La indefinición ética de esta definición llevó en 2019 a los miembros del ICOM a plantear otra más comprometida y ambiciosa, aunque algo confusa. En ella, pervivían acciones centrales de la actividad museográfica como “investigar” y “exponer” pero, eludiendo cualquier concepción patrimonial, “adquirir” había sido sustituida por “coleccionar”, “conservar” por “preservar”, y “comunicar” por la formulación más pluralista de “ampliar las comprensiones del mundo”. Pero quizás lo más novedoso era que en ella se afirmaba que los museos “trabajan en colaboración activa con y para diversas comunidades” y, rozando la utopía, que su propósito es el de “contribuir a la dignidad humana y a la justicia social, a la igualdad mundial y al bienestar planetario.”
Esta última definición no fue aprobada por el Consejo General del ICOM reunido en Kioto en septiembre de 2019 debido, en buena medida, a los problemas legales que entrañaba respecto a la legislación particular de cada país. Pero posiblemente el reparo más importante era la tensión entre un museo definido por sus colecciones y otro concebido en función de su inserción en la comunidad a la que pertenece.
¿Suponía la propuesta de definición referida algo radicalmente nuevo? No, si tenemos en cuenta que desde comienzos de los años setenta la museología planteó ya la necesidad de un museo centrado en sus visitantes y no en sus colecciones. Ahora bien, con el triunfo del neoliberalismo, más que un museo al servicio de las personas y de su autorrealización como sujetos críticos lo que parece haber prevalecido es un modelo de museo volcado en el público como consumidor. Con vistas a pensar un museo verdaderamente construido en función del empoderamiento de sus visitantes, una idea que puede servir de base para la reflexión es la de la hospitalidad.
La Real Academia de la Lengua Española ofrece tres definiciones del término hospitalidad. Dejando al margen la tercera, muy restringida, que hace alusión a la “Estancia de los enfermos en el hospital”, las otras dos nos pueden servir de referencia. Según ellas, la hospitalidad constituiría la “Buena acogida y recibimiento que se hace a los extranjeros o visitantes”, y también la “Virtud que se ejercita con peregrinos, menesterosos y desvalidos, recogiéndolos y prestándoles la debida asistencia en sus necesidades”. Pese a que la última de estas definiciones implica la necesidad moral de asistir a las personas vulnerables, se sitúa todavía en el ámbito de la caridad cristiana. Como tal, se trata de una hospitalidad condicionada, cuyas reglas de juego las impone el anfitrión, lo que implica la pervivencia de una relación de dominación.
Sensiblemente distinta es la acepción del término hospitalidad aportada por el filósofo Emmanuel Lévinas, cuando la define como el acto de acoger al Otro. El pensamiento Lévinas se enmarca en la crítica al discurso filosófico totalizador de la modernidad. Frente a él, ya desde comienzos de los años sesenta, el filósofo lituano abogó por un pensamiento que no redujese el Otro al servicio del Yo bajo el paraguas de la idea de totalidad, sino que partiese de la comprensión del Otro como infinito, como aquello que está separado y que no puede ser subsumido[1]. Según Lévinas, existe una pasividad radical previa a la construcción del sujeto cognoscente, anterior también a la tendencia de todo ente de perseverar en su ser que es “vulnerabilidad, exposición al ultraje y la herida”[2]. Antes de experimentar nuestra libertad y nuestra autonomía, somos seres pasivos, vulnerables, interpelados por el rostro del Otro.
Además de Lévinas, quien más ha reflexionado con profundidad sobre la hospitalidad ha sido Jacques Derrida. Para el padre del postestructuralismo, la noción de hospitalidad está sujeta a la antinomia irresoluble, no reducible a términos dialécticos, entre, por un lado, las leyes condicionantes de hospitalidad, y, por otro, la ley de hospitalidad, la ley incondicional de hospitalidad ilimitada. Frente a las primeras, en las que el amo de la casa impone sus reglas al huésped, la ley de hospitalidad ilimitada implicaría para el anfitrión compartir su hogar y todo lo suyo con el visitante, con el extranjero, sin imponerle condición alguna a cambio.[3] Ambas concepciones, al tiempo que se oponen, se necesitan. Pero es la segunda, la hospitalidad incondicional, la que marca el auténtico horizonte de la hospitalidad.
Para Derrida, siguiendo en esto a Lévinas, la hospitalidad incondicional conlleva la exposición irreductible a la venida del otro. No se trata de un simple acoger al otro, obligándole a asumir unas reglas prefijadas de antemano a cambio de protección. Constituye una verdadera apertura al otro, dotada de carácter liberador. En palabras del filósofo francés “el extranjero, aquí el huésped esperado, no es solo alguien a quien le decimos ‘ven’ sino ‘entra’, entra sin esperar, detente en nuestro lugar sin esperar, apúrate, ‘entra’, ‘entra en mí’, no solo hacia mí, sino en mí: ocúpame, toma lugar en mí. […] Extraña lógica, pero tan esclarecedora para nosotros, la de un maestro impaciente que espera a su huésped como un libertador, como su emancipador. Es —concluye Derrida—[4]
Centrándonos ahora en el museo, ¿en qué medida puede éste convertirse en lugar de la hospitalidad incondicional? La respuesta no es sencilla, ya que, en principio, la hospitalidad parece aludir a un ámbito ajeno al museográfico. Y sin embargo, al menos en dos aspectos puede el museo relacionarse con la idea derridiana.
