Uno de los cometidos principales de los museos es el de preservar un patrimonio entendido éste como herencia cultural propia del pasado de la comunidad y para ello debe protegerlo y en caso necesario restaurarlo, rehabilitarlo, curarlo. Desde esta perspectiva los museos son, entre otras cosas, espacios de cuidados. Sin duda este entender el museo como un espacio en el que se cuida, en el que se sana lo que a todos pertenece es una función primordial, especialmente si pensamos en lo que el museo atesora. Pero el museo contemporáneo ha dejado de ser solamente un espacio de atesoramiento y guardia, configurándose como un ágora, un lugar de encuentro entre este patrimonio y la sociedad, sin pensar casi nunca que, si entendemos el patrimonio como un cruce entre personas y objetos, estamos descuidando, valga la redundancia, los cuidados que la sociedad, las personas, también pueden recibir de los museos y que cada vez más nos reclaman. Pero para ello hay que entender a la sociedad también como parte del patrimonio.
En las últimas décadas, ciertas derivas en torno al procomún han ido definiendo cada vez más a las personas en relación con su patrimonio como clientes y no como copropietarios. Las dinámicas de consumo que podemos ver en otros lugares —un ejemplo podría ser el centro comercial— han propiciado un museo en el que lo principal es el circular frente al estar. En definitiva, los museos no son casi nunca esa ágora, ese espacio en el que estar y encontrarse con otros y con aquello que pertenece a todos, sino espacios por los que pasar. Los museos no son salones, son pasillos. En esa concepción de lugar de tránsito en el que se ha convertido el museo, ese no lugar en palabras de Marc Augé, lo que nos identifica como individuos frente a nuestro patrimonio no es nuestra pertenencia, sino el ticket de entrada y la tarjeta de crédito. Y si este es el DNI que nos vincula a lo común, hay muchos que verán en ello una barrera que les hará dar la espalda a los museos. Si a ello sumamos que una vez adquirido ese pasaporte en forma de boleto de entrada y traspasadas las puertas -cuando no directamente el tórculo de paso-, lo que nos aguarda en muchos casos es un espacio lleno de prohibiciones, vacío de herramientas que nos permitan entender el espacio visitado y lo que alberga, privado de comodidades como espacios y mobiliarios confortables para el estar y donde la interacción con los otros o no se propicia o está rigurosamente mediada. En definitiva, un modelo de museo que ya no es que sea un espacio donde uno se siente cuidado, es que para muchos se convierte en un lugar hostil, un museo inhóspito.
Desde siempre, el Área de Educación del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza ha sido muy sensible a suavizar todo lo que el museo en su relato, historia, configuración y arquitectura limitaba su capacidad de ser un lugar hospitalario. No siempre lo hemos conseguido, pero nunca hemos dejado de intentarlo. En este momento estamos consolidando los proyectos a largo plazo, los que habitan el museo, primándolos sobre las actividades de consumo inmediato que refuerzan esa idea de lugar de paso en el que el sistema está convirtiéndolos. Pero también, en una segunda acepción, el diccionario dice que un lugar inhóspito es el “que no ofrece seguridad ni abrigo o protección”, a lo que nosotros respondemos creando espacios de diálogo y protección especialmente para esas personas que perciben el museo como algo que les es ajeno. Esta sensibilidad se va abriendo, poco a poco, en especial a través de su función educativa y social, pero aún queda mucho para que sea todo el museo, en su complejidad y con todas sus contradicciones, el que navegue en esa dirección.
En estos tiempos de incertidumbre y emergencia múltiple se abre como una utópica posibilidad el repensar la idea de museo. Plantear un nuevo modelo de museo realmente pertinente en estos tiempos para una sociedad que es muy distinta a la del siglo anterior. Hay muchos indicativos que nos hablan de la emergencia de esta reformulación: desde el ICOM y su polémico intento de redefinición de museos, hasta las asambleas abiertas —transformados los museos en espacios de abrigo y protección— en los museos chilenos para debatir los problemas sociales en 2019. Son solo dos ejemplos entre otros muchos, pero las distintas institucionalidades de las que surgen y las radicales consecuencias que estos dos ejemplos han tenido —una crisis que ha desatado enfrentamientos muy significativos en una institución tan formal como el ICOM y los incendios en algunos museos que apoyaron las protestas sociales en Chile— nos dicen que con toda seguridad será un camino largo, tortuoso y plagado de conflictos.
Evidentemente para constituir un museo nuevo es necesario no pensar en cambiar solamente los formatos en los que este se ofrece a la sociedad, sino también reflexionar sobre una nueva institucionalidad que, precisamente, desinstitucionalice el museo. En esa utopía aparece como un sueño la idea del museo constituyente en oposición al museo instituyente e instituido que heredamos de la modernidad y que configura el museo como un espacio de representación de una pequeña parte de la sociedad y de sus relatos de poder. Un museo que sea un agente de cambio social, de progreso humano a partir de la memoria, de lo que nos une y de lo que pertenece a todos.