A la ciudad que fue mujer
«Nadie me conocía, nadie me miraba, nadie tenía nada que reprocharme; era un átomo perdido en aquella inmensa multitud». George Sand
El espejo psiqué (1876) es una obra que retrata la intimidad femenina desde la experiencia de la propia pintora. Berthe Morisot la realizó en el dormitorio de su casa parisina en la rue de Guichard. Al igual que las obras de sus coetáneas impresionistas, la mayoría de los cuadros de Morisot se desarrollan en habitaciones e interiores domésticos. Pinta lo que le es más cercano porque, según la ideología decimonónica existía una clara separación de las esferas pública y privada y a una mujer burguesa como ella no le estaba permitido acceder libremente al espacio público. Una división basada en la condición de clase, pero también de género: mientras que los hombres disfrutaron de los nuevos escenarios urbanos, la actividad de las mujeres se redujo al ámbito doméstico.
Berthe Morisot
El espejo psiqué, 1876
Óleo sobre lienzo, 65 x 54 cm
Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid
Caminar por la ciudad sin rumbo, detenerse a observarla (entre las masas) y tener tiempo para narrarla, la flânerie, se había convertido, por entonces, en un privilegio exclusivamente masculino y, al mismo tiempo, en una práctica absolutamente indispensable para cualquier artista que se considerara a sí mismo moderno. Así, lo expresaba María Bashkirtseff, pintora francesa de origen ucraniano, contemporánea de Morisot, en sus notas: «Lo que anhelo es la libertad de ir por ahí sola, entrar y salir, sentarme en las Tullerías […], caminar por las calles de noche; eso es lo que busco y esa es la libertad sin la que no se puede llegar a ser un verdadero artista».
María Bashkirtseff
En el estudio, 1881
Óleo sobre lienzo, 188 x 154 cm
Museo Nacional de Arte de Ucrania
Pero este nuevo orden social no impidió que el entorno urbano se poblase de mujeres, bien por necesidad o por decisión propia, transgrediendo los roles de género. De hecho, su presencia en la ciudad fue la gran novedad de las principales ciudades modernas. Sin embargo, aquellas representaciones, imágenes y relatos que han pasado a conformar nuestro imaginario colectivo, no la retratan como transeúnte o paseante, es decir, como flâneuse, pues en cuanto que mujer se le negó la condición de sujeto. Ella es objeto observado y narrado, cuerpo fugaz que despierta la imaginación y el deseo del flâneur. Así es como aparece en el recuerdo ensoñador de París que Lyonel Feininger pinta desde Weimar. Ella es la fugitiva que dio origen a la ciudad de Zobeida descrita por Italo Calvino: «hombres de naciones diversas tuvieron el mismo sueño, vieron una mujer que corría de noche por una ciudad desconocida, la vieron de espaldas, con el pelo largo, y estaba desnuda. Soñaron que la seguían».
Existió y a pesar de las imposiciones sociales, una flânerie de las mujeres o flâneuserie que apenas se nos ha contado. Una gran diversidad de caminatas contestatarias por Londres, Berlín, Madrid, San Petersburgo que han inspirado y sigue inspirando a muchas mujeres para recorrer y habitar de otro modo el espacio urbano.
Pero fue quizá la bulliciosa París la ciudad que, durante las primeras décadas del siglo XX, ofreció nuevas oportunidades a las mujeres que hasta entonces no habían tenido: el anonimato, la posibilidad de trabajar, los espacios propiamente femeninos… O así lo experimentaron aquellas que Shari Benstock llamó “de la orilla izquierda” del Sena, una comunidad heterogénea de mujeres urbanas autosuficientes que, llegadas desde lugares cercanos y lejanos, se asentaron en el encantador distrito VI de la Ciudad de las Luces.
Francesas, alemanas, inglesas y norteamericanas expatriadas a las que les unió París y la posibilidad de vivir sus propias vidas que les brindó la ciudad. A la hermosa Natalie Barney, siempre le pareció que París era «la única ciudad en la que uno puede vivir y expresarse a su gusto».
