En abril de 1916 Juan Gris firmó un contrato con Léonce Rosenberg por el cual le cedía la propiedad de toda su producción artística, tanto la ya creada como la futura. Poco después, entre finales de 1918 y mediados de 1919, el marchante organizó una serie de exposiciones de artistas cubistas en su Galerie l’Effort Moderne para demostrar la pervivencia de este movimiento de vanguardia, a pesar de las demoledoras críticas lanzadas por Louis Vauxcelles. Como sugiere Christopher Green, es bastante probable que Botella y frutero, de la colección Thyssen-Bornemisza, estuviera incluida en la muestra del pintor de abril de 1919, dado que formaba parte del fondo de la galería desde el mes de febrero de ese año.
Como otras naturalezas muertas pintadas en Beaulieu-lès-Loches, Botella y frutero juega con un colorido de tonos marrones cálidos combinados con verdes y grises más fríos, tomado directamente del paisaje. En una carta de Gris a Léonce Rosenberg, fechada el 10 de agosto de 1918, le expresaba sus ganas de utilizar el color en su pintura para rivalizar con la riqueza del color en la naturaleza: «Veo en el campo tonos tan sólidos y tan sabrosos de materia y combinaciones tan verdaderas que llevan en ellos mucha más fuerza que todas las combinaciones de la paleta y con ellos me gustaría trabajar». Ahora bien, frente a estos tonos naturales, la sencilla y plana geometría de la pintura y la abstracción de los objetos son claramente antinaturalistas. La disposición de la servilleta, que cae por el borde de la mesa, un motivo tomado de Cézanne, adquiere un interesante significado en el contexto de la denominada «vuelta al orden» de la vanguardia tras la guerra. El cubismo puro de Gris enlaza con la tradición francesa a través de Cézanne, que fue el intermediario entre el siglo XX y un pasado más lejano. Por tanto, como señala Green, « Botella y frutero es una obra que subraya la compatibilidad de cubismo y tradición después de la guerra».
Paloma Alarcó