. Pierrot se hizo popular en París gracias a un actor, Giuseppe Giratoni, hacia 1665. De modo que, cuando Watteau pinta este cuadro, está dando protagonismo a un personaje muy popular en su país. Watteau volvió a hacer protagonista a Pierrot en otros cuadros, especialmente en el que hoy se puede ver en el Musée du Louvre de París.
Nuestra imagen de Pierrot es algo diferente de la que nos muestra Watteau. Fue otro actor, Jean-Gaspard Deburau, quien le dio su personalidad definitiva, la del payaso melancólico de la cara blanca, en los inicios del siglo XIX. A partir de la imagen creada por Deburau, el dulce Pierrot se convirtió definitivamente en un icono de la pintura. No podemos evitar el recuerdo que construyó para el cine el genial actor francés JeanLouis Barrault en la película Los niños del paraíso (1945) de Marcel Carné.
1 Los guiones que se usaban para la Commedia dell’arte eran llamados canovaccio (cañamazo). Se trataba de unos apuntes sobre los que los actores improvisaban la acción.
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Johan Zoffany
Retrato de Ann Brown en el papel de Miranda (?)
Sala 24
Estamos ante una pintura diferente, al menos entre los aficionados españoles. Se trata del retrato de una actriz caracterizada como un personaje, con el decorado de una obra teatral como fondo. Es algo singular aquí pero fue una moda en Inglaterra. Y en esa moda destacó muy especialmente Johan Zoffany, un artista procedente de Alemania pero que trabajó en Inglaterra, donde desarrolló su carrera y donde alcanzó el éxito con sus escenas de teatro. De hecho, fue su amistad con el actor más célebre de ese momento, David Garrick, lo que lo llevó por ese camino. En 1760, Zoffany comenzó a trabajar en un taller como pintor de drapeados, es decir, de los pliegues de la ropa. Fue ahí donde conoció a Garrick, algunos de cuyos mejores retratos se deben a Zoffany; incluso, uno de los más curiosos, con el actor vestido de mujer en una comedia.
Garrick vio la utilidad de aquellos retratos, ya que se distribuían grabados de ellos únicamente con un fin publicitario. De este modo, los cuadros son al mismo tiempo una manera de igualarse a las personalidades de la alta sociedad inglesa y de hacer publicidad entre las clases más populares. Estamos hablando de estrellas de la época, como Garrick, o como el actor irlandés Charles Macklin, en el papel de Shylock, el judío de El mercader de Venecia, de William Shakespeare, en 1741.
La mujer del cuadro es, al parecer, la actriz y cantante Ann Brown, que había formado parte de la compañía de Garrick. Brown aparece aquí caracterizada para el papel de Miranda en La tempestad o La isla encantada, la ópera de Henry Purcell basada en La tempestad, de William Shakespeare. Al fondo, vemos lo que sería el decorado de esta ópera. La joven, que dibuja un corazón en la piedra, es Miranda, la hija del mago Próspero que se ha enamorado de un joven náufrago, Fernando.
Para ser más precisos, La tempestad o La isla encantada es una comedia escrita por John Dryden y William D’Avenant, una reescritura de la obra de Shakespeare, algo muy habitual en aquellos tiempos en que no había ninguna protección para la propiedad intelectual. Thomas Shadwell adaptó aquel texto para convertirlo en el libreto de la ópera que se ha venido atribuyendo a Purcell, aunque algunos estudiosos consideran que su autor fue John Weldon. La ópera se estrenó en 1695.
Ann Brown había trabajado en la compañía de David Garrick entre 1769 y 1770, para continuar luego su carrera en el Covent Garden desde 1772 a 1776. Tras su matrimonio, ya convertida en Mrs. Cargill, se embarcó en un tour a la India y murió ahogada en 1784; el barco que la llevaba de regreso a Gran Bretaña naufragó. Fue muy célebre en vida, por su gran calidad como actriz y porque agrandaban su leyenda historias sobre sus amantes, por lo que su muerte temprana fue una noticia que sacudió al Londres de finales del siglo XVIII.
No podemos pasar por alto esta visita a la isla de Próspero sin recomendarles un viaje. En Bath, la ciudad inglesa conocida por su balneario romano y sus calles, que han servido como decorado de muchas películas basadas en las novelas de Jane Austen, se encuentra la colección de pinturas sobre teatro de Somerset Maugham. Este novelista y dramaturgo de enorme éxito en su tiempo –y aún hoy; algunas de sus novelas, entre ellas Conociendo a Julia (Being Julia) con Annette Bening y Jeremy Irons, y El velo pintado, con Edward Norton y Naomi Watts, se siguen llevando al cine– gastó parte de su inmensa fortuna en comprar cuadros que tenían que ver con el teatro inglés del siglo XVIII. Donó su colección al National Theatre, que la cedió hace apenas cuatro años al excelente Holburne Museum de Bath, cuando este reabrió sus puertas tras una inteligente reforma. Así que en la segunda planta de este interesante museo se pueden ver varios cuadros de Zoffany que ofrecen escenas de representaciones teatrales en la Inglaterra del siglo XVIII, entre ellas, una muy reproducida: el legendario Garrick vestido de mujer para la comedia de John Vanbrugh Provoked Wife.
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Edgar Degas
Bailarina basculando (Bailarina verde)
Sala 33
El mundo de las bailarinas resulta especialmente atractivo para la pintura impresionista, por su belleza, por la dificultad para recrear el movimiento y por un fenómeno que lo acompaña: la luz artificial. Para Degas, la danza es el territorio en el que mejor se puede plasmar en pintura la sensación de movimiento.
Degas toma el punto de vista de un espectador de un palco de proscenio, es decir, de los más cercanos al escenario. Con ello nos convierte en espectadores de este ballet. En su cuadro vemos estos dos puntos de atracción: por una parte, la extraña luz que la batería derrama sobre las bailarinas que están en el escenario. La batería era el nombre que se daba en teatro a la fila de bombillas (anteriormente, lámparas de gas y, aún antes, velas) que iluminaban el escenario desde el suelo, en el borde del mismo. Aún hoy, cuando un intérprete es especialmente capaz de emocionar, de transmitir su trabajo al público, se suele decir que «pasa la batería». Esa luz casi fantasmal es algo exclusivo de los escenarios hasta mediado el siglo XX. Por otra, el pintor nos muestra, entre cajas, a las bailarinas que esperan su turno para salir al escenario, haciendo contrastar la actitud grácil de las que bailan con las posturas relajadas de las que esperan. No nos muestra seres angélicos que consiguen su arte sin esfuerzo, sino artistas en cuya postura se intuye el cansancio, es decir, el trabajo. Hemos utilizado la expresión teatral «entre cajas» –también se suele decir «entre bastidores»–; con ella nos referimos a las telas negras que quedan a los lados del escenario y sirven para ocultar la iluminación y a los intérpretes y técnicos. A veces oirán ustedes «entre bambalinas», pero las bambalinas son las telas negras que ocultan la iluminación y los aparatos que están sobre el escenario.
Un escenario es siempre un lugar mágico, que despierta nuestra curiosidad, como le ocurre a Degas en este cuadro. Nos queremos asomar a esa parte de atrás, donde se esconde la magia. Eso es justamente lo que hace Forain: nos muestra ese mágico mundo de detrás, donde las bailarinas se sientan en posturas relajadas o se atan las zapatillas. Forain nos muestra la belleza de esos seres cuando no los mira el público, su gracia en cualquier postura, el juego de la luz con el tutú romántico, que parece que se difumina en el aire. A Forain le gustaba pintar a las bailarinas cuando había terminado la función, acompañadas por los señores que iban al teatro como a un mercado de carne. Es célebre el escándalo que se produjo en el estreno de Tannhäuser de Richard Wagner. En París era costumbre que las óperas tuvieran un ballet y que ese ballet no llegase antes de las diez de la noche.
Los caballeros cenaban en el Jockey Club y después de cenar entraban en el teatro como sus dueños y señores, cuando la función llevaba ya un largo camino recorrido, tan solo para ver el ballet. Wagner trasladó el ballet al comienzo, inmediatamente después de la obertura. Y fue un fracaso en aquel París de 1861. Los caballeros se habían perdido a sus bailarinas.
