Degas nos introduce en esta pintura en el mundo del ballet que tanto le interesaba. Una vista del escenario, con varias bailarinas en plena representación, es captada desde uno de los palcos laterales en alto. Sólo una de ellas se muestra de cuerpo entero, en un complicado y rápido giro. Las demás están cortadas y el resto de sus figuras quedan a nuestra libre imaginación. Delante del decorado de paisaje, varias bailarinas de naranja esperan su turno de actuación. Por el influjo de la fotografía y de los grabados japoneses, Degas crea un espacio pictórico descentrado y truncado. Para él la realidad, transitoria e incompleta, debía ser plasmada de forma fragmentaria. La fugacidad de la acción es captada con los trazos rápidos de la técnica del pastel, que el pintor aplica con gran virtuosismo.

Como activos protagonistas de la vida moderna, los impresionistas frecuentaron los teatros, los cafés-concierto o la ópera y se relacionaron con actores, actrices, bailarinas y cantantes. La recién estrenada Ópera de Charles Garnier, un edificio emblemático del nuevo París remodelado por Haussmann, era uno de los lugares frecuentados por Edgar Degas, quien, a partir de 1874, dedicó gran parte de su carrera artística al mundo del ballet. El artista, que veía en la danza un vehículo fundamental para estudiar la figura humana en movimiento, dibujó y pintó reiteradamente las cambiantes actitudes de las bailarinas. Las representaba en todo tipo de posturas, ensayando o en plena representación en el escenario, vistiéndose o atándose las zapatillas, testimoniando siempre su enorme esfuerzo físico y su concentración. Ronald Pickvance recoge un interesante testimonio de Louisine Havemeyer, la amiga americana de Mary Cassatt y una coleccionista entusiasta de Degas, quien contaba que al preguntarle por qué pintaba tantas bailarinas, el pintor había respondido: «Porque, madame, sólo en ellas puedo redescubrir el movimiento de los griegos».

En esta Bailarina basculando del Museo Thyssen-Bornemisza, también denominada la Bailarina verde, Degas nos introduce en plena representación frente a un público que no se ve pero que se identifica con los espectadores del cuadro. Al contemplar la pintura, nuestra mirada cae sobre la escena como si la estuviéramos viendo a través de unos prismáticos desde un palco lateral, desde una de esas localidades que proporcionan vistas privilegiadas del escenario y permiten ver entre bastidores. La utilización de un punto de vista alto y sesgado era un recurso del que se valía el artista para captar a las modelos en posturas inesperadas.

Del grupo del primer término sólo una de las bailarinas se presenta de cuerpo entero en el momento en que, elevando sus brazos y su pierna izquierda, realiza un complicado y rápido giro. Las demás figuras están cortadas y sólo podemos ver algún fragmento de pierna o una parte del tutú de su traje, de forma que Degas deja a nuestra libre imaginación el resto de su persona y el movimiento de su paso. Al fondo, dispuestas frontalmente, unas cuantas bailarinas vestidas de naranja en actitud relajada esperan su turno o acaban de terminar su actuación. El decorado se ve reducido a una imagen difusa de lo que parece un paisaje rocoso y arbolado que carece de importancia en el conjunto de la composición.

Esa manera de cortar las figuras, que Degas utilizó en todas sus obras sobre el ballet, deriva de la doble influencia de las estampas japonesas y de la fotografía, que le lleva a crear un espacio pictórico en el cual el cuadro ya no tiene en su centro la escena representada, como ocurría tradicionalmente en el arte occidental. Degas quería demostrar que la realidad es siempre transitoria, cambiante e incompleta y que por tanto debe ser representada de forma fragmentada. Por otra parte, los audaces escorzos y los gestos veloces de las muchachas nos remiten a un movimiento rápido que agudiza la instantaneidad de la escena. La fugacidad de la acción es captada gracias a los trazos ligeros que permite la técnica del pastel, que Degas aplica con un virtuosismo técnico sin precedentes. Esta técnica, que se puso de moda en Europa en el siglo XVIII para los retratos de la alta burguesía, alcanzó con los impresionistas la misma categoría que la pintura al óleo. Pero sin duda fue Degas quien destacó como el verdadero maestro de este procedimiento.

Uno de los primeros propietarios del cuadro fue el pintor británico Walter Sickert, un incondicional admirador de Degas, que seguramente lo adquirió del historiador del arte y coleccionista, editor de la Gazette des Beaux-Arts, Charles Ephrussi (1849-1905). Poco antes de la adquisición, Ellen, su mujer, le escribía a su amigo el pintor francés Jacques-Émile Blanche: «Estamos encantados de que Degas venda. ¡Seguramente nosotros acabaremos prescindiendo de las aburridas necesidades diarias y compraremos alguna de sus pinturas! Nos tienen obsesionados». La Bailarina basculando, que Sickert, quizás por indicación de Degas, denominaba Bailarina verde, pasó a ocupar un lugar privilegiado en su casa en West Hampstead a partir de la primavera de 1886. Tras la separación del matrimonio pasó a manos de Jane Cobden, Mrs. T. Fisher Unwin, hermana de Ellen.

Paloma Alarcó

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