Esta pequeña tabla formaba parte de la predella de la Maestá, altar encargado a Duccio para el Duomo de Siena. Este gran conjunto fue desmembrado hacia 1771 y, aunque la mayor parte se conserva en el Museo dell'Opera del Duomo (Siena), las otras tablas pasaron a colecciones privadas y museos. La escena representa a Cristo sentado en el brocal del pozo de Jacob, hacia allí se dirige la samaritana portando un cántaro en la cabeza; la comunicación entre ambos se realiza mediante gestos. A la derecha, un grupo de discípulos observa la escena enmarcados por un fondo arquitectónico -la ciudad de Samaria, llamada Sicar- en un intento de dar profundidad espacial a la pintura. Esta tabla de Duccio es una evidencia temprana de la evolución del arte del Trecento hacia patrones de mayor naturalismo, carácter narrativo y preocupación por el espacio.
 

A lo largo de los siglos XIV y XV, la pintura italiana experimentó una transformación gradual que la llevó a alejarse de los postulados bizantinos para adentrarse y explorar otras fórmulas de figuración que llegarían a su culminación a principios del siglo XVI. Parte de esta transformación se debe a dos figuras que trabajaron en la Toscana: Giotto, en Florencia, y Duccio, en Siena. Ambos rompieron con los esquematismos y limitaciones formalistas de la pintura bizantina, abriendo paso a una nueva época. El cambio revolucionario operado por estos artistas en conjuntos como las capillas Bardi y Peruzzi de Giotto en Santa Croce, Florencia, o la Maestà de Duccio en el Duomo de Siena, descubrió las vías para asentar un proceso que estuvo, desde entonces, en continua evolución.

Dotar a las composiciones de un sentido narrativo, situar los distintos elementos que constituían la composición en espacios que resultasen reales, así como una vuelta a la imitación de la naturaleza como fuente de inspiración, fueron las novedades que estos pintores consiguieron introducir y transmitir, modificando con ello las bases en las que se asentaba la pintura.

Cristo y la samaritana fue una de las piezas que formó parte, en su cara posterior, de la predella del conjunto monumental de la Maestà que John White consideró «probablemente la pintura sobre tabla más importante jamás pintada en Italia». Este gran conjunto, que según las reconstrucciones propuestas, tenía una altura próxima a los cinco metros, fue encargado a Duccio el 9 de octubre de 1308. La obra se entregó el 9 de junio de 1311, convirtiéndose el final de su ejecución en todo un acontecimiento para la ciudad. A este respecto son significativas las palabras de un cronista que describió el ambiente festivo de la urbe y la procesión que se organizó, con personalidades civiles y religiosas, para acompañar el traslado de la pintura desde el taller del pintor al Duomo. La Maestá estuvo en su emplazamiento original entre 1311 y 1506, en esa fecha se trasladó desde el altar mayor al transepto, donde permaneció hasta 1771, cuando el gran conjunto fue mutilado y desmembrado.

La tabla del Museo Thyssen-Bornemisza, según parece, se trasladó, junto con otras pinturas del retablo, a la iglesia de Sant’Ansano en Castelvecchio; apareció, en 1879, en una exposición celebrada en el Palazzo Comunale de Colle di Val d’Elsa, perteneciendo a la colección de Giuseppe y Marziale Dini, y como pareja de Las tentaciones de Cristo, escena también de la parte posterior de la predella. En 1886 nuestra tabla, junto con otras tres más, ingresó en la colección de Robert y Evelyn Benson, de Londres. Cuando esta colección fue vendida, el temple fue adquirido por los hermanos Duveen, de Nueva York, pasando de allí a la colección de John D. Rockefeller, donde permaneció hasta 1971, fecha en la que entró en la colección Thyssen-Bornemisza.

Cristo y la samaritana contiene algunas de las innovaciones que hicieron de la Maestá uno de los conjuntos más revolucionarios de su tiempo. Duccio, valiéndose de la arquitectura y de unas rocas, elementos entre los que encuadra la escena, se esfuerza por narrar un episodio recogido en el Evangelio de San Juan. Este pasaje, según el Nuevo Testamento, tiene lugar en una ciudad de Samaria, llamada Sicar, representada a la derecha. Por su puerta asoman, agolpándose, cuatro de los discípulos con las provisiones en sus ropas. Jesús, sentado en el pozo de Jacob, habla con la samaritana, diálogo que Duccio interpreta mediante el juego gestual de las manos. En la pintura observamos una detallada puesta en escena del relato y el empeño por situarlo en un fondo que empieza a tener profundidad espacial: el pozo con sus escalones, la representación de Sicar, el camino empedrado que conduce desde la ciudad hasta donde se produce el encuentro o la posición del cántaro en la cabeza de la samaritana han roto los lazos formalistas bizantinos. En esta composición, sencilla pero efectiva, las figuras, elegantes y refinadas, mantienen una relación con su entorno a la vez que adquieren peso y volumen. En cuanto al oro, que sigue sirviendo de fondo, se extiende, pero ya con un carácter decorativo, a la túnica y al manto de Cristo perfilando las telas. La modulación de los tonos y la combinación elegante de los colores tienen en la obra de Duccio una marca personal. Sus figuras, realizadas con una contraposición delicada de luces y sombras, brillos y tonos saturados, nos introducen en unas variaciones cromáticas nuevas. Basta mirar la estilizada figura de la samaritana o la gama de colores seleccionada en las arquitecturas para percibir los cambios efectuados por el pintor, cambios que Simone Martini fijará y difundirá en el Trecento.

Mar Borobia

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