Ese mundo galante y moderno, la Ópera Garnier, las grandes avenidas… Estamos en el nuevo y brillante París de 1874. El arquitecto Haussmann ha abierto las grandes avenidas de la Ciudad de la Luz que hoy conocemos y los espectáculos alcanzan unos extraordinarios niveles de perfección y belleza. Los impresionistas han desarrollado una técnica perfecta para captar esa belleza etérea de los ballets, de las gasas de los tutús, del movimiento, de los colores… hoy nos es familiar a todos: se llama «pastel», y tuvo en Degas a su indiscutible maestro. Pero Degas y Forain no solo nos hablaban de belleza.
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Jean-Louis Forain
Bailarinas en rosa
Sala F
El mundo de las bailarinas resulta especialmente atractivo para la pintura impresionista, por su belleza, por la dificultad para recrear el movimiento y por un fenómeno que lo acompaña: la luz artificial. Para Degas, la danza es el territorio en el que mejor se puede plasmar en pintura la sensación de movimiento.
Degas toma el punto de vista de un espectador de un palco de proscenio, es decir, de los más cercanos al escenario. Con ello nos convierte en espectadores de este ballet. En su cuadro vemos estos dos puntos de atracción: por una parte, la extraña luz que la batería derrama sobre las bailarinas que están en el escenario. La batería era el nombre que se daba en teatro a la fila de bombillas (anteriormente, lámparas de gas y, aún antes, velas) que iluminaban el escenario desde el suelo, en el borde del mismo. Aún hoy, cuando un intérprete es especialmente capaz de emocionar, de transmitir su trabajo al público, se suele decir que «pasa la batería». Esa luz casi fantasmal es algo exclusivo de los escenarios hasta mediado el siglo XX. Por otra, el pintor nos muestra, entre cajas, a las bailarinas que esperan su turno para salir al escenario, haciendo contrastar la actitud grácil de las que bailan con las posturas relajadas de las que esperan. No nos muestra seres angélicos que consiguen su arte sin esfuerzo, sino artistas en cuya postura se intuye el cansancio, es decir, el trabajo. Hemos utilizado la expresión teatral «entre cajas» –también se suele decir «entre bastidores»–; con ella nos referimos a las telas negras que quedan a los lados del escenario y sirven para ocultar la iluminación y a los intérpretes y técnicos. A veces oirán ustedes «entre bambalinas», pero las bambalinas son las telas negras que ocultan la iluminación y los aparatos que están sobre el escenario.
Un escenario es siempre un lugar mágico, que despierta nuestra curiosidad, como le ocurre a Degas en este cuadro. Nos queremos asomar a esa parte de atrás, donde se esconde la magia. Eso es justamente lo que hace Forain: nos muestra ese mágico mundo de detrás, donde las bailarinas se sientan en posturas relajadas o se atan las zapatillas. Forain nos muestra la belleza de esos seres cuando no los mira el público, su gracia en cualquier postura, el juego de la luz con el tutú romántico, que parece que se difumina en el aire. A Forain le gustaba pintar a las bailarinas cuando había terminado la función, acompañadas por los señores que iban al teatro como a un mercado de carne. Es célebre el escándalo que se produjo en el estreno de Tannhäuser de Richard Wagner. En París era costumbre que las óperas tuvieran un ballet y que ese ballet no llegase antes de las diez de la noche.
Los caballeros cenaban en el Jockey Club y después de cenar entraban en el teatro como sus dueños y señores, cuando la función llevaba ya un largo camino recorrido, tan solo para ver el ballet. Wagner trasladó el ballet al comienzo, inmediatamente después de la obertura. Y fue un fracaso en aquel París de 1861. Los caballeros se habían perdido a sus bailarinas.
Ese mundo galante y moderno, la Ópera Garnier, las grandes avenidas… Estamos en el nuevo y brillante París de 1874. El arquitecto Haussmann ha abierto las grandes avenidas de la Ciudad de la Luz que hoy conocemos y los espectáculos alcanzan unos extraordinarios niveles de perfección y belleza. Los impresionistas han desarrollado una técnica perfecta para captar esa belleza etérea de los ballets, de las gasas de los tutús, del movimiento, de los colores… hoy nos es familiar a todos: se llama «pastel», y tuvo en Degas a su indiscutible maestro. Pero Degas y Forain no solo nos hablaban de belleza.
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Henri de Toulouse-Lautrec
Yvette Guilbert
Sala 33
Los dibujos de Henri de Toulouse-Lautrec están entre las expresiones artísticas más conocidas del siglo XIX. Ese París de la noche, de la diversión, más popular y canalla que el de las bailarinas de Degas y Forain, rabiosamente vivo, lleva su trazo inconfundible para muchos de nosotros. Más allá de la extraordinaria calidad de su obra, su circunstancia vital le convirtió en todo un personaje del momento: era el hijo de una familia adinerada con una enfermedad que no le permitía crecer, el habitante de la noche parisina, el dibujante de los mágicos seres de Montmartre, el dibujante del Moulin Rouge. Los amantes del cine lo identificarán con el rostro de José Ferrer en la película Moulin Rouge de John Huston, de 1952.
Con poco más de veinte años veía sus dibujos publicados como ilustraciones para libros y revistas y como carteles para anunciar los locales del barrio de Montmartre, el cabaret Le Mirliton o el célebre Moulin Rouge. Se hizo tan famoso por sus dibujos como por sus escándalos, y nos dejó el retrato de una ciudad que nunca dormía, llena de baile y de música.
Toulouse-Lautrec nos presenta en este cuadro a una cantante muy famosa en esa época, Yvette Guilbert, en el momento que en teatro se conoce como «gloria», es decir, cuando terminada la actuación se alza el telón –o bien se intensifica la iluminación sobre el artista– para que reciba el aplauso del público. La actitud, erguida y digna, iluminada por esa mancha azul de la luz artificial de la batería, un segundo antes de comenzar a inclinarse ante el respetable público. El gran momento para los artistas de escenario. La Guilbert era la estrella de los cabarets Divan Japonais, el Ambassadeurs o el Moulin Rouge. En este retrato suyo, que se publicó en Le Figaro Illustré en 1893, Yvette aparecía con una imagen muy estudiada: de hecho, Théophile-Alexandre Steinlen la dibujó con el mismo vestuario y peinado en el cartel del Ambassadeurs. Era una gran cantante y actriz que realizó giras internacionales y que trabajó también en cine. Con los años, se convirtió además en una experta en música antigua, escribió varias novelas y fue condecorada con la Legión de Honor.
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James Ensor
Teatro de máscaras
Sala 36
Dos siglos después de aquel Pierrot contento con el que comenzaba este recorrido, nos encontramos de nuevo con una representación teatral protagonizada por Pierrot y Arlequín, gracias a un rendido admirador de Watteau, el pintor belga James Ensor. Aunque la obra se titula Teatro de máscaras, advertimos que, como era tradición en París, apenas Arlequín mantiene su máscara negra. Los demás llevan la cara pintada. Donde encontramos las máscaras es entre un público que se encuentra de pie y, en muchos casos, vistiendo disfraces. La escasa altura del escenario nos habla de una representación popular, callejera, y el atuendo del público nos hace pensar, inevitablemente, en el carnaval. Una fiesta especial para la ciudad de Ostende, y para la familia Ensor, que vendía máscaras de carnaval en su tienda. Ostende era entonces una villa muy apreciada por su playa y como lugar de ocio y vacaciones del norte de Bélgica, muy cerca de la costa inglesa. Siendo Ensor un precursor de los movimientos de pintura de vanguardia, apenas salió de su ciudad. Pero el mundo iba a Ostende, a tomar vacaciones. Ensor encontró en las fiestas de carnaval, en sus máscaras y sus colores, un lugar para desarrollar su mundo, entre grotesco e inquietante. Muchas de sus pinturas se ocupan del carnaval, y entre los personajes que aparecen tienen una presencia importante los de la Commedia dell’arte. En el Museo Thyssen también podemos encontrar un cuadro pintado casi veinte años después que vuelve a estos mismos personajes: Jardin d’amour.
En Teatro de máscaras, James Ensor nos muestra lo popular, al tiempo que, poniendo su mirada en estos simples personajes, comienza a marcar una tendencia que va a ser fundamental en las artes de vanguardia: la presencia de estos personajes descendientes de la Commedia en música, teatro, poesía, danza, ópera... Su imagen se hará inseparable, en estos comienzos del siglo XX, del arte de vanguardia.
Este que vemos es un cuadro de su etapa de madurez, realizado con cerca de cincuenta años, cuando ya se había convertido en uno de los más prestigiosos pintores de su país y empezaba a abandonar algunos de los asuntos que le habían ubicado como un precursor del expresionismo. Dos años antes, en 1906, había comenzado a componer la música para un ballet, El juego del amor, para el que también diseñaría el decorado y los figurines. En ese proyecto, que completaría en 1911, estaba embarcado mientras pintaba nuestro Teatro de máscaras.