Lyonel Feininger
La dama de malva, 1922
Óleo sobre lienzo. 100,5 x 80,5 cm
Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid
Underwood & Underwood, New York City (Photographer)
Delegación del partido de camino a París para solicitar la admisión en la Alianza Internacional por el Sufragio Femenino, 1926
Eugène Atget
Eclipse, París, 1911
Library of Congress
Agence de presse Meurisse
Jardines de Luxemburgo, Odéon, Distrito VI, París, 1928
Bibliothèque nationale de France
Cierto es que no todas ellas practicaron la flânerie en el sentido estricto del término de relatar la experiencia de callejear. Pero estas escritoras, editoras, fotógrafas, pintoras, periodistas y libreras crearon en París tres entornos que cambiaron el panorama cultural de la ciudad: en la rue de l’Odéon, donde Adrienne Monnier y Sylvia Beach, la primera editora del Ulises de James Joyce, abrieron sus respectivas librerías, La Maison des Amis des Livres y Shakespeare & Co, los ejes de la literatura anglosajona y la francesa de vanguardia; en el Templo de la Amistad de Natalie Barney, en la rue Jacob, donde se reunía la comunidad lesbiana de París; y en el fascinante apartamento de la rue des Fleurus perteneciente a la “cubista de las letras” Gertrude Stein, donde lo más granado de la vanguardia francesa empezó a acudir los sábados a cualquier hora para ver los Matisse y los Cézanne.
Mondial Photo-Presse
Odéon, galería de las librerías, 1932
Bibliothèque nationale de France
Sylvia Beach, Myrsine Moschos y Lucky, 1924
National Portrait Gallery, Smithsonian Institution
Claude Cahun
Sylvia Beach en la rue Dupuytren, 1919
Princeton University Library
De un modo u otro, todas dejaron testimonio de su vida en común en la que para la escritora Colette fue la “Ciudad del Amor”; una transgresión del relato urbano que Stein pagó con el rechazo de algunas de sus amistades cuando publicó la exitosa crónica de la vanguardia artística parisina en la Autobiografía de Alice B. Toklas (1933). Una narración que su amiga Janet Flanner no dejó de reseñar en su columna quincenal de la revista New Yorker “Letter from Paris”, con la que la perspicaz periodista norteamericana dio cuenta de la modernidad parisina en primera persona. Entre todas ellas estuvo también la fotógrafa Berenice Abbott, quien empezó a retratar a los intelectuales de la vanguardia europea en el estudio parisino de Man Ray y exponía sus imágenes de manera permanente en la librería de Sylvia Beach. Siguiendo los pasos de Eugène Atget en París, regresó a Nueva York en 1929 para registrar con su cámara, durante casi una década, los cambios que se había producido en su fisionomía urbana.
Sylvia Beach
Marie Laurencin, s/f
Bibliothèque Marguerite Durand
Natalie Barney, Janet Flanner y Djuna Barnes, hacia 1925
Sylvia Beach y Adrienne Monnier, hacia 1938
National Portrait Gallery, Smithsonian Institution
Mondial Photo-Presse
Retrato de Colette, escritora, 1935
Bibliothèque nationale de France
«Solo me gustaría escribir sobre una personalidad… París (Francia), que es donde estábamos todas y donde era natural que estuviéramos». Getrude Stein
Tristemente, el relato colectivo de la “orilla izquierda” se vio interrumpido por la Segunda Guerra Mundial y la ocupación nazi de la capital francesa, obligando a muchas de ellas a dispersarse, retirarse o regresar a sus lugares de origen. Desde entonces, como cuenta Andrea Weiss, “París dejó de ser mujer” y las riendas de la modernidad las tomó Nueva York, un relevo cultural que en buena parte se produjo por el regreso de las expatriadas y el exilio de los artistas europeos.
Berenice Abbott
Henry Street, 1935
The Miriam and Ira D. Wallach Division of Art, Prints and Photographs
Museo Nacional Thyssen-Bornemisza