Los segadores
Este cuadro, ejecutado en la década de 1870, representa uno de los temas predilectos del pintor, que más trató a lo largo de su dilatada carrera y sobre el que se cimentó su reputación. Léon Lhermitte, nacido en una aldea del Aisne que fue su principal fuente de inspiración, se dedicó a plasmar su entorno inmediato, es decir, el campo. A partir de la Revolución de 1848, muchos artistas se dedican al estudio del ser humano en su contexto contemporáneo, lejos de los temas bíblicos, históricos o mitológicos, y prefieren observar el ambiente cotidiano. ¿Acaso no declara Courbet que quiere «trasladar las costumbres, las ideas, los aspectos de mis tiempos»? Lhermitte comienza a expresarse en el momento en que triunfan todos aquellos con quienes está en deuda algún aspecto de su talento: Millet, Breton, Daubigny, Corot; la influencia de estos maestros está particularmente presente en esta obra. De los dos primeros adopta los temas campesinos; de Daubigny, su visión fiel de la sencillez del campo; de Corot, su sentido de los valores. En cierta ocasión, en 1913, Lhermitte le cuenta a su amigo de Fourcaud los intereses que han guiado toda su vida: «La naturaleza se encarga siempre y en todo lugar de procurarle a los artistas los temas que precisan [...]. Uno podría no salir nunca de su pueblo». Aunque los motivos de sus primeras composiciones son muy diversos -escenas de interior, calles, mercados, romerías, peregrinaciones- enseguida se traza su camino: el artista consagra su obra a la descripción de la vida rural, elección que se ve recompensada por el inmenso éxito que en 1882 alcanzó La paga de los segadores (Musée d'Orsay, París).
En un sembrado, cerca de Mont-Saint-Père, el artista sitúa a tres segadores. En este lienzo se adivina ya a aquel al que la prensa bautizará como «el poeta de los trigales». Descubrimos aquí su talento para evocar la ondulación de las mieses, los ademanes y las actitudes exactas de los trabajadores agrícolas. En este lienzo, típico de su primera época, en la que dibuja más que pinta, Lhermitte, digno descendiente de Daubigny y de los pintores del bosque de Fontainebleau, a los que admirará toda su vida y cuyas obras conservará en su colección, pinta lo que ve. Se atiene sencillamente a la realidad que contemplan sus ojos. Transcribe de manera objetiva la escena, sin pretender presentar lo anecdótico ni añadir nada, indicando sencillamente las herramientas y los accesorios necesarios para la siega: el sombrero de paja, la hoz, la piedra de afilar y una garrafa para apagar la sed. Tendremos que esperar unos años para que confiera a sus campesinos un carácter heroico y se incline por la belleza ideal, transmitiendo un mensaje sobre la dignidad del trabajo y del esfuerzo o sobre la belleza de la familia. Entonces pretenderá elevar sus temas a la categoría de la pintura de historia, aspirando al «estilo grandioso» con obras de formato mucho mayor, típicas de la pintura oficial de la Tercera República y destinadas al Salon, cosa que le reportará recompensas, honor y gloria. En este cuadro, todavía no ha llegado a ese punto; los personajes forman parte del paisaje y se integran en él: son siluetas, están pendientes de su trabajo y no hacen caso del espectador. Llevan a cabo una labor y Lhermitte los pinta tal y como los ve en el campo, sin pretender transmitir ideas morales. El artista no los sitúa todavía en primer plano, posando, de tamaño natural, individualizados, pintándolos con todo lujo de detalles, como hace con Casimir Dehan, célebre segador al que retrata en 1883 en La siega (San Luis, Washington University Gallery of Art). Estos segadores son todavía buenos ejemplos del papel y de la misión que se habían atribuido el artista y el escritor André Theuriet, el cual, en la introducción a su libro La vie rustique, publicado en 1887, señalaba: «Queríamos mostrar al campesino tal como nosotros lo conocíamos -Lhermitte en la ribera del Marne y yo en los valles de la Meuse- y pintarlo con absoluta sinceridad, evitando tanto el sentimentalismo de aquellos que se inventan una vida idílica como el brutal y falso parti pris de la denominada escuela naturalista [...]. Hemos intentado recoger con devoción las reliquias de esas costumbres, de esas fisonomías y de esos paisajes abocados a desaparecer».
Monique Le Pelley Fonteny