A veces nos preguntamos qué sonidos, qué música acompaña a un artista cuando está creando un cuadro. En el caso de James Ensor, que además fue compositor, podemos imaginar el sonido de las melodías que él mismo compuso mientras vemos su pintura, por ejemplo, su Vals Caprice.
Pintor, músico, escenógrafo, figurinista... no es extraño que también tomase decisiones sobre lo que contiene este cuadro. Si observamos la obra con detalle, vemos que el marco tiene también mucho de especial. Seguro que ya se habían fijado.
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James Ensor
Jardin d'amour
No expuesta
Dos siglos después de aquel Pierrot contento con el que comenzaba este recorrido, nos encontramos de nuevo con una representación teatral protagonizada por Pierrot y Arlequín, gracias a un rendido admirador de Watteau, el pintor belga James Ensor. Aunque la obra se titula Teatro de máscaras, advertimos que, como era tradición en París, apenas Arlequín mantiene su máscara negra. Los demás llevan la cara pintada. Donde encontramos las máscaras es entre un público que se encuentra de pie y, en muchos casos, vistiendo disfraces. La escasa altura del escenario nos habla de una representación popular, callejera, y el atuendo del público nos hace pensar, inevitablemente, en el carnaval. Una fiesta especial para la ciudad de Ostende, y para la familia Ensor, que vendía máscaras de carnaval en su tienda. Ostende era entonces una villa muy apreciada por su playa y como lugar de ocio y vacaciones del norte de Bélgica, muy cerca de la costa inglesa. Siendo Ensor un precursor de los movimientos de pintura de vanguardia, apenas salió de su ciudad. Pero el mundo iba a Ostende, a tomar vacaciones. Ensor encontró en las fiestas de carnaval, en sus máscaras y sus colores, un lugar para desarrollar su mundo, entre grotesco e inquietante. Muchas de sus pinturas se ocupan del carnaval, y entre los personajes que aparecen tienen una presencia importante los de la Commedia dell’arte. En el Museo Thyssen también podemos encontrar un cuadro pintado casi veinte años después que vuelve a estos mismos personajes: Jardin d’amour.
En Teatro de máscaras, James Ensor nos muestra lo popular, al tiempo que, poniendo su mirada en estos simples personajes, comienza a marcar una tendencia que va a ser fundamental en las artes de vanguardia: la presencia de estos personajes descendientes de la Commedia en música, teatro, poesía, danza, ópera... Su imagen se hará inseparable, en estos comienzos del siglo XX, del arte de vanguardia.
Este que vemos es un cuadro de su etapa de madurez, realizado con cerca de cincuenta años, cuando ya se había convertido en uno de los más prestigiosos pintores de su país y empezaba a abandonar algunos de los asuntos que le habían ubicado como un precursor del expresionismo. Dos años antes, en 1906, había comenzado a componer la música para un ballet, El juego del amor, para el que también diseñaría el decorado y los figurines. En ese proyecto, que completaría en 1911, estaba embarcado mientras pintaba nuestro Teatro de máscaras.
A veces nos preguntamos qué sonidos, qué música acompaña a un artista cuando está creando un cuadro. En el caso de James Ensor, que además fue compositor, podemos imaginar el sonido de las melodías que él mismo compuso mientras vemos su pintura, por ejemplo, su Vals Caprice.
Pintor, músico, escenógrafo, figurinista... no es extraño que también tomase decisiones sobre lo que contiene este cuadro. Si observamos la obra con detalle, vemos que el marco tiene también mucho de especial. Seguro que ya se habían fijado.
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Georg Tappert
Varieté
Sala H
Hemos visto cuadros que muestran el interés de los pintores de finales del siglo XIX por los espectáculos que poblaban la noche de París, desde la Ópera Garnier a los locales de Montmartre como el Moulin Rouge. Viajamos ahora a la Alemania de las primeras décadas del siglo XX, al lugar donde surgieron en muy pocos años numerosos movimientos de vanguardia, en el que también los pintores se sintieron atraídos por los escenarios, en ocasiones por los territorios de las artes escénicas menos prestigiosos, más dueños de la noche. Estos y otros temas de sus pinturas tuvieron mucho que ver con el apelativo de «arte degenerado» con el que fueron etiquetados por el régimen nazi pocos años más tarde.
Tappert, cercano a los pintores expresionistas de los grupos Die Brücke (El puente) y Der Blaue Reiter (El jinete azul), pinta este cuadro, Varieté, en 1911, cuando estos dos grupos expresionistas están comenzando a ocupar un lugar en el arte contemporáneo alemán.
Así como Henri de Toulouse-Lautrec era un asiduo del Moulin Rouge, Tapper era un incondicional del Wintergarten (Jardín de invierno), el salón de variedades más popular de Berlín en aquellos años. Se entiende por teatro de variedades un tipo de espectáculo que puede contener música, baile, magos, acróbatas, humoristas, números de carácter erótico o incluso la exhibición de fenómenos físicos o de animales extraordinarios. El origen del término viene del nombre de un local, el Théâtre des Variétés, inaugurado en París a finales del siglo XVIII.
Nos encontramos, pues, de nuevo, ante un espectáculo popular y frecuentado por las gentes de la noche, donde se permiten libertades poco comunes en la conservadora Alemania de los primeros años del siglo.
Tappert se encontraba a gusto en aquel ambiente de libertad y por eso dedica a este número de baile con abanicos uno de sus mejores trabajos, lleno de color y alegría. El asunto le pareció interesante como tema para su pintura, como prueban otros cuadros que realizó en esos mismos años, en los que las bailarinas llevaban menos ropa y cubrían sus cuerpos con los abanicos. Betty, la bailarina de la derecha, es retratada en solitario, cubriendo su desnudo con el abanico, en un cuadro datado un par de años más tarde. Betty se convirtió en esta época en la modelo preferida del pintor.
El Wintergarten era un teatro enorme, que contaba entre sus artistas con las estrellas del momento, como el gran Houdini o Charlie Rivel. Funcionó hasta que fue destruido en un bombardeo en 1944. Otros locales han ido heredando su nombre hasta hoy.
Nos encontramos, pues, a un pintor que habita estos lugares en los que la música, el baile y el circo se mezclan en un clima de gran libertad. Y Tappert recrea ese mundo: payasos, otra vez, vestidos como los personajes de la Commedia dell’arte, bailarinas, músicos...
Aquel Berlín nuevo, donde surgían de forma efervescente las vanguardias artísticas, estaba a punto de dejar de ser así. Muy pronto iba a llegar la Gran Guerra.
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August Macke
Circo
Sala 36
Terminábamos las líneas dedicadas a Tappert con estas palabras: «Aquel Berlín nuevo, donde surgían de forma efervescente las vanguardias artísticas, estaba a punto de dejar de ser así. Muy pronto, iba a llegar la Gran Guerra». La pintura de Macke se encierra en estas dos frases. August Macke fue uno de los principales componentes del grupo expresionista alemán El jinete azul, y su vida acabó en el frente en septiembre de 1914. Pero justo un año antes pintó este cuadro: Circo. Una obra con un tema dramático y todo el colorido y la belleza que le había inspirado su reciente encuentro en París, en 1912, con el pintor Robert Delaunay.
¿Qué era el circo para un alemán de principios del siglo XX? Los circos podían ser en aquellos años espectáculos ambulantes que se ofrecían al público en carpas desmontables o grandes espacios fijos que, con el mismo lujo que los mejores teatros, ocupaban lugares de privilegio en las ciudades y ofrecían no solo espectáculos circenses, sino, por ejemplo, conciertos. Hoy se conservan en España este tipo de edificios en Albacete y Murcia, entre otras ciudades. La diferencia con los teatros de la época era la pista central, que tenía forma circular, algo que se impondría desde finales del siglo XVIII por la preminencia de los números en los que intervenían caballos. Los écuyers, jinetes que realizaban acrobacias sobre los caballos y mostraban su doma, se convirtieron en estrellas durante el siglo XIX. En Madrid estaba el Teatro Circo Price, fundado por el irlandés Thomas Price en el Paseo de Recoletos y que desde 1880 hasta un siglo más tarde ocupó el espacio de la Plaza del Rey, donde actualmente se ubica una de las sedes del Ministerio de Cultura.
