El arroyo Brème
«Mantengo que la pintura es un arte esencialmente concreto, que únicamente debe consistir en la representación de las cosas reales y existentes», escribía Gustave Courbet en una carta abierta a sus alumnos en 1861, apartándose deliberadamente de la pintura de asuntos mitológicos o históricos, predominante en aquellos años. El pintor, que se proclamaba antiacadémico, progresista y social, no creía ni en la belleza única ni en lo sublime y su única fuente de inspiración sería su encuentro con la naturaleza. En Buenos días, Monsieur Courbet, de 1854, el artista se autorretrató con sus bártulos a la espalda, dispuesto para pintar en el campo, con la intención de dejar clara la nueva imagen del pintor que sale al mundo exterior en busca de sus temas y de paso declarar el paisaje como género independiente, un género en el que se combinaban sus ideas realistas y su gran amor por la naturaleza.
Para Courbet, perteneciente a la generación de artistas postrománticos, el único criterio válido a la hora de pintar era la propia experiencia que le permitiría crear un equivalente visual capaz de transmitir determinados significados de la realidad a los demás. De este modo daba un nuevo valor a la subjetividad del artista, un terreno que los románticos habían dejado abonado. Courbet compartía la famosa frase de Émile Zola: «La obra de arte es un fragmento de la creación visto a través de un temperamento», o las ideas de Champfleury, el más importante defensor del Realismo, que proclamaba que «la reproducción de la naturaleza por obra del hombre no debe ser nunca una reproducción o imitación, sino siempre una interpretación».
Con sus rompedoras ideas, Monsieur Courbet no sólo desencadenó una transformación del lenguaje de la pintura, sino de la propia función del artista. Además, hizo del Realismo su bandera política y sus planteamientos radicales supusieron una sustancial revolución. Podríamos aventurarnos a definirle como el primer artista de vanguardia, que actuó conscientemente en contra de las normas establecidas y no dudó en montar un pabellón propio al ser rechazado en el Salon de 1855. En este barracón, que se anunciaba con un gran rótulo con la palabra Realismo, expuso El estudio del pintor, una de sus obras maestras y todo un manifiesto de su pintura. Como no podía ser de otro modo, en esta emblemática obra el artista se autorretrató en su taller, junto a un numeroso grupo de conocidos suyos, pintando un paisaje. El arroyo Brème está pintado en la etapa final de su carrera. Este paisaje de los alrededores de Ornans, su tierra natal, nos muestra un paraje en el bosque denominado Puits Noir (Pozo Negro), el lugar donde el pequeño arroyo Brème brota entre las rocas, en medio de una frondosa vegetación. El pintor trata de plasmar con la máxima fidelidad las peculiaridades del paraje, pero sin olvidar la concepción subjetiva de la pintura. Realiza un acertado estudio de los juegos de la luz del sol al filtrarse entre los árboles y al reflejarse en la superficie tranquila de las negras y profundas aguas de la poza y transmite, con gran acierto, la atmósfera de silencio propia de ese lugar. Combina grandes masas de color, de pinceladas rápidas y sueltas, con zonas en las que la pintura es aplicada con espátula, con una factura muy sólida que refuerza el lenguaje realista del pintor. Su preocupación por la materialidad de las superficies también se hace patente en la supresión del espacio en profundidad, que anuncia la pintura impresionista. El fondo se representa próximo para hacer más palpables las distintas texturas de las rocas, las montañas, o el agua, en su intento de imitar a través de la corporeidad de la pintura, la corporeidad de la naturaleza.
El paisaje del Franco Condado, con sus montañas rocosas, sus densos árboles y pequeños ríos y cascadas, dotado siempre de gran sensualidad, fue un motivo muy frecuente en su obra durante esos años. En la actualidad, por la forma en que el agua brota entre las aberturas y pequeñas grutas de las rocas, unido a la fascinación de Courbet por los lugares ocultos, estos paisajes han sido interpretados por algunos autores en clave de metáfora sexual, al ponerlos en relación con una lectura paisajística de los temas eróticos, como El origen del mundo.
Paloma Alarcó