En primer lugar, en función de sus propias colecciones. No en vano, los objetos de épocas y culturas diversas parecen invitar a una reflexión sobre la exterioridad. Esto es, la simple confrontación con las colecciones de un museo nos recuerda lo relativo de nuestras creencias, nuestras estructuras sociales, y nuestra forma de vida. Ahora bien, se podría alegar que, como institución nacida de la Ilustración y el colonialismo, el museo siempre ha intentado lo contrario: someter lo diverso a lo unívoco (así ocurría, por ejemplo, en el Museo imaginario [1947] de André Malraux, símbolo del museo moderno, en el que la diversidad de las obras artísticas era reducida a meras diferencias de estilo merced a la fotografía en blanco y negro)[5].
Frente a este pensamiento continental, espeso y pesado, que hasta hoy ha dominado la historia de las humanidades, Édouard Glissant ha defendido el “pensamiento del archipiélago”, un pensamiento que abre mares, que nace de la pluralidad[6]. Enlazando con los planteamientos de Lévinas, el poeta de Martinica ha reivindicado el derecho a la opacidad: “No necesito ‘comprender’ al otro, es decir, reducirlo al modelo de mi propia transparencia, para vivir con ese otro o construir algo con él. El derecho a la opacidad consistiría hoy en el signo más ostensible de la no barbarie”[7].
Y, sin embargo, la tentación del pensamiento unívoco todavía está muy arraigada en muchos museos actuales, inmersos en un contexto en el que priman los no-lugares, y la globalización. Y quizás por ello, hoy más que nunca el museo debe evitar caer en discursos teleológicos y simplificadores. Algunos museos llevan tiempo trabajando en este sentido, oponiéndose al ordenamiento cronológico tradicional. Con ello han tratado de poner en entredicho la falsa naturalidad y universalidad de los relatos enciclopédicos, enfatizando el carácter construido de toda colección permanente, de toda exposición. Asimismo, en lugar de restringir y fijar el significado de la obra de arte, promueven su apertura a múltiples interpretaciones. Pero quizás no se trate tanto de renunciar completamente a una ordenación cronológica como de evitar que esta sea la única vigente, restringiendo con ello la multiplicidad de puntos de vista y su recepción crítica por parte del espectador[8].
Vinculado a lo anterior, el museo puede además ser un espacio abierto a la hospitalidad incondicional en base al papel activo que otorgue a sus visitantes. En concreto, dependerá de si promueve que las personas que acuden al museo sean meros espectadores pasivos o si se les confiere capacidades para hacer a la institución museística verdaderamente suya, para desarrollar un sentimiento de pertenencia. En términos de Derrida, se trataría de ir más allá de la “invitación”, propia de la hospitalidad condicionada, para abrir paso a la “visitación”, inherente a la hospitalidad incondicional.
Esta es una tendencia que ha ido imponiéndose en las últimas décadas, auspiciada en muchos casos por los museos de antropología, que han abierto sus instituciones a voces diversas, empezando por la de los herederos de tribus cuyos objetos atesoran. También se ha extendido entre los museos de arte contemporáneo cuyos fondos artísticos de los últimos cincuenta años, conforme apuntase Roland Barthes, han sustituido el anterior protagonismo del autor —considerado durante la modernidad como un demiurgo que crea y armoniza el cosmos— por el encumbramiento del lector/espectador como “ese alguien que reúne en un mismo campo todas las huellas de que las que se compone la escritura”[9].
Y sin embargo, como decía más arriba, a menudo se ha confundido el afán de estructurar el museo en función de sus visitantes, con el propósito utilitario de crear un reclamo para el turismo, convirtiendo así al público en mero consumidor. Por ello, como ha señalado Manuel Borja-Villel, “[n]o se trata de que el museo hable por los demás, sino de que proporcione los medios para empoderar a quienes se agrupan a su alrededor” [10]. Y en ese sentido, siguiendo a Borja-Villel, cabría demandar un museo fundado sobre la práctica de la interpelación; esto es, el acto de habla cuyo protagonista es quien queda fuera del sistema discursivo, aquel que por su exterioridad es capaz de cuestionar el statu quo vigente[11].
Volviendo a Derrida, es precisamente en la interpelación donde nos encontramos con el reto de la hospitalidad ilimitada. Según el filósofo francés, es en la “guerra interna al logos” donde encontramos la cuestión del extranjero. “Es también el lugar donde la cuestión del extranjero como cuestión de la hospitalidad, se articula con la cuestión del ser” [12]. El extranjero, el subalterno, la persona capaz de mirar desde el exterior, se convierte así en el único capaz de abrir perspectivas, de romper con el consenso. De ahí su carácter libertador al que hacía alusión Derrida a propósito de la hospitalidad ilimitada.
Partiendo de esa perspectiva, los espectadores del museo deberían dejar de ser simples receptores de contenidos creados por los equipos del museo para convertirse en proveedores de nuevos puntos de vista, que enriquezcan la institución. No se trataría, por lo tanto, de meros turistas, consumidores de experiencias prefabricadas, sino de personas dotadas de “agencia”, de capacidad crítica para dar sentido siempre renovado a las colecciones.
Más aún, como ya ha sucedido en algunos países anglosajones, el museo debe abrirse a la participación activa de las comunidades a las que representa, las que conforman sus visitantes[13]. Es preciso que consensue con ellas sus planes estratégicos y que les otorgue un papel activo en la programación. Solo así se conseguirá que el museo sea un espacio de verdadero conocimiento, participación y debate, y no simplemente el lugar de mero reconocimiento al que nos tienen acostumbrados el museo autónomo de la modernidad y el museo espectáculo de la era neoliberal; esto es, un museo de la hospitalidad incondicional, concebido en función de sus visitantes.