En aquellos primeros años del siglo XX, el circo era el lugar de lo diferente. El lugar de los que eran diferentes. Como hemos comentado al hablar de Tappert, era aún una época en la que los espectáculos de variedades podían mezclar magos, acróbatas y lo que hoy llamamos todavía «fenómenos de feria». El hombre más alto o más bajo del mundo, la mujer más fuerte… Franz Kafka escribe en esos años El artista del hambre, una historia acerca de un hombre cuyo espectáculo consistía en batir récords de ayuno a la vista del público. Algo que existió incluso aquí, en España, hasta los años veinte.
Macke se sentía parte de los diferentes, por eso se interesaba por el mundo del circo en algunos de sus cuadros. Así como Forain y Degas miraban a las bailarinas, Macke mira en este cuadro a las gentes del circo, seres especiales que despertaban su interés. Así, lo que nos muestra no es un espectáculo, sino su vida. La tragedia de la écuyere que se ha caído del caballo, los compañeros que la llevan en brazos, el hombre abatido, que no puede ocultar su dolor por el accidente… El contraste entre el colorido vital del circo –la crítica considera este cuadro una obra maestra del color– y la tragedia siempre inesperada, la convivencia de la belleza y el drama, nos llevan a pensar que, desde la vanguardia, Macke dialoga con los clásicos, con el patetismo, por ejemplo, de algunos descendimientos. Nuevamente, dejamos de ver la pura belleza del espectáculo para observar la vida que late entre bastidores.
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Giacomo Balla
Manifestación patriótica
No expuesta
Para los futuristas, el movimiento era la vida. Por eso las pinturas de Giacomo Balla parecen querer captar el color en movimiento, un movimiento feroz y furioso. Este grupo de artistas de vanguardia, liderado por el poeta Filippo Tommaso Marinetti, amaba la modernidad, la velocidad, la violencia. En este tiempo de guerra Balla pinta su Manifestación patriótica, al mismo tiempo que colabora con Picasso en la realización de la escenografía para el ballet Parade, con libreto de Jean Cocteau, música de Erik Satie y coreografía de Léonide Massine, para los Ballets Rusos de Diághilev, que se estrenó en París en 1917.
Ese mismo año, Balla ofrecería otro ejemplo de su compromiso con las artes escénicas de vanguardia, al hacerse cargo de la escenografía y la puesta en escena de un «ballet sin bailarines», Fuegos artificiales, con música de Igor Stravinsky, un breve espectáculo de vanguardia de poco más de cinco minutos de duración que se estrenaría en Roma, en el Teatro Costanzi, actual Teatro de la Ópera. Las luces de colores cambiantes y el movimiento de algunos elementos de la escenografía eran el modo de crear movimiento en aquel espectáculo de ballet sin bailarines, realmente rompedor.
En los archivos de Balla se ha encontrado bastante material relacionado con este ballet: tres bocetos a la témpera, para la escena completa, treinta y cinco proyectos de las construcciones singulares y un folio con las cuarenta y nueve ubicaciones de los focos. Con estos materiales el pintor y escultor italiano Elio Marchegiani ha realizado sucesivas reconstrucciones, la más reciente en el Palacio Real de Milán en 2009 para una muestra sobre el futurismo.
Estamos en 1917, de modo que confiar el espectáculo a la tecnología era un gran riesgo. De hecho, sabemos que el estreno fue un desastre a causa de un cortocircuito. Años después, se han hecho algunas reconstrucciones de lo que pudo ser aquel espectáculo, que solo pudieron disfrutar quienes asistieron al ensayo general. Entre ellos, el gran coreógrafo Massine, admirador de Balla y primer propietario de este lienzo que hoy posee el Museo Thyssen.
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Marc Chagall
La casa gris
Sala 40
Este cuadro nos lleva a Vítebsk, la aldea bielorrusa donde nació Marc Chagall y donde se hunden las raíces que forman su imaginario pictórico y su relación con las artes escénicas.
Marc Chagall es uno de los pintores que nos hacen soñar, y el sueño, ya lo apuntó Sigmund Freud, es una actividad humana que tiene muchas características comunes con el teatro. Una vida muy larga dedicada a la pintura y trufada de encuentros con las artes escénicas se puede explicar en parte por el origen del pintor , que tuvo mucho que ver con el teatro. Es muy importante para Chagall el magisterio de Léon Bakst, pintor judío como él (sus nombres originales eran Lev Rosenberg y Moishe Segal). Bakst había fundado en 1899 una revista (Mir iskusstva) con Sergei Diághilev. Cuando este crea los Ballets Rusos en 1907 cuenta con Marius Petipa como coreógrafo, los mejores bailarines del Marinski y Bakst para el diseño de la escenografía y del vestuario de buena parte de sus producciones. Bakst llegaría a intervenir en diecinueve espectáculos de los Ballets Rusos, hasta poco antes de la muerte de Diághilev y la desaparición de la compañía en 1929. Cuando esta aventura comienza, Bakst cuenta con un discípulo de apenas veinte años, Chagall, que acaba de venir de un pueblecito de Bielorrusia. Poco después, Chagall da su primer salto a París. En sus memorias, el pintor reconoce a Bakst como el puente entre su aldea y la capital francesa, adonde llega en 1909 coincidiendo con la primera gira de los Ballets Rusos.
En 1914 estalla la Gran Guerra y Chagall regresa a Rusia. Es el momento del reencuentro con su origen, con Vítebsk, como muestra el cuadro La casa gris, pero también de su compromiso con la revolución bolchevique de 1917 y de sus primeros trabajos como escenógrafo revolucionario, lleno de nuevas ideas. Nikolai Evreinov le va a proponer que realice la escenografía de Una canción totalmente feliz. Para ello, se basó en un cuadro que había pintado en París unos años antes, El bebedor, para realizar el telón de fondo, y pintó las caras y las manos de los actores de verde y azul. Poco después, el Teatro Hermitage de San Petersburgo (entonces Petrogrado) le encargaría la escenografía y el vestuario de un espectáculo sobre piezas de Nikolai Gogol. Pero el lugar de Chagall era su pueblecito, Vítebsk, el lugar de nuestro cuadro. Allí, basándose en las tradiciones populares, se crearía algo muy importante para Chagall: el Terevsat, el teatro de la sátira revolucionaria, que dirige un actor llamado Marc Razumny y en el que Chagall, que ejerce como director artístico, llegaría a realizar una veintena de espectáculos. Chagall encuentra en esa búsqueda de lo tradicional las raíces de sus sueños.
La relación de Chagall con las artes escénicas continuó toda su vida. Tal vez el signo más conocido de esa relación apasionada es el techo del Teatro de la Ópera de París, pintado por él en 1964. Para conocer más a fondo esa relación, en España contamos con una excelente edición de sus memorias.
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Pablo Picasso
Arlequín con espejo
Sala 45
Picasso, tal vez el artista más importante del siglo XX, tiene una presencia destacada en el Museo Thyssen-Bornemisza con siete pinturas. La más célebre de ellas es este Arlequín lleno de misterio.
Ya hemos visto cómo aquellos personajes del teatro italiano del siglo XVI poblaron el imaginario artístico de los siglos siguientes y cómo Pierrot y Arlequín se convirtieron en iconos de las vanguardias artísticas de las primeras décadas del siglo XX. Sus atuendos se habían introducido poco a poco en el mundo del circo, de modo que los pintores de estos movimientos encontraban una doble fuente de inspiración en aquellas figuras. Ya hemos comentado que el circo resultaba en aquellos años especialmente fascinante para los pintores de vanguardia.
Cuando pinta este cuadro, Picasso lleva más de veinte años viviendo en París; tiene cuarenta y dos años y ha sido ya un referente imprescindible en varias corrientes pictóricas, especialmente en el cubismo. Al terminar la Primera Guerra Mundial, realiza un viaje por Italia con su amigo Jean Cocteau, poeta, pintor, cineasta y autor de obras de teatro. Este viaje provoca en el pintor malagueño la necesidad de un cambio. Regresa a la figuración, abandonando de momento el cubismo, en el que había estado inmerso desde 1907, cuando presentó a sus célebres Señoritas de Aviñón.
En ese nuevo periodo, que se ha llamado «clásico», en el que las figuras humanas son presentadas con grandes volúmenes, como gigantes, Picasso recupera un asunto que fue objeto de muchos cuadros de su etapa rosa (1904-1907), los artistas de circo: saltimbanquis, payasos... normalmente con un aspecto miserable y ataviados con las viejas galas de la Commedia dell’arte. Picasso pintó esa serie inspirado por personas reales, una troupe de artistas que acampó en aquellos años cerca de Los Inválidos, en París. Aquellos tres años estuvieron poblados de arlequines, por quienes sintió una atracción que le llevó incluso a retratar a su hijo vestido como uno de ellos. Además, Picasso realizó en estos mismos años en los que termina nuestro Arlequín con espejo varios retratos de su amigo Jacinto Salvadó, un joven pintor catalán, vestido con un traje de arlequín que pertenecía a Cocteau.
Este cuadro se titula Arlequín con espejo, pero todos recordamos que Arlequín iba vestido con un llamativo ropaje, compuesto de rombos de todos los colores, en su torso, sus brazos y sus piernas. Así es como Picasso lo pinta en muchos cuadros de aquella etapa rosa. Lo que sí reconocemos es el sombrero de Arlequín. ¿Quién es, entonces, el personaje que se está probando el sombrero de Arlequín ante un espejo? ¿Tal vez Pierrot, envidioso de la alegría y la despreocupación de su compañero? La superficie blanca de la izquierda podría ser la luna, la compañera de Pierrot. Su aire de gigante melancólico parece llevarnos a esa idea. Aunque el traje tampoco es el de Pierrot. Podría ser uno de los muchos acróbatas que había pintado en aquella época llena de personajes del circo. Así que un joven, con el atuendo de un acróbata y la melancolía de Pierrot, se prueba el sombrero de Arlequín.
Hoy sabemos que, en un principio, Picasso había planeado que este cuadro fuese un autorretrato; debajo de la cara que vemos, se esconde la cara del pintor. Así que era el propio Picasso quien se probaba ante el espejo el sombrero del travieso y divertido Arlequín, el dueño de la alegría. Algunos estudiosos piensan que ese acróbata melancólico que busca la alegría de Arlequín representa la propia melancolía del pintor tras un fracaso amoroso en el verano de 1923.
Veinte años después, aquellos saltimbanquis acampados en Los Inválidos, sus visitas con varios amigos como Max Jacobs y Apollinaire al circo Medrano y el recuerdo de una ópera que le impresionó parecían seguir en el imaginario de Pablo Picasso. La ópera, claro, es Pagliacci, de Ruggero Leoncavallo.
Vale la pena recordar que Picasso, pintor y escultor, fue también escenógrafo y figurinista. Trabajó para algunos grandes espectáculos de danza de los famosos Ballets Rusos de Diághilev durante aquellos años: Parade, con música de Satie, libreto de Cocteau y coreografía de Massine, que tenía como asunto el desfile de una troupe de circo; El sombrero de tres picos, con música de Manuel de Falla sobre la novela de Pedro Antonio de Alarcón; Cuadro flamenco, con cantaores y bailaores; y Pulcinella, con música de Stravinsky y libreto y coreografía de Massine, basándose, obviamente, en la Commedia dell’arte.
Como vemos, la misma amistad con Cocteau que llevó a Picasso a la pintura de este Arlequín con espejo lo acercó durante años a trabajar apasionadamente para los escenarios.
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Oskar Schlemmer
Formación. Tripartición
No expuesta
Una de las grandes riquezas de la colección Thyssen es su interesante mirada sobre las vanguardias de los años de entreguerras, las dos décadas que van de 1918 a 1939, en Europa. En varios momentos de ese periodo histórico, se desarrollaron trabajos que tenían en las artes escénicas un punto de encuentro para artistas de diferentes disciplinas.
La Bauhaus es uno de esos lugares de encuentro. Bauhaus significa en alemán «casa de construcción», y esta palabra fue el modo abreviado de conocer la Staatliche Bauhaus, o Casa Estatal de la Construcción, una escuela en la que Walter Gropius fundió las de Artes Aplicadas y Bellas Artes en 1919 y que duró hasta el triunfo del nazismo, en 1934. Los últimos cuatro años de su existencia estuvieron marcados por su nuevo director, Mies van der Rohe. La idea de fusión de las artes y la reivindicación del oficio llevó a artistas como el pintor y escultor Oskar Schlemmer o al experto en arte fotográfico húngaro László Moholy-Nagy a colaborar con esta escuela.
Schlemmer estaba ocupado en llevar a los lienzos –pero también, o sobre todo, a los escenarios– nuevas ideas acerca de la relación del ser humano con el espacio. De ahí el estudio de las formas geométricas en el cuerpo humano, en lo que coincide con su coetáneo el pintor italiano Giorgio de Chirico.
Schlemmer creó un espectáculo, el Ballet Triádico, que podría ser considerado como uno de los iconos de la Bauhaus y, por extensión, de la vanguardia de esos años. Se estrenó en 1922 en Stuttgart, con música de Paul Hindemith. Un espectáculo inspirado en Pierrot Lunaire, de Arnold Shoenberg, estrenado en 1912 (basado en poemas de Albert Giraud). Como vemos, la sombra de Pierrot no nos abandona. La ambición del Ballet Triádico era convertirse en el referente del «arte total», en el que se unían artes escénicas, música, formas de pintura y escultura...
El tres, número lleno de significados simbólicos, es el eje fundamental de ese espectáculo: tres actos, tres intérpretes, doce coreografías y dieciocho figurines. Esos dieciocho figurines se hicieron especialmente célebres, hasta el punto de que el vestuario de este espectáculo ha sido objeto de varias exposiciones a lo largo del siglo y hoy se encuentra en el Museo Estatal de Stuttgart, que posee una abrumadora colección de obras de Schlemmer. Esos figurines han sido reproducidos e imitados a lo largo de todo el siglo y son hoy parte de la historia del arte. Por poner un ejemplo, uno de los espectáculos más recordados de la Compañía Nacional de Teatro Clásico son los entremeses de Cervantes dirigidos por Joan Font en 2000.
El Ballet Triádico ha sido objeto de diversas reposiciones que han tratado de reproducir lo más exactamente posible lo que fue aquel espectáculo. Contamos, por ejemplo, con una película realizada en los años setenta con coreografía de Margarete Hasting, Franz Schömbs y Georg Verden, de una media hora de duración. Cualquiera que presencie esta pieza, reconocerá en ella no solo las formas de esta acuarela de Schlemmer, sino otros trabajos de artistas afines que también estuvieron vinculados a las actividades de la Bauhaus, como Moholy-Nagy, de quien el Museo Thyssen posee dos trabajos, o el también húngaro Sándor Bortnyik, cuyo cuadro El siglo XX guarda una relación evidente con las ideas y las formas de Schlemmer.

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Sándor Bortnyik
El siglo XX
No expuesta
Una de las grandes riquezas de la colección Thyssen es su interesante mirada sobre las vanguardias de los años de entreguerras, las dos décadas que van de 1918 a 1939, en Europa. En varios momentos de ese periodo histórico, se desarrollaron trabajos que tenían en las artes escénicas un punto de encuentro para artistas de diferentes disciplinas.
La Bauhaus es uno de esos lugares de encuentro. Bauhaus significa en alemán «casa de construcción», y esta palabra fue el modo abreviado de conocer la Staatliche Bauhaus, o Casa Estatal de la Construcción, una escuela en la que Walter Gropius fundió las de Artes Aplicadas y Bellas Artes en 1919 y que duró hasta el triunfo del nazismo, en 1934. Los últimos cuatro años de su existencia estuvieron marcados por su nuevo director, Mies van der Rohe. La idea de fusión de las artes y la reivindicación del oficio llevó a artistas como el pintor y escultor Oskar Schlemmer o al experto en arte fotográfico húngaro László Moholy-Nagy a colaborar con esta escuela.
Schlemmer estaba ocupado en llevar a los lienzos –pero también, o sobre todo, a los escenarios– nuevas ideas acerca de la relación del ser humano con el espacio. De ahí el estudio de las formas geométricas en el cuerpo humano, en lo que coincide con su coetáneo el pintor italiano Giorgio de Chirico.
Schlemmer creó un espectáculo, el Ballet Triádico, que podría ser considerado como uno de los iconos de la Bauhaus y, por extensión, de la vanguardia de esos años. Se estrenó en 1922 en Stuttgart, con música de Paul Hindemith. Un espectáculo inspirado en Pierrot Lunaire, de Arnold Shoenberg, estrenado en 1912 (basado en poemas de Albert Giraud). Como vemos, la sombra de Pierrot no nos abandona. La ambición del Ballet Triádico era convertirse en el referente del «arte total», en el que se unían artes escénicas, música, formas de pintura y escultura...
El tres, número lleno de significados simbólicos, es el eje fundamental de ese espectáculo: tres actos, tres intérpretes, doce coreografías y dieciocho figurines. Esos dieciocho figurines se hicieron especialmente célebres, hasta el punto de que el vestuario de este espectáculo ha sido objeto de varias exposiciones a lo largo del siglo y hoy se encuentra en el Museo Estatal de Stuttgart, que posee una abrumadora colección de obras de Schlemmer. Esos figurines han sido reproducidos e imitados a lo largo de todo el siglo y son hoy parte de la historia del arte. Por poner un ejemplo, uno de los espectáculos más recordados de la Compañía Nacional de Teatro Clásico son los entremeses de Cervantes dirigidos por Joan Font en 2000.
El Ballet Triádico ha sido objeto de diversas reposiciones que han tratado de reproducir lo más exactamente posible lo que fue aquel espectáculo. Contamos, por ejemplo, con una película realizada en los años setenta con coreografía de Margarete Hasting, Franz Schömbs y Georg Verden, de una media hora de duración. Cualquiera que presencie esta pieza, reconocerá en ella no solo las formas de esta acuarela de Schlemmer, sino otros trabajos de artistas afines que también estuvieron vinculados a las actividades de la Bauhaus, como Moholy-Nagy, de quien el Museo Thyssen posee dos trabajos, o el también húngaro Sándor Bortnyik, cuyo cuadro El siglo XX guarda una relación evidente con las ideas y las formas de Schlemmer.
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Edward Hopper
Habitación de hotel
Sala 45
Una mujer sentada en la cama de una habitación de hotel con un papel en la mano. Una imagen tan sencilla y, sin embargo, cargada de una poderosísima fuerza dramática, como toda la pintura de Hopper. Cuesta trabajo no imaginar esa habitación como el lugar de una escena del mejor teatro norteamericano del siglo XX, desde Miller o Williams al último Sam Shepard.
Hopper parece querer siempre contarnos una historia. Pocos pintores tienen una actitud tan teatral frente a lo que miran. Esa capacidad mágica para captar momentos en los que uno diría que se encuentra en un respiro, en un silencio musical entre dos notas... ese instante cargado de verdad ha inspirado a dramaturgos para escribir obras que podrían vivir dentro de sus cuadros. En 2006, el dramaturgo norteamericano Douglas Steinberg estrenaba en el Teatro Kirk Douglas de Los Ángeles la obra Nighthawks (Halcones en la noche) basada en el cuadro con el mismo título que Hopper pintó en 1942. Se conocen varias obras en Estados Unidos, Reino Unido y Alemania basadas en pinturas de Hopper. Entre los autores españoles, cabe destacar el estreno en 2010 de la producción del Teatre Nacional de Catalunya de la obra de Eva Hibernia.
La América de Edward Hopper que navega por el mismo mundo referencial de los cuadros del pintor norteamericano. Más recientemente, el pasado 2015 se publicó la obra de Javier Vicedo Alós Summer Evening, que desarrolla una serie de escenas diferentes que suceden en el cuadro del mismo nombre. Con esta obra, Vicedo ganó el Premio Nacional Calderón de la Barca 2014.
No hay espacio en este texto, ni en un libro de regular tamaño, para enumerar los cientos de producciones que se han inspirado en Hopper para su espacio escénico, con mayor o menor acierto. Mencionamos una como botón de muestra: la puesta en escena de Rigoletto que hizo Jonathan Miller para la English National Opera, en la que convertía el cuarteto del cuadro Halcones en la noche en el célebre cuarteto de la ópera de Verdi.
Nos parece significativo que el profesor Walter Wells titulase su celebrado estudio biográfico Silent Theatre: The Art of Edward Hopper. Menos aún nos puede extrañar que Gail Levin en su libro Edward Hopper. An Intimate Biography nos cuente su gran afición a ir al teatro desde sus años de formación, enumerando incluso las producciones a las que asiste el pintor con su esposa, Josephine –quien posó para este cuadro–, en los años veinte. Levin cuenta también el origen de este cuadro, que nos devuelve un nombre ya encontrado en nuestro recorrido: al parecer, Hopper se basó en un dibujo de Forain aparecido en una revista.
Hoteles y teatros como escenarios de la desolación. Pocos pintores han utilizado los teatros como territorio para mostrar esa sensación de soledad del ser humano contemporáneo. Esos coliseos usados para el cine, la música, la ópera, la danza o las variedades, resultan estremecedores cuando se quedan vacíos: Dos en el patio de butacas (1927), El Teatro Sheridan (1937), New York Movie (1939), Girlie Show (1941), Primera fila (1951), Intermedio (1963)… por citar solo algunos de los más célebres.
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
Reginald Marsh
Smoko. El volcán humano
Sala J
Una de las características que distingue a la colección Thyssen de cualquier otro museo en España es su atención a los pintores estadounidenses. En nuestro recorrido nos encontramos inevitablemente con dos grandes nombres de la pintura norteamericana del siglo XX que presentan bastantes características en común: la presencia de Europa en su formación, su trabajo como dibujantes en las más prestigiosas revistas de Nueva York, sus incursiones como diseñadores de escenografías y su atracción por el mundo de los espectáculos populares; estos artistas son Reginald Marsh y Walt Kuhn.
Marsh, norteamericano nacido casualmente en París en 1898, el mismo año que Federico García Lorca, realizó su formación en Yale. Fue dibujante para el Daily News, el New Yorker, Esquire, Fortune y Life, pintor de decorados para teatro, profesor... Su pintura tiene una característica esencial: pinta a la gente. En las playas, en las calles, en los bailes, en las atracciones de feria, en los espectáculos populares, como el cine, y en los de variedades, como el circo, o incluso en esos maratones de baile que se reflejan en la novela ¿Acaso no matan a los caballos?, de Horace McCoy, que muchos conocen por la película Danzad, danzad, malditos. Las clases populares de la América de la Depresión. La gente de Coney Island, la zona de diversión del barrio neoyorquino de Brooklyn. La diversión barata. A partir de un primer encargo para la revista Vanity Fair, ese lugar se convertiría en su manera de mirar el mundo.
Gail Levin nos explica en su nota para el catálogo de la colección Thyssen la atracción de Marsh por Coney Island: «Explicó su reacción ante Coney Island en los siguientes términos: “Voy allí todos los veranos, a veces tres o cuatro días por semana. La primera vez que voy en el verano, me da náuseas el olor a comida rancia, pero luego me acostumbro y ya no lo noto. El lugar me gusta por el mar y el aire libre y por la gente –multitudes en todas las direcciones, en todas las posturas, sin ropa, moviéndose– como en las composiciones de Miguel Ángel o de Rubens”».
¿Qué nos muestra Marsh en este cuadro? A gente que pasa; unos miran, otros comen helados, mientras se trata de atraer al público al espectáculo de un tragafuego. En la barraca de al lado se anuncia una pitonisa. Vemos en el centro a una mujer que lleva un pantalón como el del hombre del cartel. Vemos a un hombre que se parece al del cartel y cuya ropa nos indica cierto aire especial, mirando al otro hombre con media sonrisa. Podríamos pensar que Smoko desafía a los curiosos a intentarlo y un paseante, con camisa y corbata, trata de emularlo. Podemos oír el bullicio y sentir el calor. Podemos recordar a aquellos cómicos, a aquellos arlequines, colombinas y mezzettinos que se ofrecían al público sobre un tablado a metro y medio del suelo, en el carnaval de Ostende, pintados por James Ensor en 1908.
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René Magritte
La llave de los campos (La Clef des champs)
No expuesta
«Se abre el telón», «se alza el telón»… los teatros que aún utilizan lo que llamamos telón de boca, que sirve para ocultar la escena de los ojos del público hasta que comienza la acción, suelen usar hoy día dos tipos de apertura: el telón alemán, que se alza hacia el peine, es decir, hacia la estructura de tramoya que está por encima del escenario, y el telón a la americana, que se divide en dos partes y se abre hacia los lados. Contamos estas cosas, que pueden parecer de sobra conocidas, porque sabemos que no lo son tanto. Quien escribe estas líneas leyó hace pocos años una crítica de una función teatral de la que se deducía que el crítico pensaba que los telones se enrollan como una persiana. Así que en el teatro, la ópera o la danza se sigue diciendo aquello de «se alza el telón» o «se abre el telón». Magritte pintó muchos cuadros en los que de una u otra forma se sugería la presencia de un telón a la americana. Jugó a menudo con el parecido entre las cortinas que encuadran una ventana y ese aparato escénico para presentarnos una realidad que era y no era una realidad, el pensamiento básico de su producción artística y la base misma de las artes escénicas: esto que ve usted en el escenario parece la vida, pero no lo es.
El cuadro La Clef des champs juega con nosotros desde el título. Una de esas expresiones en las que el idioma ha ido perdiendo su referente inicial, de modo que su significado tiene un sentido extraño, es y no es lo que quiere decir. Hoy «tomar la llave del campo» viene a significar para los franceses «liberarse», «buscar la libertad». Algunos estudiosos opinan que originalmente la expresión era la claie des champs, siendo claie ese murallón de piedra que divide las propiedades. Del mismo modo que travailler pour le roi de Prusse se transformó en travailler pour prunes pero sigue significando «trabajar en balde».
Lo que nos encontramos es un cristal que no resulta ser un cristal, sino una pintura de la realidad que hay tras la ventana. El cuadro encierra, como buena parte de la producción de Magritte, una reflexión sobre lo que es y lo que se percibe, algo que encontramos constantemente en el teatro desde Calderón hasta Pirandello. Tal vez, por este motivo, el imaginario de Magritte lleva décadas poblando los escenarios. A poco que recorramos fotografías de puestas en escena de los últimos años, encontraremos muchos diseños de escenografía que nos recordarán a obras de Magritte, desde Dublín, Londres o París al sur de Australia pasando por docenas de ciudades en Estados Unidos. Incluso encontraremos espectáculos directamente inspirados por la pintura del artista belga. También en nuestro país se puede ver la influencia de Magritte en espectáculos como Nubes, de la compañía Aracaladanza.
Una exposición de Magritte inspiró a Tom Stoppard su obra After Magritte en 1970, solo un par de años después de su primer éxito Rosencrantz y Guildenstern han muerto. El autor de obras célebres como La costa de Utopía –conocido popularmente por ser el guionista de Shakespeare in Love– encuentra en el universo de Magritte un excelente territorio para ese mundo que ocupaba su escritura en aquellos primeros años: un mundo en el que todo es trampantojo, en el que todo es sueño, en el que vivimos una verdad que es y no es la verdad. Puro teatro. After Magritte se publicó en España en 1972 y ha sido representada en castellano y catalán. Sería un excelente complemento para cualquier exposición sobre este pintor imprescindible de nuestro siglo.
Aún nos gustaría mencionar otra pequeña y curiosa relación de Magritte con las artes escénicas: Le prêtre marié, esas manzanas con antifaz que Magritte pintó en 1961, que seguramente inspiraron al artista Joan Brossa a la hora de diseñar los célebres trofeos para los premios Max de las artes escénicas.
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Walt Kuhn
Chico con chistera
Sala J
Como Zoffany o Toulouse Lautrec, Kuhn fue a la vez testigo y publicista de las artes escénicas. Como ellos, se sintió atraído por este mundo y sus obras sirvieron como soportes publicitarios. Kuhn fue un neoyorquino de origen alemán que volvió a Europa para formarse y que regresó a Nueva York para trabajar como ilustrador y caricaturista en revistas como Puck, Judge, Life y New York World. En esos años empezó también a trabajar como cartelista y como diseñador de escenografías y vestuarios en obras de teatro musical. Incluso llegó a diseñar en 1928 los figurines y la escenografía del espectáculo Merry-Go-Round en el Teatro Klaw de Nueva York, protagonizado por la estrella de aquellos años Libby Holman. Era un mundo que conocía desde muy joven, cuando se encargaba de llevar los vestuarios del taller en que trabajaba a los diferentes teatros. Ese mundo, en el que no estaban tan claras las fronteras entre el teatro, la ópera, las variedades o el circo, se convirtió en el objeto principal de su trabajo como pintor. En los años veinte comenzó a pintar sus retratos de personajes del circo y de los espectáculos de variedades, hasta su muerte en 1949.
Y aquí tenemos un nuevo Pierrot. Un carablanca moderno2 , incluso más moderno que su Payaso blanco, de 1929, que está en la National Gallery de Washington. Chico es su nombre, porque Kuhn retrata a artistas reales a los que conoce bien. Además de este, Kuhn hizo otros dos retratos de Chico. En uno de ellos lleva un vestuario de payaso carablanca más clá- sico. En el otro va vestido igual que en este, pero lo podemos ver de cuerpo entero, de rodillas, ofreciendo su costado izquierdo. Impresionan sus manos, muy grandes, posadas sobre los muslos. Su mirada es más dura que en este retrato. Kuhn pintó estos tres retratos de Chico en 1948, un año antes de morir.
Está claro que Chico no es otro carablanca más. Algo queda en la mirada perdida, un aire melancólico, pero su atuendo es más propio de un Monsieur Loyal, el payaso que hace las veces de maestro de ceremonias; y, sobre todo, nos inquieta su belleza, su delgadez, sus grandes ojos azules, el encanto del sombrero echado hacia atrás. Como hemos dicho, otro retrato con el mismo vestuario muestra un gesto duro, casi violento, que transforma su expresión.
Nos inquieta. Transmite melancolía pero no solo eso. Sabemos que Kuhn pasó el mes de febrero de 1948 en un circo en Sarasota, Florida, dibujando, pintando a sus habitantes, que pasaban el invierno preparándose para la próxima tournée. Sabemos que en aquellos días su carácter había comenzado a decaer definitivamente en una extraña suerte de trastorno: se enemistó con todo el mundo, se compró una pistola, tuvo que ser ingresado en una clínica... Y moriría a causa de una perforación gástrica menos de un año después.
Durante los últimos años de su vida Kuhn había pintado un buen número de retratos de gente del circo: payasos, equilibristas, acróbatas... Solo tienen nombre cuatro de ellos: Chico, el trapecista Roberto (otra de sus obras maestras, que en 1945 se convirtió en el cuadro más caro de un pintor norteamericano vivo) y dos cómicos muy famosos: Bert Lahr, un actor al que todos recuerdan como el León Cobarde de la película El mago de Oz, que en aquellos años triunfaba con el espectáculo Burlesque, y Bobby Barry, una leyenda en los espectáculos de revista de los años veinte que trabajaba con Lahr en Burlesque. Pero, a excepción de Lahr y Barry, no pinta seres grandiosos, en el culmen de su arte o de su fama. Los retrata en un espacio neutro, mirando al espectador, fuera de los focos y del ruido. En todos esos retratos, las miradas son sobrecogedoras. Tal vez, uno de estos años, el Museo Thyssen nos regale una exposición sobre Walter Kuhn que no olvidaremos.
2 El carablanca es el payaso serio, por contraposición con el augusto que es el tonto o gracioso.
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Richard Lindner
Luna sobre Alabama
Sala 52
Nuestro tercer norteamericano nació y se formó como pintor en Alemania. Nació en Hamburgo, en 1901, de padre judío alemán y madre norteamericana. Fue el nazismo lo que le obligó a emigrar primero a Francia en 1933 y finalmente a Estados Unidos en 1941. Este emigrante nacionalizado se convertiría en uno de los grandes iconos del arte pop de ese país. Sus cuadros son inmediatamente reconocibles y forman parte de un imaginario compartido y difundido por todo el mundo.
Cuando llegó a Estados Unidos, se instaló en Nueva York y trabajó como ilustrador en las revistas Fortune, Vogue y Harper’s Bazaar. Como vemos, las revistas neoyorquinas son fundamentales a la hora de entender las artes plásticas en Estados Unidos. En el caso de Lindner no era un trabajo que hacía compatible con la pintura, sino tal vez un camino para llegar a esa actividad. Poco a poco fue dejando la ilustración en revistas, y en los años cincuenta se dedica por fin a la pintura.
Curiosamente, sus cuadros recurren a motivos que conoció en su juventud alemana, quizás de artistas como George Grosz, o a obras como las que firmaba el dramaturgo Bertolt Brecht con músicos como Kurt Weill o Hanns Eisler: gánsteres y prostitutas. Siempre ese mundo sórdido, con el contraste de un colorido alegre, restallante.
Luna sobre Alabama (Alabama Song en inglés) es otra de esas escenas en las que un gánster y una prostituta se cruzan por la calle. ¿Qué tiene, entonces, que ver con las artes escénicas? La pista nos la da el título del cuadro. Alabama Song es una canción con letra de Bertolt Brecht y música de Kurt Weill que se incluyó en su ópera Auge y caída de la ciudad de Mahagonny. Jenny y las chicas llegan a la ciudad de Mahagonny, en medio del desierto, dispuestas a dedicarse a la prostitución. «Enséñame el camino al próximo whisky bar / oh, no me preguntes por qué / Si no encontramos el próximo whisky bar / te digo que tenemos que morir. / Oh, luna de Alabama, ahora debemos decir adiós. Hemos perdido nuestro bien en Alabama, y debemos tener whisky, oh, sabes por qué. Oh, luna de Alabama, ahora debemos decir adiós.» La ópera no llegó a Estados Unidos hasta 1971, años después de que Lindner hubiera pintado el cuadro. La canción se hizo popular en los años sesenta, y cantantes como Jim Morrison o David Bowie realizaron versiones muy populares.
Así, esta pintura aparentemente sencilla, nos muestra la mirada de un emigrado sobre el mundo en el que le ha tocado vivir, al tiempo que nos habla de un pintor que está atento a la respiración de las calles que pisa y que no olvida sus referentes culturales, tanto los relacionados con la pintura como los de las artes escénicas. Pintura y artes escénicas que hablaban de su mundo de forma crítica. Algunos estudiosos consideran también que la referencia a Alabama tiene que ver con los conflictos raciales y la lucha por los derechos civiles, que tuvieron un foco importante en Alabama en 1963.
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Renato Guttuso
Caffè Greco
No expuesta
A lo largo de este recorrido hemos encontrado cuadros pertenecientes a artistas que vieron tachado su trabajo de «arte degenerado». Los años treinta y cuarenta fueron a menudo terribles para muchos artistas europeos, obligados a dejar sus países, exiliados, asesinados...
Durante la Segunda Guerra Mundial, Renato Guttuso perteneció a la resistencia antifascista. Al terminar la guerra, Guttuso tomó como misión personal la recuperación del lugar que le correspondía al arte italiano y, por extensión, al europeo. Se convirtió en uno de los elementos principales del renacimiento cultural italiano, que en los años cincuenta y sesenta produjo grandes obras en todas las artes. Comprometido políticamente en los años treinta, le une con España su cuadro Fusilamiento en el campo, de 1938, que pertenece hoy a la Galleria Nazionale d’Arte Moderna de Roma, y que dedicó en 1938 a Federico García Lorca. Guttuso usa la pintura como arma política pero también como un modo de dejar memoria de su país y, en un plano personal, de sus maestros. A partir de los años sesenta, su propia memoria comienza a ser más importante en sus obras.
De este cuadro, Caffè Greco, existen dos grandes versiones, además de varios dibujos preparatorios. En esta, hay un personaje vinculado a las artes escénicas justo en el centro. En el cuadro que se muestra en el museo de Colonia, que es la versión definitiva, este caballero, el que nos interesa en nuestro recorrido, está en el rincón derecho.
Guttuso contó en un artículo cómo se le ocurrió la idea para este cuadro. Estaba sentado en esa sala del famoso café Greco de Roma, un lugar legendario por el que había pasado toda la intelectualidad europea desde finales del siglo XVIII, en ese momento lleno de jóvenes y de turistas; y se imaginó al pintor Giorgio de Chirico, a quien admiraba, en la parte derecha. Se le ocurrió llenar el local de personajes coetáneos y pasados para hacerle un homenaje a su maestro y amigo, que está sentado a la izquierda del cuadro. No podemos dejar de apuntar que De Chirico diseñó escenografías para la Ópera Krull de Berlín, al igual que otros artistas cercanos a su imaginario, como Schlemmer o Moholy-Nagy. Junto a él, se ha creído reconocer a una de las más importantes actrices de la historia de Italia, Anna Magnani. La Magnani, aunque trabajó en teatros de Roma y Milán durante veinte años, es hoy conocida por el cine, por películas memorables como Bellísima o La rosa tatuada.
Pero fijémonos en los que están sentados en el centro. Parece un detalle de fantasía. Son Bill Cody, el célebre Buffalo Bill, y un indio navajo. Buffalo Bill era una leyenda de las historias del salvaje oeste americano, cazador de búfalos para el ejército, soldado de la Unión en la guerra civil y explorador en territorio indio. Inspirado por los espectáculos que recorrían el país, como el circo Ringling, organizó un espectáculo llamado El salvaje oeste de Buffalo Bill. Recorrió Estados Unidos y su gira llegó a varias ciudades de Europa, Barcelona, entre ellas, donde no tuvo mucha suerte, pues la gripe mató a varios de los indios navajos que lo acompañaban. En la última década del siglo XIX, Buffalo Bill era posiblemente la mayor estrella del espectáculo de todo el mundo. Y se sentó a tomar algo en el café Greco. Guttuso nos lo muestra con su aspecto más conocido y sentado junto a un indio que podría ser nada menos que el jefe Toro Sentado, a quien había contratado para su show.
No podemos abandonar este cuadro sin referirnos a otro de los personajes históricos que Guttuso incluyó entre los jóvenes y los turistas japoneses. En la mesa que está en el centro de la sala encontramos al escritor francés André Gide, Premio Nobel de Literatura. Aunque no es lo más importante de su producción, Gide escribió también cinco obras de teatro: Saúl, El rey Candaules, Edipo, Perséfone y El árbol número trece. Guttuso rinde así homenaje a un escritor libre y diferente.
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Lucian Freud
Retrato de hombre (Barón H. H. Thyssen-Bornemisza)
Sala 49
Si lo hubiésemos planeado, seguramente no habríamos imaginado un final tan interesante para este recorrido.
Viendo el rostro del barón Thyssen, el coleccionista que durante décadas fue reuniendo con apasionada paciencia esta serie de cuadros que hemos visitado, nos gustaría imaginar las conversaciones entre el modelo y su retratista a lo largo de los quince meses que duró la realización de este cuadro. De esas conversaciones en el estudio de Londres, surgió una estrecha amistad.
El barón se encontraba en el otro lugar del cuadro. Como Ann Brown frente a Johan Zoffany, como Chico frente a Walt Kuhn, el barón se encontraba frente a unos ojos que iban a encontrar en su mirada la orilla oscura y dulce de la melancolía y, tal vez, el reconocimiento en aquel indefenso Pierrot que Watteau había pintado casi trescientos años antes. Aquel cuadro con el que comenzábamos este paseo pertenecía al barón desde hacía cinco años. Podemos imaginar a los dos amigos hablando del cuadro que había adquirido en 1977, de los personajes de la Commedia dell’arte, de las fiestas galantes, de la técnica de Watteau. Podemos preguntarnos si fue una propuesta de Freud o si lo fue del barón que el cuadro asomase por detrás de su cabeza. Sabemos que Freud jugó con la presencia de otros cuadros dentro de los suyos en otras ocasiones, una costumbre que se enmarca en la tradición europea. Sabemos también que el pequeño cuadro de Watteau le impresionó y que hizo una copia de esa pintura. Sabemos que inspiró una de sus más célebres pinturas, Dibujo de gran interior W11. Hace unos años, el museo organizó una exposición en la que se podían ver juntos aquella versión moderna de Freud, el retrato que estamos contemplando y el cuadro de Watteau. Es evidente que aquella pintura de 1712 impresionó a Lucien Freud. Pero si está acompañando aquí al modelo no es como un adorno, como una pura referencia pictórica, sino que ayuda a Freud a retratar el alma, el corazón de su personaje. La posición del barón, que tapa la figura de Pierrot como si quisiera sustituirlo, y ese gesto serio que no mira al frente, ofrecen una imagen frágil de un hombre muy poderoso, como si el retratado sintiese añoranza de lo no vivido –no hay palabra en castellano para describir ese sentimiento salvo en Canarias: «magüa»– añoranza de esa íntima felicidad, de encontrar su íntimo lugar de la alegría en algo sencillo. En este caso, nada menos que en una conversación con uno de los grandes pintores del siglo en un estudio de Notting Hill.
Esta fue la primera vez que el barón Thyssen posó para un retrato. El hombre que soñó este museo, esta impresionante colección de arte, quiso, o aceptó, pasar a la memoria de los siglos con un retrato sencillo, mostrando su melancolía, junto a un cuadro que hablaba de la alegría, del teatro, de la música. A lo largo de una labor de décadas como coleccionista, el barón Thyssen nos dejó un pequeño rastro, un camino secreto para mirar, desde la pintura, las artes efímeras que suceden sobre los escenarios.
Seguro que, ahora, les apetece a ustedes volver a mirar el cuadro de Watteau.